Para Billy
La vida hay que vivirla hacia delante, pero sólo se puede comprender hacia atrás. Kierkegaard
Cuando, durante la guerra, siendo aún un niño, me mandaron a un internado, me invadió una sensación de confinamiento e impotencia, y lo que más deseaba era movimiento y poder, libertad de movimiento y poderes sobrehumanos. Disfrutaba de ambas cosas, al menos durante un rato, cuando soñaba que volaba, y, de una manera distinta, cuando iba a montar a caballo por el pueblo que había cerca de la escuela. Adoraba el poder y la agilidad de mi montura, y todavía puedo evocar sus movimientos desenvueltos y ufanos, su calor y el dulce olor a heno.
Pero, sobre todo, me encantaban las motos. Antes de la guerra, mi padre tenía una: una Scott Flying Squirrel, con un gran motor enfriado por agua y un tubo de escape divertidísimo, y yo también quería una moto poderosa. En mi cabeza se mezclaban imágenes de motos, aviones y caballos, y también imágenes de motoristas, vaqueros y pilotos, a los que imaginaba controlando de manera precaria pero jubilosa sus poderosas monturas. Mi imaginación infantil se alimentaba de películas del Oeste y de combates aéreos heroicos: veía cómo los pilotos arriesgaban sus vidas en sus Hurricanes y Spitfires, protegidos tan sólo por sus gruesas chaquetas de vuelo, al igual que apenas una chaqueta de cuero y un casco protegía a los motoristas.
Cuando en 1943 regresé a Londres, ya tenía diez años, y me encantaba sentarme en el asiento de la ventana de nuestra sala que daba a la calle, y observar e intentar identificar las motos que pasaban a toda velocidad (después de la guerra, cuando la gasolina era más fácil de conseguir, se hicieron mucho más frecuentes). Era capaz de identificar una docena de marcas o más: AJS, Triumph, BSA, Norton, Matchless, Vincent, Velocette, Ariel y Sunbeam, así como alguna que otra moto extranjera, como las BMW y las Indians.
Cuando era adolescente, iba regularmente a Crystal Palace con un primo que compartía mi afición para ver las carreras de motos. A menudo hacía autostop hasta Snowdonia o subía hasta el Distrito de los Lagos para nadar, y a veces alguien me llevaba en moto. Me entusiasmaba ir en el asiento de atrás, y comenzaba a imaginar la moto estilizada y poderosa que me compraría algún día.
La primera moto que tuve, a los dieciocho años, fue una BSA Bantam de segunda mano con un pequeño motor de dos tiempos y –como comprobé más tarde– unos frenos defectuosos. Fui con ella hasta Regent’s Park en el viaje inaugural, cosa que fue una suerte y posiblemente me salvó la vida, porque el acelerador se atascó cuando iba a toda pastilla y los frenos no tuvieron fuerza suficiente para detener el vehículo, y apenas conseguí aminorar un poco la velocidad. Regent’s Park está rodeado por una carretera, y me encontré dando vueltas y vueltas, montado en una moto que no podía detener de ninguna manera. Hacía sonar la bocina o chillaba para gritar a los peatones que se apartaran de mi camino, pero después de haber dado dos o tres vueltas, todo el mundo me dejaba vía libre y me lanzaba gritos de ánimo cuando veían que pasaba otra vez. Sabía que la moto acabaría parándose cuando se agotara la gasolina, y después de docenas de involuntarias vueltas al parque el motor petardeó y se detuvo.
Para empezar, mi madre había manifestado su enérgica oposición a que me comprara una moto. Eso ya me lo esperaba, pero me sorprendió la oposición de mi padre, pues él también tenía una. Intentaron disuadirme de que me comprara una moto regalándome un pequeño coche, un Standard 1934 que apenas alcanzaba los sesenta kilómetros por hora. Llegué a odiar aquel cochecillo, y un día, de manera impulsiva, lo vendí y utilicé las ganancias para comprarme la Bantam. Ahora tenía que explicarles a mis padres que un coche o una moto pequeños y poco potentes eran peligrosos porque no tenían la potencia necesaria para sacarte de un apuro, y que resultaba mucho más seguro ir en una moto más grande y potente. Accedieron a regañadientes y me financiaran una Norton.
Con mi primera Norton, que tenía un motor de 250 cc, estuve a punto de tener un par de accidentes. El primero tuvo lugar cuando me acerqué a un semáforo en rojo demasiado deprisa, y, al comprobar que no sería capaz de frenar ni girar con seguridad, seguí en línea recta, y de manera un tanto milagrosa pasé entre dos hileras de coches que avanzaban en direcciones opuestas. La reacción llegó un minuto después: recorrí otra manzana, aparqué la moto en una calle lateral y me desmayé.
El segundo incidente ocurrió una noche de fuerte lluvia en una sinuosa carretera rural. Un coche que venía en sentido contrario no puso las luces cortas y me cegó. Pensé que íbamos a chocar de frente, pero en el último momento salté de la moto (una expresión de ridícula suavidad para una maniobra que podía salvarme la vida, pero que también podía ser fatal). Dejé que la moto fuera en una dirección (no colisionó contra el coche, pero quedó destrozada) y yo en otra. Por suerte, llevaba casco, botas y guantes, así como un traje completo de cuero, y aunque me deslicé unos veinte metros sobre la carretera resbaladiza por la lluvia, al ir tan bien protegido no me hice ni un rasguño.
Mis padres se quedaron horrorizados, pero también contentos al verme de una pieza, y por extraño que parezca, no pusieron ninguna objeción a que me comprara otra moto más potente: una Norton Dominator de 600 cc. Por entonces ya había acabado mis estudios en Oxford, y estaba a punto de trasladarme a Birmingham, donde había conseguido un trabajo de cirujano residente para los primeros seis meses de 1960. Tuve la precaución de alegar que, ahora que acababan de inaugurar la autopista M1 entre Londres y Birmingham, con una moto rápida podría pasar todos los fines de semana en casa. En aquella época no había límite de velocidad en las autopistas, de manera que podía llevar a cabo el viaje en poco más de una hora.
En Birmingham conocí a un grupo de motoristas, y probé el placer de formar parte de un grupo, de compartir un entusiasmo; hasta ese momento había sido un motorista solitario. La campiña alrededor de Birmingham conservaba todavía su belleza, y me encantaba desplazarme hasta Stratford-on-Avon para ver cualquier obra de Shakespeare que estuviera en cartel.
En junio de 1960 incluso estuve en la TT, la gran carrera de motos Tourist Trophy que se celebraba anualmente en la Isla de Man. Conseguí hacerme con un brazalete del Servicio Médico de Emergencia, lo que me permitió visitar los boxes y ver a algunos de los participantes en la carrera. Tomé detalladas notas, e incluso planeé escribir una novela sobre carreras de motos ambientada en la Isla de Man –para la cual investigué muchísimo–, aunque la cosa nunca remontó el vuelo.*
* En un cuaderno que llevaba en la época, anoté mi intención de escribir cinco novelas (incluyendo la de las carreras de motos), así como unas memorias sobre mi afición infantil a la química. No lle- gué a escribir las novelas, pero cuarenta y cinco años más tarde escribí esas memorias: El tío Tungsteno.
En la década de 1950, en la North Circular Road que da la vuelta a Londres no había límite de velocidad, por lo que resultaba muy atractiva para aquellos a los que les gustaba correr. Había un famoso café, el Ace, que era básicamente un lugar frecuentado por motoristas de máquinas rápidas. «Coger los cien» –ir a cien millas por hora– era el criterio mínimo para formar parte del grupito principal, los Chicos a Cien.
En aquella época había muchas motos que podían llegar a los cien, sobre todo si se retocaban un poco: se les quitaban algo de sobrepeso (incluyendo el tubo de escape) y se les ponía gasolina de alto octanaje. Más arriesgado era el «quemar motores», una carrera por las carreteras secundarias, y nada más entrar en el café corrías el riesgo de que te lanzaran ese desafío. «Hacerse el gallito», sin embargo, tampoco estaba bien visto; en la North Circular, incluso en aquella época, a veces había mucho tráfico.
Yo nunca me hice el gallito, pero me encantaba participar en alguna carrera por carreteras secundarias; mi «Dommie» de 600 cc tenía un motor un poco trucado, pero no podía alcanzar a una Vincent de 1.000 cc, la preferida del grupito principal del Ace. Una vez me monté en una Vincent, pero la encontré terriblemente inestable, sobre todo a poca velocidad, muy distinta de mi Norton, que tenía una estructura de «colchón de plumas» y era maravillosamente estable a cualquier velocidad. (Me preguntaba si se podría colocar el motor de una Vincent en el chasis de una Norton, y años más tarde descubrí que se habían construido «Norvins» como las que yo imaginaba.) Cuando introdujeron los límites de velocidad, ya no se podían coger los cien; se acabó la diversión, y el Ace ya no fue lo mismo que antes.
Cuando tenía doce años, un perspicaz maestro de escuela escribió en su informe: «Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos», y así ha ocurrido muchas veces. De niño, a menudo fui demasiado lejos con mis experimentos de química y llené la casa de gases tóxicos; por suerte, nunca llegué a quemarla.
Me gustaba esquiar, y a los dieciséis años fui a Austria con un grupo de la escuela para practicar esquí alpino. Al año siguiente viaje solo para practicar el esquí de fondo en Telemark. El esquí fue bien, y antes de tomar el ferry para volver a Inglaterra, me compré dos litros de aquavit en el duty-free y luego me dirigí al control de fronteras noruego. A los oficiales de aduanas noruegos les daba igual el número de botellas que me llevara, pero me informaron de que sólo podría entrar una botella en Inglaterra, y que los agentes de aduanas británicos confiscarían las demás. Subí a bordo con las dos botellas y me encaminé a la cubierta superior. Era un día luminoso y despejado, muy frío, pero como llevaba puestas las cálidas prendas de esquiar, eso no me pareció ningún problema; todo el mundo se quedó dentro, y tuve toda la cubierta superior para mí solo.
Tenía mi libro –estaba leyendo Ulises, muy lentamente– y mi botella de aquavit. No hay nada como el alcohol para calentarte por dentro. Arrullado por el movimiento suave e hipnótico del barco, y dando un sorbito de aquavit de vez en cuando, me quedé en cubierta, absorto en el libro. En cierto momento me sorprendió descubrir que me había bebido, a sorbitos cada vez más largos, casi la mitad de la botella. No noté ningún efecto, por lo que continué leyendo y bebiendo, inclinando la botella cada vez más ahora que estaba medio vacía. Me sorprendió bastante comprobar que estábamos atracando; tan absorto había estado en la lectura del Ulises que el tiempo me había pasado volando. Ahora la botella estaba vacía. Seguía sin notar ningún efecto; el licor debía de ser más suave de lo que decían, me dije, aún cuando la etiqueta afirmaba que tenía «50 grados». No aprecié ningún problema, hasta que me puse en pie y enseguida me caí de bruces. Aquello me sorprendió enormemente: ¿acaso el barco de pronto había dado un bandazo? Así que me levanté y de inmediato me volví a caer.
Sólo entonces comencé a comprender que estaba borracho –muy muy borracho–, aunque la bebida había ido directamente al cerebelo, sin afectar al resto de la cabeza. Cuando un miembro de la tripulación subió para comprobar que todo el mundo hubiera abandonado el barco, me encontró intentando caminar y utilizando los esquís para apoyarme. Llamó a un ayudante, y entre los dos, uno a cada lado, me ayudaron a bajar del barco. Aunque me tambaleaba de mala manera y llamaba la atención (casi todo el mundo me miraba divertido), me dije que había derrotado al sistema, y había salido de Noruega con dos botellas y llegado sólo con una. Había conseguido colar en la aduana de Gran Bretaña una botella, que, supuse, los funcionarios se habrían quedado encantados.
En movimiento: Una vida. Anagrama. Título original. On the Move: A Life. Traducción de Damià Alou. 2015. 378 páginas.