Por Graciela Speranza
La duración y la repetición desmedidas sin recursos habituales en la performance, desde las ordalías de Tehching Hsieh a las de Marina Abramović, y antes incluso en la música, desde las ochocientas cuarenta interpretaciones consecutivas de Vexations de Erik Satie, al break beat del rap o la docena de bises de Niggas in Paris de Jay y Kanye West. Pero la performance, arte del tiempo por excelencia, sólo vive en el presente, en el «aquí y ahora» de un lapso que media entre un comienzo y un final: A Lot of Sorrow sucedió en el VW Dome del PS1 el 5 de mayo de 2013 ente las 12:11:50:00 y las 18:17:28:12. Ragnar Kjartansson, sin embargo, encontró una forma de prolongar la experiencia y prodigarla durante seis horas en loop a los espectadores desprevenidos de una galería de Bushwick, último reducto bohemio de Brooklyn.
A nuestro espectador, que llega a la galería encandilado por el sol de las desolladas calles de Bushwick, medio perdido entre galpones decrépitos cubiertos de grafitis, le lleva un tiempo acostumbrarse a la oscuridad de la sala, la escasa compañía y la imagen desbordante de la pantalla. La banda, en impecables trajes negros y camisas blancas, está tocando Sorrow. Pero cuando el tema termina, Bryan Devendorf sostiene el redoble de la batería, Bryce Dessner afina un puente con un solo de fuitarra, Matt Berninger toma un sorbo de agua y, con ovaciones del público, Sorrow vuelve a empezar.
No es que nuestro espectador no sepa que tocarán la misma canción una y otra vez durante seis horas, y seguramente llega dispuesto a entregarse al desafío del replay, pero no imagina cuánto tiempo resistirá sin que la fórmula conceptual pierda su gracia, la cosa lo aburra y empiece añorar el sol de la tarde. Al principio le interesan los detalles que en los conciertos se le escapan: la mano del guitarrista en el puente de la guitarra, los gestos precisos del baterista, la repentina aparición del trombón o la pandereta, los movimientos discretos del solista que marca el ritmo con una pierna, palmaditas en el muslo o bamboleos del micrófono. Pero enseguida se descubre atendiendo a pormenores más banales que cobran protagonismo en los primeros planos: el marco de los lentes de Berninger, los botones blancos con bordes negros de la camisa, el parecido de los hermanos Dessner, las diferencias entre los Devendorf, los cortes de pelo, los modelos de guitarras.
Después de dos o tres bises empieza a atender a las diferencias entre las versiones, más o menos fieles al original, y a la variedad de puentes improvisados entre los bises. No es nada fácil; tiene que concentrarse, aguzar la memoria y la imaginación. Recién en el cuarto o el quinto presta atención a la letra, que no brilla demasiado pero empieza a resultarle familiar, como si la conociera desde siempre, y sólo en el sexto o el séptimo se detiene en un par de metáforas que ahí mismo se despliegan en imágenes. «Sorrow’s my body on the waves / Sorrow’s a girl inside my cake / I live in a city sorrow built».
Piensa en la letra y la música, bucea sin proponérselo en su archivo mental. Piensa en Leonard Cohen, en Wilco, en Radiohead, en Nico Muhly, en Steve Reich. Pero piensa también en el dúo hipnótico de trombón y trompeta que esa misma tarde tocaba Hello, Dolly! en la estación Broadway-Lafayette, en la gracia inflamada de los músicos que arrancaba sonrisas y contoneos a los aletargados pasajeros del subte. ¿Cuántas veces, tambien ellos, repetirían «Hello, Dolly!»? Y piensa en los cuatro o cinco latinos contando latas vacías de gaseosas que acaba de ver en un galpón de Bushwick al que entró intrigado por el cartel SURE WE CAN. Cinco centavos de dólar por lata, le dijo la monja española que organizaba el conteo. Sure we can, pero ¿cuántas horas tendrían que juntar y contar latas los latinos para arrancarle a la Coca-Cola un dólar, cinco, diez, cien?
El baterista toma ahora un descanso, lo que lo lleva a pensar que la voz de Berninger suena mucho más dolida acompañada por el bajo. Y le recuerda, por contraste, esa pieza sonora de Adrián Villar Rojas, Canción súpertriste, cinco minutos de temas desgarradores de Beck, Garbage y Radiohead mezclados en una nube confusa de voces superpuestas, que escampa con el ruego final de True Love Waits: «Just don’t leave». El remix concentrado de sufrimiento romántico le parece el doble perfecto de A lot of Sorrow. El arte, piensa, puede extrañar la forma exhausta de la canción por concentración o expansión. Pero llega el momento en que piensa que no piensa nada. Escucha por enésima vez Sorrow y le parece que se eleva un poco en el asiento, algo que le costaría descrbir. Porque aunque lo que sucede en la sala debe desplegarse en el tiempo para suceder, en algún momento es como un clic. Ha perdido la cuenta de los bises y, en el río informe del tema que ahora se repite como un mantra, ya no sabe cuándo empieza o termina la canción.
Lleva ahí más de una hora y media según su reloj, aunque le parece menos, nada comparado con las mças de cuatro que según sus cálculos la banda lleva tocando en el PS1, que empiezan a acusarse en el tempo más lento de los músicos, las cabelleras apelmazadas de sudor, los trajes un poco desencajados, las manos agarrotadas del baterista, que hace flexiones de dedos aprovechando un solo del bajo. Con los signos del cansancio, reluce el diálogo mudo entre los músicos, los guiños, el lenguaje compartido de la banda con sus acoples y sus relevos, sus sintonías y sus duelos. Y aflora el temperamento de los músicos, la tensión de Dessner en los solos, la calma inquebrantable de Berninger, la introversión del baterista, el único sin el traje de rigor.
Hay sonrisas y gestos cómplices a pesar de la fatiga: una alegría insólita que aleja la prueba de resistencua de las gestas de [Su-Wei] Hsieh, y una aceptación compartida del absurdo que los pone a salvo de la épica de Chris Burden o el narcicismo grave de Abramović. Ningún histrionismo ni melodrama; apenas entrega y templanza. Otro modelo de comunidad. Puede que a esta altura, cuando lleva allí casi dos horas, nuestro espectador esté empezando a aburrirse, aunque tal vez no. Piensa ahora en los tres tomos de Karl Ove Knausgård que lee desde hace meses, en las mil quinientas páginas de minucias sobre una vida que lo han subyugado como un prodigio raro de la ficción, y en la observación aguda de James Woods: hay algo incesantemente absorbente en las novelas del noruego que hace que uno siga leyendo interesado incluso cuando se aburre. Está empezando a entender, en cualquier caso, eso que le costaba explicar: que el aburrimiento puede ser una distensión próspera, la cara externa de la deriva mental, un sentimiento vago de posibilidad. El pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. El aburrimiento y no la absorción, lo ha leído en alguna parte pero sólo ahora encuentra un correlato visual, es el verdadero opuesto de la distracción.
Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo, Anagrama, 2017, 137-141.