Por Noé Vázquez
México es el único país en el que la policía te detiene sin ninguna causa aparente, te llevan a un lugar apartado y te someten a torturas, luego te abandonan a media calle para que vagues desorientado por varios días y con la memoria perdida, y cuando por fin apareces a la luz pública, resulta que terminan culpándote de todo. Mientras tanto, tú no te das cuenta de nada, vives en una especie de limbo en el que te es imposible conectar las dos partes del cable que te conecte con tu realidad y con tu identidad. Afuera está toda la acción pero ya no la verás. Te chingaron, te jodieron la vida bien bonito. Estarás en el castillo de irás y no volverás. Entraste en el engranaje implacable de la corrupción y la impunidad. Ustedes lo han visto. Así es como sucede. Alguien dijo alguna vez que en México, Kafka sería un escritor costumbrista. No es fácil ser mexicano, vaya que no lo es. Muchos no quisieran serlo, creo que a la mayoría nos cansa, a veces nos indigna, y otras, nos abruma.
Es interesante saber que allende las fronteras, muchos nacionales triunfan sin la marcada nostalgia que celebran las canciones populares y que, de acuerdo a ciertos estudios, nuestro nacionalismo no está tan marcado. Pero esas son cuestiones que los sociólogos conocen más. Jorge Ibargüengoitia se daba cuenta de lo fenomenológico que había en ese sentimiento de identidad, tal vez por eso se burlaba de aquello tan idiosincrático, tan particular que descubría en sus connacionales. En esa serie de artículos que escribió para el periódico Excélsior (615 artículos escritos de 1969 a 1976 que forman dos mil cuartillas) y que se recuperan en Sálvese quien pueda (compilado en 1997) e Instrucciones para vivir en México (compilado en 1990), menciona, al hablar del país, haciendo uso de su sarcasmo tan característico: «Nomás que tiene sus defectos. El principal de ellos es el estar poblado de mexicanos, muchos de los cuales son acomplejados, metiches, avorazados, desconsiderados e intolerantes». Me recuerda un diálogo en la cinta Babel de Alejandro Iñárritu, en donde Gael García le dice a un niño gringo mientras van a cruzar la frontera: «Vamos entrando a México. Uy, qué miedo, está lleno de mexicanos».
Es bien importante que un mexicano pueda hablar así de otro, con esa sorna y fingido desdén, con un dejo de humor siniestro. Desde luego, hablar mal del país no le gusta a los políticos a quienes les gusta cebarnos con un optimismo, digamos, extra lógico. No señores, qué poco nos conocen: nos gusta ser pesimistas, herméticos, callados, ladinos, desconfiados. A nuestra identidad la marca una suerte de idea de inserción en el transcurso de la historia, una costumbre muy acendrada fija en el espejo de su melodrama, tal vez por ello, éste sea uno de los géneros más socorridos en la televisión mexicana que durante años ha bombardeado a sus televidentes con soap operas (prefiero ver el género como una opereta de detergente biológico que como una «tele-novela»; imposible pensar en una transposición de las técnicas narrativas de, por ejemplo, Fernando del Paso, a esos infames culebrones) en donde persiste una marcada y constante idea de victimización que compartimos muchos (porque también me toca), una suerte de vindicación y reivindicación de un grupo social sobre otro, una especie de revancha contra una clase. Según esta visión, quienes detentan el poder son venales, inescrupulosos, corruptos, incompetentes, estúpidos (porque el pueblo llano se ve a sí mismo como muy avispado, siempre alerta y bien trucha, la astucia callejera a todo lo que da), siempre objeto del escarnio de una plebe que busca devolver el golpe, aunque sea en la maledicencia, la ocurrencia, el chiste, el meme o la sátira; siempre, devolver ultraje con humillación, abuso de autoridad con difamación, injusticia del poder público con la sorna (o en su defecto, la virulencia, las fake news en la redes sociales, la administración de la impotencia). No puedo evitar asociar, de manera automática, algunas frases de Ibargüengoitia con algunas ideas afines mencionadas por Carlos Fuentes. Al inicio de una de las obras más icónicas de Fuentes, La región más transparente (1958), hay un monólogo, el de Ixca Cienfuegos, una suerte de agitada declaración que abre el texto: «Desgarrados juntos, creados juntos, sólo vivimos para nosotros, aislados». Ahora, recupero una frase de Ibargüengoitia que refiere este desgarramiento: «La única regla general es que los pueblos conquistados son pueblos divididos, absortos en rivalidades internas e incapaces de presentar un frente común». Divididos desde nuestro nacimiento como nación. Para Ixca, «…en México no hay tragedia, todo se vuelve afrenta».
Y aquí, de la manera más melodramática y maniquea posible, les presento los dos frentes principales que conforman el este ideario de la imaginación popular. En esta esquina, la clase política y empresarial que tras décadas ha dirigido a su arbitrio los destinos del país. En esta otra, nosotros, la raza, la chinaca popular, nuestros López y Pérez que se afanan como un monstruo de mil cabezas en el transporte público, que llevan la mirada perdida o entristecida mientras se apretujan en los vagones. Esos somos. Es cierto, las clases sociales en este país están polarizadas. No parece entreverse una clase media poderosa, una pequeña burguesía nacional que sea el motor del desarrollo. En palabras de Ibargüengoitia: «Los españoles cargaron con la vajilla y las mujeres destruyeron el Gran Teocali. Destruyeron además la sociedad azteca, que estuvo dividida en las siguientes clases: nobles, sacerdotes, guerreros, mercaderes, macehuales y esclavos; e hicieron una nueva división: vencedores y vencidos, que se conservó, aunque con otros nombres, hasta el tiempo de Porfirio Díaz, en el que estas dos clases se llamaron, respectivamente “la gente decente y los pelados”». Claro que podemos equilibrar un poco la balanza con este oxímoron: «la peladez decente y la decencia ladrona». Sabemos de lo inexacta y tramposa de esta clasificación, pero también, entendemos el dramatismo de estar inserto en cierta realidad histórica y política de la que no nos podemos separar.
Lo anterior podría ser una idea común de cualquier pueblo que se ve a sí mismo como una colectividad, entonces, imaginamos (y me sumo a ese grupo de personas) que nuestra idea de individuo afronta ciertas dificultades, un nivel de tensión y de preocupación que no es posible ver en otras sociedades. Si se pudiera medir el índice de felicidad de una persona (que de hecho, hay estudios sobre eso) no sería extraño determinar que, por ejemplo, un sueco o un holandés dispone de más medios espirituales y materiales, los creemos más felices, y es muy probable que lo sean (siendo que el factor económico es una determinante en la ecuación). Al vernos como grupo, pensamos que nuestros retos son mayores y más arduos. Ya que solo podemos concebir el mundo a través de la subjetividad, nuestra idea de nación es obstaculizada por el prejuicio, por una idea falsa de victimización. Estos modos fueron bien trazados por Octavio Paz en Laberinto de la soledad y por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México. Pero también, en las obras de Ibargüengoitia hay un señalamiento constante de la experiencia de un «nosotros» dentro de las demarcaciones de la mexicanidad. Respecto a esa victimización otra vez a Fuentes en La región…: «Oh derrota mía, mi derrota que a nadie sabría comunicar y que me coloca frente a los dioses que no me dispensaron su piedad, que me exigieron apurarla para saber de mí y de mis semejantes». Casi toda la introducción de la novela es una queja, un grito de desesperación, un estertor de sofocamiento.
Pero también, esta visión de vencedores y vencidos persiste en los ensayos de Octavio Paz, quien nos habla de un país nacido de un encontronazo violento entre dos culturas, una de ellas, la española: dogmática, autoritaria, anti intelectual, con absurdos ideales de nobleza, de pureza racial. La otra, con una cosmovisión sangrienta, con una idea un tanto paranoica de ciclos, de dioses violentos sedientos de sangre. El mexicano es el primer mestizo, el hijo malparido, el hijo bastardo de una madre violada, el hijo de la chingada pues, que vive en un mundo piramidal, con poca o nula movilidad social, es en ese mundo donde el poeta dice, de manera pesimista que «sólo el cacique gordo de Zempoala es inmortal». De norte a sur y de frontera a frontera mexicana se cuecen habas autoritarias: los buchones, los capos de la droga, los nefastos politicastros, los diputados y senadores ambiciosos que trafican con influencias, y hacía arriba, hasta la Presidencia Imperial.
Ese sometimiento al caudillaje del hombre poderoso también tiene su expresión en obras de Ibargüengoitia como Los relámpagos de agosto (1965) y Los pasos de López (1982), obras en donde la política y la historia mexicana devienen en sátiras. El mexicano se sabe controlado por ciertas fuerzas, le entrega su confianza al cacique o líder sindical que acapara el voto popular para ofrecerlo al poder superior centralizado, algún pesado de la polaca nacional, al diputado, al presidente municipal, gobernador, emperador, tlatoani. Volviendo a Ibargüengoitia, en una de sus frases afirma: «El mexicano nace, crece y se desarrolla en un ambiente de desconfianza hacia la política». Lo ilustra el hecho de que la función pública se ve como detestable, y al político en general, como ladrón. Pero también, lo demuestra nuestra apatía en cuestiones de participación social, o bien, cuando calificamos a quienes se involucran con las ciertas problemáticas sociales como mitoteros, izquierdosos y chairos. Nuestra mexicanidad es nuestra orfandad y nuestro mayor defecto.
Mi generación se llama X, es la generación de la crisis. ¿Cuál crisis? ¿Cuándo? Cuando no, se podría decir. Y esto me recuerda un episodio de la política nacional (tan compleja, tan enriquecida de anécdotas, de vivencias). Verán, cierto día, Carmen Aristegui le hizo una entrevista a Miguel de la Madrid Hurtado quien, en su chochez (de natural aborrecible y al mismo tiempo, tan privilegiada por las exorbitantes pensiones presidenciales) afirmaba que Carlos Salinas había fomentado la corrupción en su familia, así mismo, lo acusaba de tener contacto con el narcotráfico (más tarde habría de retractarse). En una de sus torpes respuestas en esta guerra de declaraciones, Salinas afirmó que De la Madrid había gobernado México «en tiempos complejos», ustedes saben, el asunto tan terrible del temblor del ’85, etc. La declaración me sonó irrisoria. ¿Existen tiempos mexicanos que no tengan su complejidad? ¿Se acuerdan ustedes cuando México era feliz? ¿Se acuerdan cuando no padecíamos alguna de tantas crisis económicas? Yo no. ¿Lo ven?
Nuestra mexicanidad entraña esas dificultades cotidianas que bien supo retratar Ibargüengoitia en sus novelas y ensayos, cuestiones relacionadas con los vicios del lenguaje como nuestra costumbre de hablar en diminutivo, el exotismo de la gastronomía, el absurdo de ciertas situaciones relacionadas con la burocracia (llene estos formatos con letra de molde, tráigame acta de nacimiento y cédula de identidad con siete copias, cinco fotografías tamaño infantil de frente, a blanco negro y en mate…); los usos y los modos de la política con su lenguaje un tanto críptico con expresiones como «cargada», «carro completo», «concertacesión», «componenda», «tapado», «mapaches electorales», «chaqueteros», «chapulines»…son términos que nombran la opacidad, lo turbio de la función pública y sus prácticas fraudulentas, sus modos, que para cualquiera de nosotros, se antojan laberínticos; se retratan ciertas formas sociales como lo enrevesado y ambiguo de la hospitalidad o lo singular de su refranero popular; abunda en sus ensayos la descripción de nuestra compleja relación con la historia del país y con las verdades oficiales de quienes traman los mitos y las ficciones públicas, los vicios de nuestra educación que no nos enseña a pensar y reflexionar, el dramatismo de nuestra relación con nuestras madres y el resto del género femenino… Vivir en este país, para el extranjero, requiere de ciertas instrucciones. Pero también, aceptemos que muchas veces ni siquiera nosotros mismos podemos entendernos.
Hasta este momento, confieso que sido pesimista al hablar de nosotros; un tanto histérico y verboso, tal vez un poco dramático. Guillermo del Toro lo explicaría de la siguiente manera: «Porque soy mexicano». Tal vez es la respuesta a todo, pero, ¿qué hay de lo lúdico y del gozo? La verdad es que me gusta ser mexicano, no sé ustedes pero yo no me cambio por otro. Me gusta saber que, no importa donde me encuentre, siempre tengo un lugar a donde regresar. Entiendo el dolor de Temístocles condenado al ostracismo, fuera de Grecia, el pan en tierras ajenas puede ser muy amargo. Digan que es nacionalismo cursi y barato, se vale. Me gusta apegarme a ciertas costumbres, a ciertos modos. Esa «mala costumbre tan querida» de la que hablaba papá Borges. Hay, en nuestra mexicanidad, cierto orgullo, la noción (falsa e insulsa si se quiere) de estar hechos de otra pasta. Si me preguntaran que cuál es mi súper poder, diría que eso, que soy mexicano. Como mexicano, me conmueven los héroes humildes y estoicos, los veo en todas partes. Volviendo a Ibargüengoitia, este, como mexicano, también se reconocía en aquella sociedad sobre la que reflexionaba, afirma en Sálvese quien pueda: «Creíamos que perdíamos el tiempo y sin embargo, el cine y las idas al ídem son, para los de mi generación, el único nexo, la memoria común, la división de clases, y la fuente de ilustración más poderosa que tuvimos”. Ese conocimiento del imaginario también es eco, como en un espejo, de muchos rasgos de nuestra personalidad.
Muchos, al igual que nuestro autor, crecimos viendo esos dramones maniqueos de Ismael Rodríguez que retransmitía una y otra vez la televisión mexicana. Ahí, en esos dramas, conocimos a Pedro Infante, era como un bloque de granito hecho de cultura del esfuerzo, bonhomía y una gran capacidad para el sufrimiento, lo identificábamos con nosotros, porque, ustedes y yo sabemos que el mexicano aguanta vara: cruza la frontera hacia Gringolandia como un espartano y se avienta las chambas más culeras e infames, soportando toda clase de vejaciones, en eso, parecería que nadie nos gana. Lo digo porque en la mexicanidad nos vemos en el tamiz del exclusivismo y la subjetividad que considera que ciertas cosas sólo nos pasan a nosotros. Entonces, cuando veíamos a Pedrito bien borrachales, bien madreado por las injusticias de los de arriba, o cantándole al oído a su Chorreada, nosotros pensábamos que resumía las cuatro potencias del alma y las cuatro virtudes teologales o que era como nuestro Jerry Maguire de barrio, nuestro embajador personal del Kwan que resumiría la felicidad, el encuentro del amor, la comunidad y desde luego, el varo. Bueno, el varo no tanto. No nos engañemos: hemos vivido con la idea cristiana (con su invitación al sufrimiento, a la victimización) de que la búsqueda del dinero es una actitud un tanto vulgar y descarriada, así olvidémonos del dinero («es más fácil que un camello entre en el ojo de una aguja…»). El cine, como supo verlo Ibargüengoitia, supo imbuirnos de una idea de justicia en donde se avizora una esperanza posible. Sí, nos jodieron bien bonito, nos mandaron al limbo del paisito kafkiano donde insisten en que no nos conectemos con nuestra realidad mexicana donde está toda la acción, para aturdirnos con sus mensajes falsos, con sus mitologías pusilánimes. Pero nos quedan las palabras, entonces, pensamos que estas pueden tener una función performativa que salve las distancias entre nosotros, las económicas, las sociales; o bien para poder ofender a quienes nos chingaron. Debe haber una idea de justicia, aunque a veces, no podamos avizorarla. Nuestro autor lo resume así: «En el cine aprendí que era fácil abrir cajas fuertes, pero también, que el que la hace la paga». Hay que mantener la esperanza, después de todo, todavía no nos roban el mezcal de pechuga y los tacos al pastor. Quisiera sellar nuestra promesa de optimismo hacia el mejor de los mundos posibles con una frase más de este Ibargüengoitia nuestro de cada día: «Otra imagen vana que me gusta conjurar, es el señor presidente, por la mañana, antes de probar el jugo de naranja, preguntando: “Qué dijo hoy Ibargüengoitia?”».