Por Miguel Ángel Morales
«Mira arriba, estoy en el cielo / Tengo cicatrices que no pueden ser vistas». Con este elegíaco verso, David Bowie afirmó la finitud de su vida. Se trata del fragmento inicial de su último sencillo «Lazarus». Acto seguido, Internet nos dice que el cantante ha muerto. «¿No será una nueva faceta del excéntrico inglés?», me pregunto. La sospecha no es casual: hace unos meses se dio luz verde a un musical con canciones del británico que lleva el nombre de Lazarus y estrena este 11 de enero, en Broadway. Sí, me digo, eso es: Bowie representó su muerte como un acto más de su carrera en constante transformación. En este milenio fugaz, los dioses tienen fecha de caducidad. Por suerte, David Bowie es un alienígena y juega a engañarnos, pienso.
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Si suponemos que Bowie ha mutado nuevamente, es necesario hacer un corte de caja. El oriundo de Brixton ha sido, de cierta forma, el sucesor de The Beatles, el punto intermedio entre vanguardia y el entretenimiento masivo. Ni siquiera los de Liverpool hicieron cambios tan drásticos entre discos. Veamos. Cuando Ziggy Stardust no pudo aportarle más artísticamente, lo asesinó. Cuando se fastidió del funk y soul nihilista de Station to Station, optó por el gélido sonido berlinés, al tiempo que revitalizó las carreras de Iggy Pop y Lou Reed. Incluso, se bañó en las aguas del pop durante una década cual dandy con cabellera rubia incluida.
A lo largo de su carrera no pocos lo acusaron de oportunista, ya que cambiaba de sonido cada vez que las olas estaban a su favor. Pero, ¿qué artista puede hacer esos saltos abismales sin salir medianamente librado? El camaleón representa un tipo de talento muy escaso en estos días. Ahí radica su genio, en la capacidad de canibalizar los sonidos y darles otra cara. Hacer del cambio una única constante. Del entramado psicodélico y espacial de Space Oditty a la oscuridad protometal y punk de The Man Who Sold The World hay al menos dos personalidades distintas. Bowie es un monstruo de mil rostros. Absorbió con decoro modas con el grunge, el drum n’ bass o el jungle, y reelaboró su propio sonido en The Next Day. Mención aparte tienen sus compañeros de grabaciones. Robert Fripp, Brian Eno, Stevie Ray Vaughan, Mick Jagger, Pat Metheny, John Lennon y Arcade Fire, esto es, algunos de los mejores músicos en casi sesenta años, colaboraron con él. Se dio el lujo de apropiarse de canciones de Pixies («Cactus»), Pink Floyd («See Emily Play») o de su adorado Velvet Underground («White Light / White Heat»), y hacerlas sonar incluso mejor que las originales.
Como buen vanguardista, Bowie ha ido más allá de los géneros. Para la grabación de Blackstar, lanzado el pasado 8 de enero, contrató al guitarrista Ben Monder, al saxofonista Donny McCaslin, al pianista Jason Lindner, al bajista Tim Lefebrve y al baterista Mark Guiliana, todos virtuosos del jazz estadounidense, quienes dieron una paleta más explosiva a melodías pop como «’Tis a Pity She Was a Whore». En «Sue (Or In a Season Of Crime)» se resuenan las conocidas estridencias de Monder al lado del virtuosismo de Guiliana; ambos dotan de nueva personalidad a la suave voz de barítono del cantante. Pero ante todo, sobresale la expresividad inagotable de Bowie. En el video que ilustra la mencionada «Lazarus», vemos al cantante con los ojos cubiertos, acostado, como un posible guiño a los rumores sobre su enfermedad. Pero después, se levanta y se sienta a escribir (¿su testamento?). Enfundado en un traje que evoca a su época de mimo junto a Marcel Marceau, Bowie se despide regresando a su origen a través de la performatividad, de la emoción.
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Varios medios e incluso su hijo Duncan confirmaron el deceso a causa de un cáncer, en su casa de Nueva York. Son las 7:30 de la mañana en Europa. En América, algunos desvelados se enteran de la noticia. Su muerte disloca de una forma similar a la que lo hizo la de Freddie Mercury. El cantante de Queen murió un día después de anunciar que estaba enfermo de sida. Bowie lo hace tres días después de la publicación de Blackstar. El último sencillo de Mercury fue «The Show Must Go On», un sentido epitafio en el que se desgarra: «Mi maquillaje puede estarse derritiendo pero mi sonrisa permanece intacta». En «Lazarus», Bowie canta: «Seré libre como ese azulejo». Cual personaje bíblico, Bowie resucitará y batirá sus alas como siempre. Si el Delgado Duque Blanco podía ingerir cantidades industriales de cocaína como si fuera caramelo y Ziggy Stardust renació en el personaje de Aladdin Sane, probablemente Lazarus, su nueva encarnación, traiga a Bowie de regreso, mirándonos con sus intensos ojos heterocrómicos.