Por Víctor Hugo Morales
La mañana del miércoles 9 de marzo, a la edad de 71 años se detuvo el pulso del virtuoso músico brasileño Naná Vasconcelos. Víctima de cáncer de pulmón, murió en su natal Recife. Su partida ha dejado un largo sentir que puede ser constatado en comentarios de despedida de grandes músicos como Pat Metheny, Remi Álvarez, Gilberto Gil o Marisa Montes. Está de más decir que todos respaldan su trabajo y su gran sentido humano, pero es de destacar que la gran mayoría hace referencia a su particular noción de la música.
La carrera de Vasconcelos se caracterizó por su gran aprecio a las tradiciones y un necesario retorno al origen, a lo primario (la naturaleza, la espiritualidad, las relaciones sociales, lo orgánico de la vida son temas muy presentes en su obra) y al diálogo que se tiene con estas pulsiones; justo como en una conversación cotidiana: pregunta y respuesta. «Yo utilizo la percusión como una orquesta, no sólo para generar ritmo, sino para mostrar escenarios de Brasil», dijo varias veces. Su visión buscaba unir todas esas voces en un mismo espectro sonoro y hasta visual (parecido a la forma en como lo pensaba Jimi Hendrix) evocando sonoridades muy características: el rugido proteico de la selva amazónica, la pausa del latido vital o la más libre exploración caótica del borde de la ciudad. Lo interesante es que esos paisajes no solo permiten al escucha transportarse a esos ambientes sino que dejan una posibilidad a reimaginar esos lienzos sonoros con distintos matices. Para ello se valió de diversos artefactos sonoros como extensiones de su mismo cuerpo: el birimbao (instrumento por el que se hizo célebre), el gong, el caxixi, el tambor de axila, las congas, las maracas, su voz.
Tal vez Caetano Veloso es quien mejor definió la importancia de Naná Vasconcelos: «él es la síntesis de la percusión negra de nuestra música».
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