Por Leo Lozano
El 1 de octubre de 1971 abrió sus puertas en Orlando, Florida el parque temático Magic Kingdom. Con el paso del tiempo, se convertiría en uno de los cuatro parques que integran, hoy día, el concepto Walt Disney World Resort, uno de los proyectos más ambiciosos del capitalismo de Estados Unidos. Con el paso de los años, y acompañado de la popularidad de las películas de Disney, tanto el complejo de atracciones turísticas como el imaginario del universo animado del oriundo de Chicago, se convertirían en un referente obligado de la “mejor” infancia al estilo estadounidense.
Los recuerdos de mi infancia, como los de muchos otros niños occidentales, están permeados por animaciones de la compañía estadounidense y por el deseo de conocer su parque de atracciones, un sitio que la mercadotecnia se encargó de vender como mágico e inigualable, en resumen, una experiencia que había que vivir. Según la educación y formación intelectual de cada cual, el gusto por el trabajo del estudio de animación y, por ende, el encanto de sus parques de diversiones tuvo dos caminos, el rechazo, o el continuo amor por ambos. En mi caso, mis sentimientos se fueron por el sendero del rechazo.
Y no fue por un afán snob de ser políticamente incorrecto. Leer, madurar y entrar en años te hacen ver las cosas desde una perspectiva distinta, y es ahí cuando caes en la cuenta de que mucho del oropel con el que el mundo adulto pretende cubrir el mundo del infante, es sólo eso, oropel, adorno, pero nunca realidad.
Es cierto también que no todas las infancias son iguales, hay unas más afortunadas que otras, incluso a unos pasos de ese universo infantil cuasi perfecto que la maquinaria Disney se ha encargado de construir durante más de cuatro décadas. Esa niñez disfuncional, marginal, pero no sin destellos de optimismo, es la que retrata el último filme de Sean Baker, The Florida Project.
Mirar desde la infancia es siempre un ejercicio enriquecedor, ilustrativo, que nos ayuda a entender que todos los clichés y lugares comunes sobre lo que significa ser niño, incluso lo que nosotros percibimos de nuestra propia niñez, se pueden tambalear en cuestión de segundos.
La cinta de Baker, quien ganó fama hace un par de años con la extraordinaria Tangerine, de nueva cuenta tiene como protagonistas a los outsiders del american way of life, en este caso, a esa clase social que en Estados Unidos se conoce como white trash. La diferencia aquí, es que The Florida Project está narrada desde la perspectiva de un grupo de niños que, pese a su condición de marginados, que obviamente por su temprana edad ignoran, pueden vivir sus precarias vidas con ahínco y felicidad.
La protagonista, Moonee, hija de una mujer que hace malabares para pagar el alquiler y que no es capaz de conseguir un empleo fijo y formal, es, sin duda, el gran acierto de esta película. La pequeña, de tan sólo seis años de edad, deambula junto con sus amigos por los alrededores del hotel en el que vive con su madre, una construcción kitsch en la que viven y se alojan aquellos que no gozan de las mieles del sueño americano, y del paraíso del Resort de Disney.
Los días de la pequeña Moonee y de su mejor amigo, Scooty, transcurren bajo el cobijo del juego y la travesura infantil, desde la más inocente hasta aquella que puede poner en riesgo sus vidas. La miseria que les rodea, material y espiritual, no impide que en su espíritu infantil prevalezcan las sonrisas, virtud que solo se puede poseer en la infancia, cuando uno es responsable de muy poco.
Que la madre de Moonee quizá no eduque a su hija con el mejor ejemplo, no quiere decir en ningún sentido que entre ellas exista una distancia, sino todo lo contrario; su estilo de vida, completamente fuera de los márgenes de lo que se considera “sano” y “normal” crea vínculos tan estrechos, que las travesuras de la pequeña, que desquician a vecinos y al regente del hotel, interpretado por William Dafoe, las más de las veces se traducen en una anécdota risible para la madre, cuya noción de disciplina es inexistente.
Sin embargo, la ligereza con la que Halley, la madre de Moonee, afronta la responsabilidad, no solo de ser madre, sino de vivir, no tardarán en cobrarle factura. Pese a ello, la cinta evita cualquier juicio negativo o positivo sobre la conducta de Halley y de sus decisiones como madre y se limita exclusivamente a narrar el ir y venir de la vida de estos personajes anclados en la periferia del sueño americano.
Vale la pena mencionar, que, aunque existe la presencia constante de adultos en la historia, son los niños quienes la protagonizan y los recursos estilísticos, como el ángulo de la cámara, por ejemplo, privilegian la perspectiva infantil. A su vez, ese gusto kitsch en la arquitectura urbana que aparece en la cinta, los colores llamativos y el olor a decadencia, complementan la noción del querer ser que prevalece durante todo el filme, y más aún en el final.
La película de Baker se une a la lista de cintas estadounidenses recientes como Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, en las que los eternos rechazados del sistema cobran protagonismo. Cosa interesante si se revisan los tiempos actuales en la política, ya no solo estadounidense, sino mundial.