Por Franco Félix
He descubierto que la felicidad no es tan mala después de todo. Es fácil odiarla cuando el mundo está repleto de imbéciles que simulan ser felices constantemente en Instagram o en Facebook. Pero este hallazgo es claro y transparente. Soy feliz. Lo sé, porque, después de un intenso año académico, estoy de vacaciones. Tengo tanto tiempo libre que he pasado frente al televisor una cantidad tan obscena de horas que he aprendido a cambiar el control remoto con los pies. Aunque no todo es diversión y contorsionismo. Parte de este tiempo invertido frente a la pantalla fluorescente está destinado a la investigación publicitaria porque, recientemente, un amigo con corte de cabello exótico me habló de un comercial de la cerveza Modelo Especial que, según me explicó, trata sobre la banalización del concepto de la especialidad. Según me dice mi amigo con corte de cabello exótico, el término especial se ha desprestigiado tanto con el uso exacerbado que suele ser bastante difícil reconocer las cosas verdaderamente especiales en este mundo de [sic] pacotilla. Esto, porque existe una filosofía del tipo idiota, cito a mi amigo con corte de cabello exótico, que trata a todas las personas y las cosas como personas y cosas especiales. Aunque, me advirtió mi amigo con corte de cabello exótico (y con tonos especiales, desde mi perspectiva, si me lo preguntan), es una contradicción escandalosa, porque la misma cerveza se trata a sí misma de ser especial, provocando un peligroso impasse que puede explotarle en la cara al consumidor. Le expliqué que era un juego de palabras que incluía la particularidad del término metonímico y el tiempo que llevaba la cerveza en el mercado, pero entonces, mi amigo con corte de cabello exótico perdió el interés, porque cuando hablo de metonimia todo mundo pierde interés, y se marchó súbitamente, el sinvergüenza no respetó mi turno de interlocutor. Le vi marcharse con su corte de cabello exótico y me dije que ese tipo sí era especial. Y fui a casa a buscar el méndigo comercial. Pasé bastante tiempo viendo estupideces antes de encontrarlo. Y por fin pude comprobar lo que decía mi amigo con el corte de cabello exótico, poco antes de percatarme también que tenía más de seis horas viendo “La semana del Caballo” en Animal Planet. Canal que no comprendo del todo porque parece jugar en contra de los animales, ya que uno se da cuenta, con su programación alocada, que éstos, es decir, los animales, pueden llegar a ser tan cretinos como el ser humano. Como sea, en todo caso, estaba ahí sentado en el sillón, contento por haber hallado el comercial de Modelo Especial y entonces apareció en pantalla un enorme caballo con un gesto de pedantería humana y luego otro y luego otro y luego otro, y todos con el mismo semblante de ampulosidad y me cayeron bastante mal y me dije a mí mismo que los caballos quizá no eran tan especiales después de todo. Me levanté del sillón dispuesto a iniciar una investigación, pensaba diseñar una campaña en contra de los equinos cuando una mujer pegó un alarido desde la cocina. Era la perra de mi madre. Es decir, la perrita que es propiedad de mi madre. Había hecho de las suyas nuevamente. Pensé que se había cagado en el Nacimiento del Niño Jesús debajo del pino navideño, produciendo un nuevo personaje informe y maloliente capaz de venerar, a pesar de su estructura rugosa y repugnante, a la encarnación de Dios en Belén. Pero no. La cosa fue que la perrita, conocida por mí como Polivinilo, conocida por Madre como Negra, conocida por las vecinas como Shadow, se había robado uno de los libros que tengo pendientes de leer y que están apilados en la sala. Polivinilo, conocida también como Negra, conocida también como Shadow, mordisqueaba el volumen con la misma satisfacción bovina con la que las vacas experimentan el placer, al mismo tiempo que miran el infinito y mastican el pasto en la más oscura de las noches campiranas. Al llegar a la escena del crimen, Madre me dijo: “Se va a comer el puto libro”. Y luego le dijo a la perrita que estaba debajo de la mesa mascando el volumen: “¡Negra! ¡Te va a chingar el Franco!” Y luego me dijo a mí: “¡Chíngatela, Franco!” Y entonces me eché bajo la mesa y le arranqué el libro del hocico. Y, ¡Oh Dios de las Casualidades! (Lo cual es contradictorio porque para Dios no existen las casualidades), era ni más ni menos que Cien caballos en el mar de Alfonso López Corral.
La cacería de corceles había empezado.
Me quedé cerca de tres horas ahí echado debajo de la mesa leyendo el libro hasta que lo acabé. Y fue magistral. Lo primero que hice fue buscar en el índice y leí primero el relato que da nombre al libro. Por supuesto, entré confiado en que esos caballos en el mar estarían muertos, por el rencor que había alimentado en mí Animal Planet y entonces me encontré con una historia verdaderamente extraña y, si me lo permite mi amigo del corte de cabello exótico, verdaderamente especial, si uno piensa en el universo narrativo de la región sonorense. Veamos, a continuación, tres puntos que lo comprueban. Trataremos de hablar de esta historia sin spoilers, como explica el slogan de la editorial Paraíso Perdido.
1.- El tratamiento del tema de la violencia es satelital al tema de la violencia. Qué quiero decir con esto. Que mientras el grueso de los escritores que adoptan la tarea de retratar la realidad sufren los efectos de la fuerza gravitatoria del realismo y describen los atropellos y la ferocidad de nuestro tiempo (imaginemos, por ejemplo, novelas o cuentos que tienen protagonistas que ven la violencia de frente y experimentan el horror en carne propia), Alfonso opta por no dibujar el epicentro de la agresiones que construyen el marco de la violencia, sino los contornos definidos por emociones más puras y más privadas que tienen que ver con la psicologización de sus personajes. Vayamos a eso. En el texto «La carretera del sur de Sonora» observamos a dos personajes a punto de cruzar la caseta de revisión federal. Los tipos van en su carro destartalado y parece que llevan algo de contrabando. Su nerviosismo contagia al lector y lo vuelve cómplice y poseedor de un macguffin (es decir, este elemento de suspenso que desata la trama y que jamás es revelado, como el cofrecito que expulsa luz cuando es abierto en Pulp Fiction) que seguramente los condenará a varios años en la cárcel. La tensión crece y crece y aparece un tercer personaje, un tipo malencarado pero guapo, joven y fuerte, al que imagino como a un Maluma de Bacobampo: las cosas, lo intuimos, se van a complicar. Y cuando la olla exprés está a punto de explotar, el giro que da la historia nos desorienta. Vemos, a lo lejos, el detalle de la violencia, cada vez más borroso, conforme los dos personajes, se alejan de la escena categórica. El tercero, el Maluma de Bacobampo, queda atrapado ahí en ese punto narrativo. Esta suerte de estrategia literaria precisa una competencia lectora, porque le deja al sujeto que tiene el libro en las manos una tarea hermenéutica: completar todo aquello que no se cuenta pero que hierve por la inmediatez y la familiaridad folclórica. Me parece importantísimo este ejercicio no sólo porque exprime la cabeza de los lectores con la calistenia interpretativa, sino que además pone en evidencia la pericia de un autor asentado en el norte del país, donde se suelen ocultar los escritores más viscerales de México. Es decir, esta es una literatura que no es gobernada por la tripa.
2.- Justamente sobre esto último me parece importante reflexionar. La escritura sobre la violencia supone un estigma editorial y cultural: es bastante habitual que se piense que todo lo que se escribe en la frontera tiene que ver con narcos y con la violencia directa. Pero Alfonso comprueba que existen autores que buscan definir una identidad propia mediante otros elementos que son, por supuesto, menos taquilleros que el noir o esta cosa de la narco-novela. Y debo decir que estaba asustado al principio, cuando cayó el volumen en mis manos (es decir, antes de que Polivinilo, conocida también como Negra, conocida también como Shadow, mordisqueara mi ejemplar), y por lo cual lo había abandonado en la pila de los libros pendientes. Porque pensaba que me enfrentaría a un libro de relatos desbocados por la violencia explícita. Así que le mando un gran saludo a la payasa de Polivinilo, conocida también como Negra, conocida también como Shadow, que tiene el trabajo de seleccionar mi siguiente lectura gracias a sus mordiscos. Polivinilo-Negra-Shadow, esa pequeña máquina de mierda que escogió el libro de Alfonso como un pajarito de la suerte y que lo depositó frente a mí y me mostró que la escritura del navojoense (o cualquiera que sea el gentilicio de la gente de Navojoa) tiene otras costuras. Es esta literatura periférica la que me gusta. Porque soy lector de escritores que vuelcan su producción en el tratamiento literario sin adoptar los recursos más evidentes. Me parece que la calidad de cualquier texto es menor si el lector alcanza a distinguir la instrumentación literaria, las maniobras retóricas y todo eso que estudian en la escuela de Filosofía y Letras. Alfonso se inscribe en la lista de autores mexicanos que han tocado el tema de la violencia sin pisar terrenos clichés. Puedo mencionar, verbigracia, La fila india, de Antonio Ortuño, que revisa un tipo de violencia muy específica, la institucional en cuanto al tema de los migrantes. No se había hecho esto, o al menos no con la maestría narrativa del tapatío. Esta novela es un baldazo de agua fría que revela la hipocresía con la que nos quejamos del maltrato que nos dan los norteamericanos en su país, cuando en México trastornamos de manera mezquina y atroz a la comunidad migrante proveniente tanto de Centroamérica como de Sudamérica. Otra novela: No tendrás rostro, de David Miklos, que echa un vistazo al futuro distópico y desolado de un México que ha rebasado los límites de la violencia. David tiene una voz potente y clara y hace un retrato maravilloso de lo que podría esperarnos en caso de que las cosas mantengan su trayectoria. Y vaya que, ahora con la Ley de Seguridad Interior, el impacto social podría alcanzar estos tonos apocalípticos si la sociedad reacciona a estas medidas de control dictatorial. En este contexto, esta escritura, de la que participa Alfonso López, no contribuye al imaginario de la narcocultura, sino que renuncia a ella, particularizando el tema, ciñéndolo a las virtudes más íntimas de la naturaleza mental y a la tensión interior. El autor de Cien caballos en el mar no alimenta la narcocultura, sino que la constriñe y hace un pretexto de ella para proyectar ideas más complejas y elaboradas sobre el horror. Esto hace especial su literatura, salvo que mi amigo con el corte de cabello exótico diga lo contrario.
3.- He sostenido en otras conversaciones, y en algunos textos que he escrito, que en Sonora no pasa absolutamente nada. Quiero decir, nada bueno. Porque sabemos que, con la excepción del tipillo molacho que pregunta si “sevaser o no sevaser la carnita asada”, todas las noticias que exportamos desde el estado son miserables y vergonzosas. Los ejemplos sobran y no es necesario enlistar. Y por eso, resulta increíble cuando autores como el de este libro universalicen espacios tan locales con su escritura. Esto es gracias, precisamente, a las costuras literarias de las que hablábamos en el punto anterior. Es delicioso cuando se logra dibujar un espacio sonorense en la literatura, nacional o internacional, y no se menciona el nombre de Robert Bolaño. Esto es una victoria para los sonorenses. Y bueno, en este sentido, me parece que el trabajo de Alfonso es doble o triple, porque, si nadie sabe dónde está Hermosillo (conozco gente que me ha asegurado que esta ciudad se encuentra en Coahuila, quizá atraídos por los diminutivos expandidos, que se pueden reconocer por la cómoda transformación de los sustantivos nedflanderianos como Hermosirijillo o Saltirijillo, aun, en serio, aun cuando les explico que soy originario de la capital), pues entonces mucho menos nadie sabe dónde se encuentra Navojoa. Es más, yo mismo, no sé dónde está Navojoa, siempre me confundo, no sé si está primero Obregón o Navojoa, dependiendo si estoy entrando o saliendo del estado, pero esto no importa si lo observamos desde la perspectiva terraplanense. En una ocasión fui a esta rarísima ciudad y lo único que recuerdo es una pizza flotante, con poca densidad en la masa (es decir, la masa física y la masa de trigo, sí), que me parecía que no estaba masticando, incluso cuando la estaba masticando. Y comía y comía y parecía que sólo entraba aire en mi boca, porque carecen, realmente, de volumen alguno y lo más curioso es que el lugar llamado Carimalis, estaba repleto de gordos monumentales, como si llevaran toda una vida ahí comiendo pizzas infinitamente, porque, digo, para engordar comiendo pizzas sin densidad en la masa, hay que invertir bastante tiempo al famoso fenómeno de la gula. Como sea, Cien caballos en el mar pone un ping sobre Navojoa en el Google Maps literario mexicano (espero que a mi amigo con corte de cabello exótico le parezca apropiada mi analogía). Por ejemplo, el relato que da título al libro, presenta un territorio oscuro y surreal como nunca antes lo había leído en nuestra región. Y es que, si echamos un vistazo a los textos que hablan de los territorios sonorenses, seguramente hablarán de los ridículos atardeceres de colores y los sahuaritos y los coyotitos y las nubecitas, rasgos oníricos de una literatura malparida, con problemas genéticos, del universo rulfiano. La esencia de este cuento es más cercana a las pesadillas que tenían genios como El Bosco, Chirico, Bretón o Giacometti. Ese arco visual se percibe en el texto. Parajes que no tienen que ver con la poesía sino con el horror y la extrañeza. Alfonso impone en estos terrenos de Navojoa a un foráneo para que la impresión se dispare. Así las cosas: un tipo llega a este punto de Sonora buscando ciertos animalitos. ¿Para qué? Ya se verá. Mientras tanto, las pesquisas lo conducen a una mansión donde por fin mi venganza toma forma. Hay un caballo que recibe tratos orales que, dicho sea de paso, me excitaron sobremanera. Estos tragos, debo admitirlo, inyectaron más odio en mi campaña contra los caballos. Se sabe que el autor estudió psicología, así que es posible que la lectura de este cuento sea proporcional a las pruebas Rorschach. En este momento, un pervertido se ha develado en el gozo de la lectura. Ni modo. El relato va aumentando en sus matices pesadillescos y entonces, al mismo tiempo que entra el personaje en ese caserón, el lector mira por la ventana, pervertido e ingenuo, y se topa con una escena tan brutal que termina por cancelar el odio (mi aversión, digamos, por los caballos) y por revivir aquel viejo sentimiento de la compasión. Este episodio es dostoievskiano y lacera profundamente, porque es como estar escuchando el sueño de un paciente histérico de Sigmund Freud, y no queda más que palidecer y ser despojados de todas nuestras fuerzas. Y entonces, vamos con el foráneo, arrastrándonos en el lodo, hasta alcanzar el punto final, para luego bajar el libro y, si se tiene el corazón suficiente, abandonarse al llanto. Eso me ocurrió a mí, debajo de la mesa, mientras la perra llamada Polivinilo, también llamada Negra, también llamada Shadow, trataba con el hocico baboso de arrebatarme el libro de las manos: me di cuenta que no estaba viendo una película de Svankmajer, sino leyendo el libro de un sonorense que implacablemente coloca, sin pretensiones romantizadas como le encanta hacer al grueso de los escritores agropecuarios de Sonora, a Navojoa en el centro del espanto y de la escritura nacional. Alfonso López se convierte, junto a Iván Ballesteros y Claudia Reina, en uno de mis autores preferidos de la Monarquía Literaria de Sonora.
Queda como punto central, el comentario generalizado, que puede resumirse en que leer Cien caballos en el mar es muy parecido a sumergirse en un ecosistema enrarecido no por los elementos del espacio, porque todos sabemos cómo es Sonora y cómo es su vegetación y su fauna, sino por los ojos clínicos y sofisticados y enfermos del autor que construyen una pieza literaria que confundirá por su buen trazo y costura. Lean el libro, es especial, mi amigo con corte de cabello exótico y yo lo aprobamos.