Por Luis Manuel Rivera
Sería injusto sentenciar que alguno de los testimonios que conforman narrativamente a La libertad del diablo, la nueva película de Everardo González (Fort Collins, 1971), sobresale por encima de otro, porque todos son distintos entre sí pero comparten un nivel potencia que casi no se alcanza a distinguir, aunque se quiera. Dependerá de los ideales de cada uno elegir a quien creerle más, con quien sentir una mejor empatía, a qué rostro ofrecerle mayor compasión.
Luego de su trabajo anterior, El Paso (2016), en donde las imágenes cinematográficas quedaron de lado en pos de un discurso político totalmente directo, lo que trajo consigo un par de resoluciones de asilo político en Estados Unidos, pero también una baja aceptación en festivales de cine, La libertad del diablo se enfila hacia otro lado completamente, busca un equilibro que apuntala sobre el pie que más cojeaban los trabajos del cineasta: las formalidades técnicas. No por ello abandona sus ideales y las intenciones que con el tiempo González ha ido cimentando, pero la forma en que lo hace alude más a un trabajo estético que a un documental de denuncia.
Sin un guion de por medio, algo que desde aquí se defiende a la hora de realizar una película de este tipo, Everardo se concentró en la búsqueda de testimonios y en una investigación exhaustiva y comparativa de casos en donde la brutalidad alcanza los límites que aquejan a todos los que en la cinta aparecen. Hay decisiones pero no premeditadas, únicamente conducidas por la necesidad de hacer visible una situación, y en un formato más formal, por un argumento planteado por el mismo Everardo y el periodista Diego Osorno, que al final se convirtió en algo bastante distinto pero que sin el que no hubiera existido tal resultado. El montaje, como casi todo el tiempo sucede, se convirtió en el verdadero guion. La diferencia es que aquí nunca se buscó otra cosa.
El planteamiento del discurso es evidente pero no obvio. Las víctimas y los victimarios en el mismo sitio, compartiendo el rostro, en igualdad de condiciones frente a la cámara, siendo libres de una posibilidad de introspección que el director les ofreció y que en evidencia todos los que aparecen en el corte final aprovecharon. No hay una línea política directa ni tampoco ningún caso específico que denunciar; eventualmente suenan nombres de lugares y se hace alusión a ciertas instituciones («es un asco ser militar en México») pero no era ese el objetivo, no se buscaba señalar a nadie a través de sus apellidos.
Hay algo indudable en la película, quizá lo único, un elemento que sostiene toda la estética y al mismo discurso: la máscara que usan todos los personajes y que imita a la que es utilizada cuando una persona sufre de fuertes quemaduras; es lo que le brinda al filme la mayor parte de la potencia, a través de ella los rostros lloran, asoman sus deformidades, exclaman sus arrepentimientos, lamentan sus penas y se inmovilizan ante un silencio que significa más que cualquier palabra.
Everardo plantea que la decisión del uso de estas máscaras se debió a que le parecía un elemento que haría que el espectador se interesara más en las miradas de las personas, a una experimentación para plantear otra miradas, y un poco también para desmontar el mito de que el documental refleja puramente la realidad, porque en este, más que en cualquiera de sus trabajos anteriores, es donde menos busca aquella utopía. Un documental ficcionado en la forma, una que deja que el fondo alcance una mayor pulcritud, se asome más a la superficie.
González asegura que al él le interesa más que sus películas tengan eco en lugares puntuales en donde se debate sobre derechos humanos, que en los festivales de cine, un sitio que pareciera el idóneo para cualquier filme con aspiraciones cinematográficas puntuales. Con este trabajo, creemos, apunta hacia ambos lados, no sólo es el elemento de la máscara lo que se propone visualmente, hay también un halo sombrío en toda la cinta que se percibe cuidado desde el momento de elección de la óptica para filmar, y también una manufactura del encuadre a cargo de María Secco que vuelve a la película un retrato no sólo directo, sino que también estético hasta donde los testimonios dejan apreciar.
* La libertad del diablo forma parte de la doceava gira de documentales Ambulante.