Por Miguel Ángel Morales / @mickeymetal
Tal vez no hay en los thrillers políticos actuales una serie que acapare el gusto generalizado, tanto en crítica como en público, que House of cards. Gran parte de este éxito se debe a su protagonista, que ocupa el hueco dejado por Walter White: un antihéroe cínico y megalomaniaco llamado Frank Underwood. Representado por Kevin Spacey, Underwood es un miembro del Partido Demócrata que ha sido congresista 11 veces consecutivas en su pueblo natal en Carolina del Sur, al cual detesta. Su ascenso político se debe en gran medida al financiamiento que tuvo del padre de Claire (Robin Wright), con quien lleva casado más de 27 años. Tiene a su cargo a cúmulos de gente que le redactan propuestas de reformas que él firmará; otro ghost writer escribe su biografía llena de heroísmos y «lados humanos»; conforma alianzas a partir de las pugnas que sostiene en contra de sus rivales políticos y empresariales.
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En suma, la de Frank es una carrera que no es muy distinta a la de un político ordinario como los hay en cualquier país. No obstante, lo que lo vuelve peculiar es su habilidad para manejar inteligentemente conspiraciones y ejecuciones, ahora desde la presidencia de Estados Unidos. No importa quién se interponga, amigos, compañeros de partido o su esposa. En un episodio de la tercera temporada vemos cómo Frank se enfrenta a su homólogo ruso Viktor Petrov (o sea, Vladimir Putin) por unos soldados muertos en el valle del Jordán, sede histórica de múltiples desencuentros políticos y militares. Ahí, el espectador es testigo de que la mejor estrategia política es la que se vale de la ficción: Frank paga por un problema inventado por el Kremlin. Sin embargo, no pierde capital político. La parábola cruel de House of cards es tal vez esa: más importante que las vidas de los ciudadanos, para un político lo más importante es la fuerza de su discurso. Series como The wire (2002-2008) o Show me a hero (2015), de David Simon, han mostrado con mayor destreza las consecuencias desastrosas de las políticas neoliberales. Lo que señala atinadamente House of cards es la mutación de los individuos contemporáneos dentro de esa esfera. Mediante la ruptura de la cuarta pared, vemos que Frank interpela al público, lo hace cómplice de sus fechorías. Y el público queda fascinado, aplaude los ascensos del político cínico. Afuera, el mundo arde. El personaje de Frank funciona porque la infamia (de ambos, ciudadanos y políticos) se ha vuelto universal. Somos Moreira, Duarte, o Mancera mientras sigamos inactivos, como «generales de sillón» (F.U. dixit).
La cuarta temporada de House of cards llega el 4 de marzo a través de Netflix.
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