La escritura como resistencia. Examen de conciencia de un literato, de Renato Serra

Por Adrián Soto Briseño

Pocos hombres habrán podido vislumbrar su propia muerte con tanta certeza como Renato Serra, y pocos también habrán sido capaces de encontrar una cierta estabilidad, consuelo y alivio ante acontecimientos tan terribles y contundentes como la guerra y la certidumbre de la propia aniquilación.

Los tres ensayos compilados en Examen de conciencia de un literato que nos ofrece la editorial Ai Trani –los cuales comprenden de 1912, año en que se publicó “Salida para Libia de un grupo de soldados”, hasta “Examen de conciencia de un literato” y “Diario de trinchera” que fueron redactados en 1915, a escasos días de que Serra cayera en el campo de batalla– dan cuenta de la evolución intelectual y emocional frente a la terrible seguridad de una muerte violenta y sin sentido.

Se trata de textos breves que unen una descripción profunda y pormenorizada a reflexiones de carácter propiamente ensayístico, desarrollando una dialéctica que le permitió a Serra extraer, de la desesperación ante los irremediables acontecimientos de la Primera Guerra Mundial, ese espíritu que se revela en las cosas del mundo más allá de toda acción humana. El libro no consta pues exclusivamente de un examen de conciencia, sino de la reafirmación de la existencia en las antesalas de la muerte.

A través de sus ensayos, Renato Serra demostró que sabía obtener valor de las desventajas; su carácter un tanto dandy y despreocupado –tal como afirma Massimo Rizzante en el epílogo que acompaña a esta edición– le permitía articular un discurso en distintos niveles con una facilidad poco antes vista en la literatura.

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En el primer ensayo que esta colección nos presenta, “Salida para Libia de un grupo de soldados”, el ritmo de la narración fluye en una yuxtaposición de hechos, objetos y personas; todo se mueve en unidades compactas que avanzan y retroceden, conformando una imagen en desplazamiento continuo, la cual conlleva a la vez el discurrir de un pensamiento estético, asentado dolorosamente sobre una duda existencial: ¿cómo narrar el caos, aquello que desborda, pero que desde su origen –en la Ilíada, en el Ramayana, en el Popol Vuh– todo relato desea contener?: “Podría decir que se trata de la corriente habitual, oscura y caliente y ciega, que desde que el mundo es mundo suele arrastrar a un hombre detrás del otro; curiosidad sin objeto y simpatía sin razón, fuerza eterna y bestial de la masa” (13); y más adelante Serra refiere que “la realidad tiene su fuerza […] vence los movimientos particulares. Y aquí la realidad es el concurso de muchos, de todos, cada uno con su curiosidad y su egoísmo, que se funde en un sentimiento de simpatía y ansia comunes. […] Lo que la boca frívola no sabe decir es recogido por el hondo instinto humano” (14).

De esta forma la guerra abre el espacio de lo inconmensurable e inasible, por lo cual todo intento de control se asentará sobre una ficción, sobre una ceguera voluntaria que niega y desplaza los hechos, e intenta acercarse a la realidad a través de un proceso de sustitución. El estratega entonces parte de la premisa de que para darle sentido al mundo hay que suplantarlo con los límites de nuestra razón; lo que obtenemos mediante este procedimiento es el anverso de nuestra mente que, incapaz de procesar el mundo de lo fáctico, pasa a reconstituirlo en una virtualidad sobre un plano negativo: “hasta el oficial de Estado Mayor que reducirá todo a relaciones geométricas de puntos y de cuadritos sobre el mapa topográfico, con un irónico desprecio por todas las bestialidades tácticas de los coroneles y de los mayores (a lo largo del día los vio afanarse y mandar órdenes a diestro y siniestro, a la gente cuya ubicación no conocía bien y que, por lo demás, iba por su cuenta)” (20). En la guerra nadie sabe, nadie puede calcular verdaderamente quién es, ni de qué forma operan sus actos sobre la realidad.

Consecuencia de esta sustitución, todo registro de los acontecimientos se transformará en una realidad independiente de los sucesos, incapaz de alcanzarlos o de acceder a ellos, y con este giro toda historiografía se revela inoperante en la imposibilidad de acceder al fluir del tiempo: “Hay gente que se imagina de buena fe que un documento pueda ser una expresión de la realidad; un espejo; un escorzo más o menos rico, fiel a algo que existe fuera. Como si un documento pudiera expresar algo diferente de sí mismo. Su verdad no es sino su existencia. Un documento es un hecho. La batalla otro hecho (una infinidad de otros hechos). Los dos no pueden hacer uno. Entre los dos no puede existir una relación de identidad, de adecuación” (20).

Renato Serra comprendía que la pregunta estética sobre el caos de una masa que se moviliza hacia la batalla implica una posición existencial ante la misma, una forma de resistencia intelectual asentada sobre el sentimiento de lo permanente; por tanto, se abocó con pasión a construir una compleja dialéctica que avanza negando las afirmaciones precedentes, que se concreta y vuelve a fluir con la masa a la que sigue la mirada del ensayista.

De ahí que, sobre aquel fragor imposible de los jóvenes soldados que marchan a la guerra, irrumpa un elemento que siempre había estado ahí, latente tras el ruido la narración rompe el ritmo abismal de la masa y reafirma el complejo panorama de la individualidad de aquellos soldados, restituyéndoles sus motivaciones, deseos y aspiraciones, asentándose en la imposibilidad de salir de sí y unirse a una causa común, pues ¿qué causa común puede existir en el fragor de una batalla, en ese caos que domina al ser humano, arrancándolo de sí mismo?: «Veo a los hombres, uno al lado del otro; mundos ignotos, y que se ignoran, veo a los soldados que harán la guerra; cada uno la suya; cada uno con su propia dialéctica de miedo y de valor, de cansancio y de hambre, de instinto y de inteligencia; cada uno con ojos, con episodios, con ideales, con resultados que no se pueden confundir, que no se pueden sumar a los de los demás” (19).

Philippe Olé-Laprune y Fabrizio Cossalter en la presentación de Examen de conciencia de un literato, en la Casa Refugio Citlaltépetl. (Foto: Daniel González-Moreno)

Para comprender Examen de conciencia de un literato es necesario asumir que existe cierta continuidad inherente y complementaria en las reflexiones de los tres escritos. En el ensayo que da nombre a la colección, Serra extrae de su interior los pensamientos lívidos que ha guardado dentro de sí por demasiado tiempo y los expone ante nosotros, e intenta comprenderlos en el fluir de su propia conciencia, liberándose uno a uno de los pretextos que lo aprisionaban. Es sobre todo la angustia ante la muerte y la injusticia la idea obsesiva que conduce el discurrir de sus pensamientos; ambas condiciones se materializan de forma más descarnada en la guerra; Serra era consciente de que “El mundo está lleno de situaciones sin reparación” (41); ante ellas nos aferramos a la posibilidad de que nuestras acciones ejerzan un cambio en el devenir de la realidad: “Creamos, por un momento, que los oprimidos serán vengados y los opresores serán destronados; el resultado final será toda la justicia y todo el bienestar posible en la faz de la tierra. Pero no hay bien que pague la lágrima versada en vano, el lamento del herido que se quedó solo, el dolor del atormentado del que no se ha tenido noticia, la sangre y la tortura humana que no sirvieron para nada” (40).

El camino de la acción y de la fraternidad de los hombres ha quedado bloqueado desde el inicio, y Renato Serra vuelca toda esta desesperación en la contemplación pánica y definitiva de la naturaleza, a través de la certeza de que, a pesar de todos los desastres humanos, más allá de la violencia y de la injusticia, de la muerte y de la desesperación, el universo prosigue su curso irrefrenable, que la naturaleza nunca se detendrá ante la inmundicia que la humanidad va dejando tras de sí; y es en este plano moral, en la inmutabilidad de la naturaleza que penetra en el hombre a través de la raza, que Serra descubre cierta seguridad en el egoísmo tenaz e imperturbable del campesino, símbolo de aquella corriente subterránea que sobrepasa a la historia y que conlleva las raíces de una supervivencia ancestral: “Esa casi animalidad sorda e irreductible, que hoy nos exaspera y entristece nuestras conciencias agitadas, tal vez represente una de las fuerzas sustanciales, la realidad de la raza; que existe y resiste, crece, se expande, se multiplica con un impulso instintivo, oscuro y todavía disperso, más profundo y tenaz, capaz de reencontrarse y de afirmarse más allá de nuestra vida, que es breve y transitoria” (39). Ante la totalidad irreductible de la raza, todos los momentos terribles de la guerra no son sino nubes momentáneas que cubren una realidad brillante e imperturbable: un nuevo vacío se extiende entre los hombres –un vacío que los redime–, por el cual el mismo Serra afirmó: “También yo estoy vacío y nuevo” (44); y ese vacío que siente bullir en su interior se manifiesta a través de la certeza de la inutilidad de todo acto humano, de toda injusticia y de toda desgracia.

A mi parecer el episodio más hermoso contenido en este conjunto de escritos acontece en el “Diario de trinchera”. La guerra se ha transformado en una experiencia, ya no es el territorio en el que discurre una reflexión, sino el espacio que el escritor habita: “Cómo se ve y se siente diferente la guerra, estando en medio de ella. Se hace. Pero ya es como la vida. Es todo, ya no es una pasión, ni una esperanza” (57). Un par de semanas antes de su muerte, Serra nos sitúa en plena campaña bélica, escribe desde el campamento o desde la trinchera, aprovecha cada momento, cada resquicio de su vida, como si intuyera la necesidad de escribir, como si intuyera su muerte próxima; y en el fragor de la batalla contempla dos árboles bellísimos que parecen prometerle ya otro mundo, que lo arrebatan con ese erguirse imperturbable, más allá de todo dolor humano: “Dos robles que he mirado desde abajo al mediodía, entre la espesura de las zarzas, agazapado – Dos robles se recortaban en el cielo: qué follaje duro, oscuro, fresco: qué calma y qué silencio: el oscuro color plateado sobre el azul brillante, profundo y nítido, sin fin […] Anochece – Granadas que pasan – Antes los aeroplanos: uno de nosotros alcanzado o amenazado” (67).

Fue así como Renato Serra consiguió liberarse del camino que lo ataba a su propia huella, y reafirmó –para nosotros– ante el horizonte más terrible, la posibilidad de la vida; pues existe una profunda convicción en estos ensayos: que escribir es resistir contra la violencia y el nihilismo; cierto es que la escritura se encuentra en una compleja dialéctica con dichos elementos; escribir es optar por la posibilidad de que aún se puede reflexionar, aún se puede narrar, aún es posible vivir. Si suprimimos la escritura en nuestras vidas lo suprimimos todo.

Serra, Renato, Examen de conciencia de un literato. México D.F., Ai Trani, 2015. 80 pp. (Notas sin texto I).

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