Por Andrea Mireille
Daniel Blake no entiende nada. Ha sido carpintero toda su vida. Con 60 años, viudo y recuperándose de un ataque al corazón, no sabe de formularios en línea ni de conmutadores que lo mantienen en una espera interminable. Sometido a interrogatorios incómodos respecto a su salud, la conclusión es absurda: aunque su doctora le dice que no está en condiciones de volver al trabajo, servicios sociales decide lo contrario, así que se ve forzado a buscar empleo para recibir beneficios, aunque lo consiga no puede aceptarlo, pues su estado no lo permite. Lo que sigue a esa decisión es una frustración tras otra, una verdadera pesadilla burocrática.
En una de sus exasperantes idas a la oficina de servicios sociales se encuentra con Kate, una madre soltera recién llegada a New Castle desde Londres. Tomar el autobús equivocado y llegar unos minutos tarde suspende sus beneficios, además, la hace merecedora de una sanción. Para los empleados no hay explicación que valga, así que después de «armar una escena» ambos son echados junto con Daysi y Dylan, los hijos de Kate.
Yo, Daniel Blake es un puñetazo, uno que se siente mucho después de dejar la sala. Es un tour de force emocional. No sólo somos testigos del padecimiento de los protagonistas, lo vivimos con ellos. Sentimos la frustración de Daniel al ser incapaz de completar un formulario, maldecimos con él y nos sentimos en su propia piel cada que se encuentra con la incompetencia, la prepotencia y los trámites kafkianos. Nos vemos reflejados en la desesperada búsqueda de ambos personajes por trabajos inexistentes para una madre soltera pobre y un hombre de más de 60 años sin cabida en el mercado, especialmente alguien con los principios de Daniel: honestidad, congruencia, negarse a bajar la cabeza y quedarse callado.
Conforme transcurre la película, la crisis se va agudizando, Dan se ve obligado a vender todas sus pertenencias, su paciencia y su salud disminuyen. Kate tiene que robar tampones y toallas sanitarias porque no tiene suficiente dinero y no hay beneficencia que cubra algo tan elemental como los productos sanitarios, de igual forma, la promesa de ayuda que recibe por parte de un vigilante de la tienda no es más que un intento por explotarla sexualmente.
Todo es un continuo quebradero de cabeza y una antesala a una tragedia mayor. Lo único que permite sobrellevar la cinta es el humor y sobre todo: la unión, el vínculo, el amor. Ken Loach, director del filme, ha insistido en que la intención es exponer la crueldad deliberada del sistema, pero también mostrar una historia de amistad; el apoyo mutuo, el cariño desinteresado mitigan la dureza de la vida de los personajes y les da un respiro, a ellos y al público.
Llama la atención que el principal defecto que le han encontrado al protagonista es que resulta «demasiado amable», eso es, sencillamente, porque ya no estamos acostumbrados a la gentileza. Al sistema le conviene tenernos divididos, compitiendo ferozmente por las migajas que caen de sus bien nutridas mesas y Loach coincide con ello: «las instituciones tienden cada vez más a separarnos, a automatizar todo, en vez de incitarnos a colaborar unos con otros», advierte.
Desde su lanzamiento el filme ha provocado un intenso debate en Inglaterra y ha revelado a todos los Daniel Blake que existen en dicho país. Se ha dicho constantemente que lo retratado es mera ficción, una exageración que no corresponde a la realidad. La cinta fue documentada cuidadosamente y está realizada con base en diversos testimonios, incluso, los «extras» en la ya famosa escena del banco de alimentos, eran usuarios reales de dichos servicios; su pago fue en vales de alimentos para satisfacer una necesidad inmediata, y evitar poner en riesgo sus ya jodidos beneficios.
Asimismo, una rápida búsqueda en Internet arroja cientos de casos, entre ellos el de Linda Wooton, quien falleció nueve días después de que el gobierno la declarara apta para trabajar; la resolución para quitarle sus beneficios llegó justo el día de su muerte. De acuerdo con su esposo, Linda murió de forma dolorosa, angustiada y sintiéndose inútil, una scrounger (gorrona) que es como se les llama despectivamente a quienes requieren apoyos para subsistir. Según cifras del Departamento de Trabajo y Pensiones, entre diciembre de 2011 y febrero de 2014, 2 mil 380 personas calificadas como aptas para laborar murieron, muchos de ellos habían apelado la decisión, un trámite que toma meses. La realidad siempre supera la ficción.
Con Yo, Daniel Blake no ocurre la magia del cine del tipo hollywoodense, no es una película tranquilizadora que nos hace olvidarnos de todo, al contrario nos obliga a ver la realidad. El llanto es común en la salas y no es producto de la cursilería ni del chantaje emocional, sino de la ira, de la tristeza, de saber que la situación no es tan ajena a nuestro contexto, que puede pasarle a cualquiera, que podríamos ser nosotros. El propio Loach ha cuestionado más de una vez: ¿si no te enoja, qué clase de persona eres?
En esta lucha por mantener no sólo beneficios, sino la dignidad y la cordura no hay final feliz, ¿cómo podría haberlo? La cinta es un intento por devolverles la humanidad y la identidad a todos los que se han convertido en cifras, en estadísticas, que son insultados por la sociedad que debería apoyarlos y aplastados por una burocracia ansiosa por borrar su nombre de las computadoras.
El mayor logro de Yo, Daniel Blake no es el reconocimiento de la academia, es su capacidad para cimbrarnos: nadie sale indiferente de la cinta y conseguir eso en estos tiempos de brutal apatía es más impresionante que una Palma de Oro.
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