Por Noé Vázquez
Desde hace algún tiempo se ha vuelto tradición que cada año, en vísperas del anuncio del nuevo Premio Nobel de Literatura, se hagan comentarios del tipo: de seguro se lo darán a un poeta africano desconocido y de nombre impronunciable; o bien, cabe la posibilidad de que le sea otorgado a un vetusto escritor de Europa del Este que fue prisionero de los rusos durante la Primavera de Praga; los más politizados pensarán en el posible sesgo ideológico del premio, demasiado izquierdoso para algunos, demasiado neutral para otros; la mayoría va a recalcar el hermetismo de aquellos que otorgan este prestigioso galardón. No faltarán los pesimistas y nostálgicos hablando del premio o Isaac Bashevis Singer o a Aleksandr Solzhenitsyn, todo depende de los gustos. Un grupo de desencantados nombrará a los ausentes que nunca lo recibieron, una suerte de resentimiento comunitario en las redes sociales; otros harán el top de escritores que, pese a que nos encantan a todos, nunca lo recibirán (léase Philip Roth y compañía). Se advierte que los académicos parecen recordar sus errores, casi no lo entregan a escritores principiantes (como en aquel caso desastroso y decepcionante de Pearl S. Buck, esa escritora casi olvidada, autora de Viento del este, viento del Oeste, su novela más conocida). Esas decisiones siempre son misteriosas y bastante controversiales y también conducen a discusiones bastante ociosas.
Los premios literarios tienen, no solo la virtud de reconocer la excelencia y la importancia de cierto escritor, sino que también, desatan el movimiento de nuestra memoria y señalan las obras olvidadas que anticipaban la gloria del autor laureado. El Premio Nobel de Literatura concedido a Kazuo Ishiguro me hizo recordar algo de lo que había leído de él, de lo cual, lo más entrañable sin duda es Nunca me abandones (2005), de la que con frecuencia evoco esa parte en donde Kathy H., quien narra la historia (casi todos los personajes ishigurianos se recuerdan a sí mismos, hacen la narrativa de su memoria, diálogos y descripciones incluidas), se ve como una niña arrullando una muñeca mientas es observada con preocupación por miss Emily, la directora del internado de Hailsham. La escena tiene la función de ser una especie de núcleo de la trama y refiere una serie de especulaciones acerca de lo que Kathy H. considera que la directora piensa de ella, busca adivinar el curso de sus pensamientos no expresados. Se trata de una confusión y un autoengaño en el que caen muchos de los personajes del autor. Luego, muchos años después, la confusión queda aclarada. Será un discurso del tipo: «Yo consideré que tú creías que yo pensaba…» Ishiguro parece decirnos que nuestra relación con los demás está basada en ciertas confusiones, en una serie de suposiciones y malos entendidos con respecto a lo que creemos que los demás piensan de nosotros, todo esto, confrontado con lo que en realidad es y que, al combinarlo dentro de nuestra memoria, nos dará un panorama completo de nuestra persona.
Se habla de Ishiguro como un poeta de la memoria, dicen que hay algo de Kafka en él, se descubre en sus relatos un sustrato misterioso, se insiste en sus orígenes orientales como la fuente de su sensibilidad personal. La evocación constante busca la conquista íntima de un reino perdido y al mismo tiempo, inmediato. Pero, ¿qué literatura no es memoria? Es innegable que ésta es rescate y vindicación, afán de recuperación, aunque esta restitución es, en Ishiguro, íntima y en la primera persona del personaje que narra, y también, mucho más silenciosa. Esto nos lleva a los modos o formas de presentar un relato, es decir, el estilo, que no es otra cosa que unidad de expresión, una especie de consistencia en el discurso o forma de presentar, en este caso, un hecho literario.
En Ishiguro hay cierta divergencia en las temáticas: distopía con elementos de sci-fi con sesgos románticos y sentimentales (Nunca me abandones), novela detectivesca en la que se conducirá a un personaje a los laberintos de una ciudad como Shanghái (Cuando fuimos huérfanos, 2006), relato de aventuras que combina la mitología medieval de Inglaterra con un viaje iniciático (El gigante enterrado, 2016), reflexiones sobre el choque de culturas en el Japón de la postguerra, memoria del terrible trauma de la bomba atómica (Pálida luz en las colinas, 1982), evocación personal que incluye la reflexión acerca los errores del pasado (como en Un artista del mundo flotante, 1998; y Los restos del día, 2006); en esta variedad de escenarios, es posible distinguir un estilo inalterable, éste será entonces, aquella «cosa» personalísima, singular y unitaria formada por ciertas señas y repeticiones, marcas de clase, que nos indicarán la identidad de un escritor. Esos modos se conjugan también dentro de una limitación, lo forman una serie de demarcaciones que consideramos nuestro espacio y en el cual, respiramos, en algunos es una zona de confort de la que no se apartan.
En el estilo del relato ishiguriano hay una suerte de elocuencia discreta y a veces callada, en esos diálogos y evocaciones hay cierta delicadeza y suavidad en el tono, una respiración tranquila entre los espacios alterados por los actos, un ritmo pausado. Se parece a esos dibujos minimalistas japoneses de pintores decimonónicos, en donde todo es fluidez y disposición, así como sencillez en el tono. Ese modo es austero y directo, pero no es parco o cortante; es natural y orgánico, nunca excesivo o agotador, no se concibe en su obra el delirio o la exaltación, mucho menos los excesos totalizadores, se intuye que no es necesario. Lo de Ishiguro parece salir de las conversaciones que escuchamos a diario, pero que también, esconden cierta poesía inesperada, insospechada.
Sus frases, aún en su traducción al castellano, no dejan de señalar la cadencia y el ritmo en el que fueron pensadas. Esto se advierte en novelas como Pálida luz en las colinas, en donde el contexto de la obra, combinado con nuestra formación lectora nos permite adivinar un poco la sonoridad de una lengua como la japonesa. Este equilibrio y naturalidad se parece al ruido que hace el afluente tranquilo y cristalino de algún remanso que cruce por algún jardín zen. Pero también, esa aparente tranquilidad de sus diálogos y descripciones, esas frases simples que parecen dichas de manera coloquial en una conversación entre mujeres que lavan ropa en algún regato, parecen tener un trasfondo que insinúa segundas intenciones.
Se entiende que nunca debe haber nada inocente cuando se habla de narrar, por eso hay algo dentro del relato ishiguriano que siempre nos invita a estar atentos a cualquier detalle, por más insignificante que sea: esas contenciones de algunos personajes que parecen reprimirse para no desatar un exceso de lirismo (como en el caso del mayordomo Stevens en Lo que queda del día); esas frases como dichas en código, que parecen esconder tanto, forman un tranquilo rumor en donde se dan cita las culpas históricas y personales, nuestra forma de lidiar con el pasado, la conflictivas relaciones con nuestra memoria, la comprensión misteriosa y mitológica con la que a veces poblamos la realidad que nos rodea. De todo ello se asoma la excelencia, profundidad y naturalidad de su prosa. De ahí que se nos haga fácil comprender las razones por las cuales le fue otorgado el Premio Nobel y en esta explosión mediática luego del anuncio del premio, tampoco falten los optimistas que mencionen que por fin, un Nobel a un autor que hemos leído, tan actual y presente en nosotros, casi como un artista pop que no desdeña participar como guionista en películas o series de televisión. Algo nos dice que hay criterios distintos para este tipo de premiaciones.