Por Alberto Pineda Saldaña
Hay algo inquietante en el Joker y en algunas de sus representaciones gráficas o fílmicas, sobre todo la interpretación a cargo de Heath Ledger: es alguien sin fines, planes ni propósitos; no planea, no espera nada, simplemente se entrega al juego caótico en el fluir de las cosas. Y al final, simplemente ríe. Lo desconcertante del némesis de Batman es que desconoce cualquier tipo de teleología: para él no hay propósito alguno, ningún rumbo. Por eso es capaz de quemar millones de dólares una vez que los obtiene: no le importa, es la máxima expresión de indiferencia y desapego. Es el revés siniestro del budismo.
Es un vistazo a una potencia in-humana, porque lo humano se mueve en el reino de los fines: todo tiene un propósito, una finalidad. En cambio, la naturaleza, la materia, el cosmos en su conjunto, todo fluye sin finalidad. Un hombre que vive sin propósitos es la siniestra imagen de ese fondo primigenio que sustenta nuestra vida.
Ese cosmos que fluye es capaz (aunque la capacidad es una metáfora en este contexto) de crear y destruir estrellas, de extinguir diversas formas de vida con un golpe fortuito, de hacer que nazcan individuos enfermos, en la miseria, de desatar guerra y muerte. Parecería una profunda crueldad, pero no hay calificativo moral posible para ese ciego discurrir de la materia. El antiguo Heráclito supo avistar este abismo fundamental, se sirvió de una alegoría para expresarlo: la inocencia de un niño que juega a los dados. En ese fondo siniestro sólo hay juego, y su risa consecuente.
Nietzsche, un tardío discípulo de Heráclito, solía destacar la figura del niño y del juego, como estadio de máxima salud, de máxima fortaleza y jovialidad del espíritu. Para Nietzsche, ese fondo abismal y primigeneo, el Caos inicial de la Teogonía, sólo podría ser expresado y soportado a través de metáforas, simbolizaciones y máscaras. Y sólo cuando se es lo suficientemente fuerte uno es capaz de reír, en lugar de sucumbir, al mirar el abismo.
No es gratuito que en la mitología griega (en esa cultura que para Nietzsche es la única que pudo ver y soportar el abismo), había tres deidades que continuamente eran representadas, y sólo ellas, con máscaras: Artemisa, Dioniso y Gorgo. Los tres expresan instancias radicalmente heterónomas para el hombre, a diferencia de otros dioses que aún permanecen bastante humanos. Artemisa es señora de los límites con la animalidad y lo orgánico, esa vida asesina, salvaje, que crece y se afirma sin propósito; Dioniso preside la disolución del yo, una orgiástica excursión al abismo; Gorgo muestra el terror más insoportable, una potencia de muerte. El precio de mirar sin protección a estos abismos, como prudentemente hizo Perseo, escudado en el reflejo, es la muerte, la petrificación que nos regresa al reino mineral, material y mundo del cual provenimos.
Se cuenta que la diosa Atenea inventó la flauta para imitar el agudo y siniestro canto de la Gorgona (por cierto que para Nietzsche sólo la música era capaz de expresar el fondo dionisiaco), pero cuando tocó el instrumento, su divino rostro se debía deformar para soplar con la fuerza que necesitaba la flauta. Al ver su expresión alterada en el reflejo del agua, Atenea arrojó la flauta lejos de sí. No se puede ver el abismo sin convertirse, en cierta medida, en algo monstruoso; algo de eso se expresa en el caso del Joker actual.
¿Y qué tiene que ver la risa con todo esto? Para Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica de la Ilustración, la risa es una de esas pocas cosas que ha sobrevivido al control y proceso civilizatorio. La risa irrumpe de manera estrepitosa, impredecible, incalculable, como el rayo, el arcoíris, el terremoto, en suma, como todas esas potencias in-humanas, eternamente rebeldes e incluso hostiles al control humano. Horkheimer y Adorno describen la Ilustración, y con ella la civilización entera, como un intento milenario por domeñar las potencias naturales, extra-humanas; es una empresa histórica de control. Pero la risa es lo que dentro del hombre (como la sexualidad, aunque ésta ha sido más normalizada como mostró Foucault) permanece incontrolable; la risa es el eco lejano y rezagado de aquel abismo inhumano del sinsentido. Pero la risa es también, siguiendo con Nietzsche, la muestra de una fortaleza, de que por fin somos capaces de soportar la nada sin refugiarnos en dioses ni trasmundos.
Así, del modo en que el Génesis relata cómo el espíritu de Dios flotaba sobre el mar antes de crearlo todo, es posible imaginar cómo, después de la muerte de Dios y después de haber sobrevivido a la nada, quede solamente una risa, una tórrida carcajada que resuene en el universo entero.