Por César Alberto Pineda
–Yo también soy hijo de Pedro Páramo.
–¿Y las leyes?
–¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.
Pocas veces en su historia un pueblo, una cultura o país –o como se quiera nombrar a ese colectivo que comparte lenguajes, temores, origen y expectativas– logra alcanzar una improbable síntesis: aquella en la cual converge lo particular de su mundo, tiempo y costumbres, con lo universal de la condición humana. Raro es que se logre una vez; parece imposible su repetición. En tales momentos de excepción una cultura parece encontrar su más profundo secreto, como si hubiese dado con su más íntima esencia. Son necesariamente tiempos agitados, para bien y para mal. Son los únicos tiempos que el porvenir recordará. Después de ellos sólo quedan pálidas o dignificantes emulaciones.
Al parecer, México experimentó ya su propia síntesis particular-universal, y el mejor síntoma se mostró en sus artes: único momento en que toda la constelación de sus poetas, pintores, músicos y demás creadores alcanzaron una dimensión universal, pero no al costo de sumarse a las vanguardias –o no sólo con ello–, de unirse a la tendencia para dejar atrás sus expresiones locales, folclóricas y populares. Al contrario, el folclor habló las lenguas de la vanguardia; en todos los muralistas, en la música de Moncayo y Revueltas, en los Contemporáneos, en todos ellos dejan de rivalizar la universalidad pertenencia al género humano y el profundo arraigo a un origen.
Tal florecimiento tuvo lugar después de la que fue tal vez la más convulsa agitación de la sangre, la vida y la muerte sobre este suelo. Fue la época posrevolucionaria, después de esa explosión que, señala Paz en su laberinto, fue «una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano». Y como una explosión de dimensiones cósmicas, el polvo enfurecido que fue desatado habría de agitarse hasta engendrar por una vez la posibilidad de algo vivo.
En la literatura, una las voces más vivaces –pero en síntesis de lo universal y singular también realizó un canto de muerte– fue la de Rulfo. Su Pedro Páramo alcanzó, es preciso decirlo, una estatura mitológica, si por mitológico entendemos todo relato que reúne la cosmovisión de una cultura, la ritualización de sus ángeles y demonios, sus ceremonias, sacrificios e inmolaciones. Quien quiera conocer la entraña profunda de México debe leer antes que nada y después de todo Pedro Páramo.
A lado de Juan –Preciado y Rulfo–, desde la orfandad –que también destacó Paz en su momento–, marchamos sedientos de origen. Pero el origen nos devora antes de poder mirarlo a los ojos. Buscamos al padre ausente, al comienzo perdido. ¿Quién es Pedro Páramo? «Un rencor vivo», responde Abundio el arriero –quien, acto seguido, asesta un pajuelazo a los burros sin necesidad, un rencor vivo.
Todo rencor y resentimiento es una enfermedad de la memoria. En Pedro Páramo palpita una dialéctica del olvido. «El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro». Rencor por el olvido infligido. Resentimiento que consiste en la incapacidad de olvidar, es una flecha cargada del veneno de la memoria. Y Pedro Páramo también carga un memorioso relicario: su amor por Susana San Juan. Como Comala, México es un rencor vivo que duerme por años susurrando en las esquinas de las madrugadas, pero que despierta periódicamente para estremecernos en abrazo mortal.
Pedro Páramo es el señor hacendado de la colonia, el terrateniente decimonónico, el patrón moderno. Todos somos hijos de Pedro Páramo. Nadie desconoce sus abusos y excesos, pero en el fondo todos quisieran ser él, en el fondo todas las mujeres lo desean. El polvo y el silencio se van acumulando sobre sus crímenes; pero el polvo no desaparece, es lo más difícil de disipar –hace siglos sabemos navegar a través de todos los océanos, pero nadie ha logrado domesticar al desierto. México es un páramo polvoso.
Pero no hay olvido, eventualmente una tormenta despierta la polvareda aletargada por décadas o siglos; el resentimiento callado despierta, pues nunca se ha ido. Las voces de los muertos trepan en murmullo tumultuoso. En México la polvareda se levanta más o menos cada siglo. Y creímos que no lo veríamos más, creímos muerto a Pedro Páramo, pero ya los millares de cuerpos que comienzan a chorrear y florecer del suelo, más negros y abundantes que el petróleo, nos dicen lo contrario. También don Pedro tiene su fantasma.