Por Emiliana Perdomo
“Los ecuatorianos son seres raros y únicos: duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes,
viven pobres en medio de incomparables riquezas y se alegran con música triste.“
Alexander Von Humboldt
Una vez soñé con un volcán. En realidad, ya dos veces, pero sé muy bien que la primera fue anormal, intuitiva y necesaria. Solía soñar con el mar, cuando era más joven, como un tsunami maravilloso, cristalino e infinito o como una playa llena de gente y de flores. Pero recientemente soñé con un volcán: soñé, en la víspera del 19 de septiembre de 2020, que me levantaba de mi cama sin prisa porque olía a quemado y escuchaba gritos. Me asomaba a mi ventana y veía la ciudad arder: las casitas se hundían entre grietas de lava que se acercaban a mi entre explosiones y ruidos de confusión y desasosiego. Recuerdo haber entendido que yo estaba en el cráter, que el Xitle había decidido nacer ahí, bajo mi departamento, y que no tenía sentido desesperar. Desperté. No dormí lo suficiente para soñarme morir, y no pude olvidar ese sueño.
Unos meses después, un amigo me habló de Marcos Castro y su trabajo. Entonces fui y vi “El estado de las cosas”, una pieza que este artista pintó como un volcán que fragmenta la idiosincrasia mexicana, azul como ninguno, como dijera la canción de Álvaro Carrillo (a diferencia del volcán de Camarena, que está representado en todos los rojos del apocalipsis cuicuilca) y que expulsa, al mismo tiempo, serpientes aladas y metálicas como salidas de una moneda de cinco pesos; fuegos fatuos felices de arder; que revive piedrotas prehispánicas muy alegres de estarlo al mismo tiempo que devora una bandera de México, legado de nuestros héroes, símbolo de la unidad, de nuestros padres y nuestros hermanos, como reza el canto ese símbolo patrio.
Pensé, primero, en lo extraño de ver ahí mi sueño. Fui varias veces a ver esa pieza. Pensé luego que pintar el estado de las cosas significa, inequívocamente, en nuestro contexto, pintar un volcán en erupción permanente, como una metáfora de una catástrofe constante: una erupción es como una ola avasallante, quemante y destructora pero lenta, que conforme existe como lava significa que va a dejar un pedregal de piedra a su paso, es decir, la posibilidad de un bosque futuro, de un suelo fértil y, sobre todo, que una erupción no es un fin: es un estadío nomás, de la tierra.
Un volcán entonces, entendido sin el drama de la catástrofe, no es nada más del color de todos los rojos incandescentes hasta el azul menos de Prusia y sí más de añil hacia el verde esmeralda. Quevedo, poeta español cuya poesía existe en sintonía con la de Sor Juana, la gran voz mexicana de nuestra poesía idiosincrática, escribió mucho sobre los volcanes europeos.
Uno de sus sonetos termina, de la forma más elocuente y maravillosa, con el verso “…volcanes florecidos”. Y pienso ahora, después de ir, de la pieza de Castro a la zona arqueológica de Cuicuilco (donde está el cuadro de Camarena) que no hay otra forma de entender un volcán como eso: un acontecimiento, que no una catástrofe; un acontecimiento de la naturaleza. Una fuerza irretratable, inaudita, de lo que significa germinar, emerger, avasallar, transformar. Y en ese sentido, una línea muy particular de trabajo para un artista, para cualquier artista o poeta: retratar, mas no capturar ni imitar ni imponer, el momento florecido del presente.
Exposición El Estado de Las Cosas
Dónde: Museo del Chopo: Dr. Enrique González Martínez 10, Santa María la Ribera, Cuauhtémoc.
Cuándo: viernes a domingo, de las 11:30 a las 17:00 h hasta el 30 de abril.
Cuánto: $30 entrada general; $15 estudiantes con credencial vigente.