La muerte de un seductor. Réquiem por Leonard Cohen

Por Andrea Mireille / @andreamireille

«No puedo, no puedo» se dice aterrado detrás del escenario. Es 1967 y la multitud anhelante llena el Town Hall de Nueva York en un concierto contra la carnicería en Vietnam. Abrazado como un niño al cuerpo de Judy Collins, Leonard Cohen repite entre sollozos que no puede volver. «Moriría de vergüenza», confiesa.

Afuera los gritos se intensifican tanto como el miedo, que no cede. «Pero lo harás» le dijo la cantante, y lo hizo. Salió y sedujo a todos con esa voz hipnótica, confortante, de terciopelo negro.

Leonard Norman Cohen era un seductor nato; atractivo, elegante, intenso, cautivó mujeres, audiencias, al mundo literario y al musical. Autor de varios libros, su nombre era popular en los círculos literarios de su natal Canadá y en Estados Unidos, pero como sabemos eso no basta para saciar el hambre y pagar las cuentas, entró a la música por dinero. Pronto cultivó ese estilo parco, poderoso, abrasador lleno de hoteles, affairs, sexo, política, religión y amor, todo rematado con esa voz imperfecta, ahumada, rasposa y cruda, que se siente como una lamida, como manos recorriendo el cuerpo de quien la escucha, la voz se riega por el cuerpo, se esparce por los sentidos, cada canción es una revelación, la desnudez de cuerpo y alma.

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Oscuro y luminoso por igual, luchó toda su vida contra la depresión y la ansiedad, sus tribulaciones lo llevaron a la meditación, el budismo así como a la vida de monasterio, incluso se ordenó como monje en 1996 y consideraba toda la experiencia como una rehabilitación para desquiciados por la vida. Solamente salió de ahí debido a que Kelley Lynch le robó más de ocho millones de dólares.

Si a los 60 años era sólo un chico loco con un sueño, después de perder su dinero y emprender acción legal, resurgió con inesperada fuerza, afirmó que Dios le había dado un corazón fuerte, no iba hundirse. «Este asunto me ha dado un gran impulso para trabajar. No puedo hacer otra cosa. Pero no me quejo. Creo que conozco un poco cómo funciona el mundo para entender que estas cosas pasan». Con más de 70 años volvió a la música, el pánico escénico había desaparecido, por fin.

Los nombres de sus amadas Marianne y Suzanne volvieron a sonar ante miles de personas que cayeron rendidas ante una voz aún más profunda y añejada, sus clásicos «Hallelujah», «Dance Me To The End Of Love», «I’m Your Man», «The Future», «Everybody Knows»; «Anthem», «Waiting For The Miracle», «A Thousand Kisses Deep», «First We Take Manhattan»; «Ain’t No Cure For Love», «Chelsea Hotel #2» con todo y la cabeza de Janis Joplin entre sus piernas atrajeron a nuevas generaciones que lo coronaron en los escenarios.

A veces sombrío, otras gracioso —a su manera— melancólico alegre y llamado con frecuencia el poeta de la catástrofe, el tendero de la desesperación, el fabricante de música para suicidas, también fue el monje, el enamorado de Lorca y Yeats; el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011. El artista al que Phil Spector le apuntó con un revólver mientras le decía que lo amaba, el seductor, el amoroso; el que tiene ese efecto intoxicante, abrumador, de encantador de serpientes, ese toque que muy pocas voces (Waits, Dylan, Lurie) alcanzan. Listo para morir, aquel que llenó nuestras noches solitarias se ha ido para siempre, dejando detrás un deslumbrante testamento literario y sonoro.

Como en la canción nuestro hombre no pudo mantener sus promesas y no llegó a los 120 años, aunque una cosa es cierta, como él mismo afirmó, vivirá por siempre.

Este mundo puede ser terriblemente oscuro y sin Cohen parece que lo es mucho más, este mundo es feo, nosotros también, pero tenemos la música.

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