World in my eyes
1. Este libro no es un exorcismo. Este libro es una declaración de amistad para mis demonios. Sin demonios mi vida hubiese sido más apacible hasta ahora, quizás habría sido más ordenada. Pero sin ellos no habría saboreado el mundo, ni hubiera sido masticado y escupido, crudo, ante la vida, para descubrir de qué estoy hecho. Sólo habría dormido y seguido la rutina hasta el final. Solamente habría seguido instrucciones, sin siquiera revolcarme en las olas de la angustia y la duda. Básicamente habría perdido todo indicio de candor. Y eso sí es triste.
Entre otras cosas, este libro trata sobre la naturaleza de la adicción. Porque los demonios tienen nombre y «adicción» es uno de ellos. Apelativo que conlleva más azufre que Belcebú o Satanás. Pero esta obra no es una historia de redención; es un testimonio, nada más. Consiste en un ejercicio por el cual me he obligado a visitar lugares a los que no quería volver. Y menos aún compartir. No es un lamento y mucho menos una advertencia. Estoy lejos de arrepentirme del pasado y tampoco he escrito esto considerando que pueda ayudar a alguien. Si los demás se drogan o dejan de hacerlo me tiene sin cuidado. No me incumbe. Y escribir un testimonio sobre la adicción, buscando, de entrada, informar a otros o arreglarles un problema que quizás no tienen, me parece de lo más desatinado e insípido; mientras ignore cómo se entrelazan nuestros sufrimientos, si soy sincero, no puedo decir que me importe.
La adicción abarca mucho más que las drogas; sin embargo, el enganche a éstas sigue siendo su demostración más explícita. Los narcóticos a veces son un placebo, y otras pueden ser llaves para abrir todo tipo de puertas. La adicción en cambio, si llegamos al chicloso relleno de su naturaleza, es una educadora salvaje, despiadada. Pareciese estar diseñada para hundir y humillar a quien la porte. Las estadísticas no son favorables respecto a los que sobreviven a tal lección. A ratos pienso que me hubiera encantado ser un consumidor prudente de drogas; no un adicto —que no es para nada lo mismo—. Me hubiese gustado cosechar las mejores motas del mundo para sólo fumarlas en ocasiones especiales, por gusto, por hedonismo. Escoger de cada sustancia lo mejor, estudiarla, conocerla y preparar cada experiencia con curiosidad y avidez. Las drogas aún me parecen geniales como tal: sus efectos, su inmediatez para dislocar la percepción. Son elementos del mundo; mismo al que no me niego. Pero jamás fui capaz de ser consumidor. Y lo intenté. Y lo intenté.
2. Cuando mis padres fueron por mí al psiquiátrico les vi la piel morada. Después de tantos incidentes y tropiezos, ya ni siquiera lloraron. Aún me negaba a tomar el medicamento que me habían recetado los doctores para bajarme del avión. Cuando al fin salí, tras ingerir las pastillas y con ello reconocer la pista de aterrizaje, tuve que limpiar mi casa durante semanas. En una de tantas alucinaciones con temática metafísica que tuve aquel verano había dejado encendida una vela frente a un altar, donde tenía, elaboradamente colocadas, todo tipo de deidades (hindúes, católicas, santeras, satánicas, mágicas, budistas, wicca, etc.). El incendio se limitó a un solo cuarto de la casa. La puerta logró contener el fuego.
Ya había retirado todos los aretes de mi cara y ahora me disponía a sacar la alfombra chamuscada, y tallar las paredes y el techo para quitar los rastros del humo. Fue necesario pintar todo el interior de la casa, de nuevo, de blanco. Aún así, al entrar a esa habitación que había evidenciado el cauce de mis demonios, sentía escalofríos.
El fuego no es lo mismo que aquello que quema, pero tampoco es ajeno a su material de combustión. Justo así son los demonios: no son iguales a quien los padece, pero sus voces e impulsos tampoco son ajenos a quien los sufre. Ese incendio se llevó mis ganas de fumar mota. No porque ésta fuese mala, sino porque mi relación con esa sustancia que no generaba adicción fisiológica estaba dictada por la desesperación. No era ella, era yo. No conocía la calma necesaria para esperar la siguiente dosis; sentía pánico al ver que mi guardadito se iba acabando. No angustia, pánico.
Pero el incendio fue aún más generoso: a su paso quemó toda una colección de fantasías metafísicas que llevaba años coleccionando. Eran un síntoma. Me dejó solo ante el mundo, a secas; solo con mi condición de adicto y la mente quebrada. Así son los demonios, inadvertidamente generosos, a pesar de sus métodos malditos. De otro modo no son demonios, sino meras bestias, torpes y crueles.
1a. A lo largo de este ensayo he intentado articular algunas de mis experiencias, con la ambición de que al enunciarlas se rompa otro pedazo de su hechizo. Deseando que, al pronunciarlas, aquellas partes antes obviadas de mis vivencias dejen, a su vez, de señalarme a mí como uno más de sus síntomas. Este libro no es un exorcismo; es una declaración de amistad para mis demonios. Porque si los lastimo, me lastimo yo. Es así de sencillo.
Esto lo he escrito evitando cualquier nota al pie. He procurado expresar lo que ronda en mi mente y no los indices de los libros que he leído, acaso. No he pretendido comprender la adicción, sólo he procurado recordar y transmitir una experiencia. Lo he escrito de modo algo fragmentado, porque las vivencias son así. Mientras vivo una cosa, pienso en otra y recuerdo otra. Las vivencias, así como el tiempo, no son tan lineales como a ratos nos gusta creer. Estas páginas están llenas de errores, y no tardará algún lisiado emocional en corregirlos, cualesquiera que sean sus motivaciones. Pero para su satisfacción está Google o Wikipedia a mano; este libro, en cambio, versa sobre una experiencia, y como tal está repleto de las mentiras que la memoria cuenta, según el estado de ánimo en que lo escribí. Pero a pesar de las jugarretas de la memoria, las distorsiones de la vanidad, mis cobardes omisiones y la engañosa prudencia, he buscado ser franco. Aunque con frecuencia he fallado, el ejercicio mismo de intentarlo ha valido madrugadas en cafés 24 horas de esta voraz ciudad.
2a. ¿Quién, alguna vez, ha pedido dinero afuera del supermercado, inventando que tu auto se quedó sin anticongelante, todo para comprar una jeringa, porque la que traías ya no tenía filo?
1b. También me propuse este ejercicio porque continuamente tengo la impresión de que no siento nada. Drogado o no. Puede que sólo me abrume con facilidad y con ello acabe bloqueado, pero dudo haber conectado realmente conmigo, con los demás, con el mundo, con la vida. Y sin más evidencia que los gestos de otros en la calle o alguna conversación a medias, intuyo que a algunos les pasa algo similar. Es como si en el núcleo de la subjetividad hubiese una hielera, de ésas que se llevan a los picnics llenas de cervezas enlatadas. Sólo que esta hielera está sellada y vacía. Aún huele a formol. Ahí, nada ha sucedido. Eso temo.
Quizás esperaba que el contacto con el mundo fuese más contundente, más frontal, repleto de coincidencias y significado. O que los sentimientos fuesen menos ambiguos, ¡carajo! Como cuando se prueba una droga nueva por primera vez. Pero no es así. Y si me sincero un poco, ni en esas circunstancias es así. No realmente. Quizás esa hielera es tan sólo la frontera del Yo; quizás sea un delgado muro que permite, y no impide, el contacto, por efímero que éste sea. No lo sé, pero me parece que el acercamiento a la vida sigue siendo algo que pasa entre líneas.
Esto lo he escrito por gusto, pero también por necesidad. En el proceso me encontré mucha resistencia. Pero si escribir no altera la textura y el ritmo de la realidad, no tiene chiste alguno. Este libro es como si me hubiese recostado, sin quitarme los zapatos… cerrado los ojos… y contado lo siguiente…
Algo tan trivial. Fausto Alzati Fernández. Festina Publicaciones. México. 2015. 100 páginas.