Por Juan Ramón Ríos
En el parco tribunal comparece un hombre, está desnudo, sometido con una correa alrededor de su cuello. Un grupo, entre orangutanes y chimpancés, ataviados con elegantes vestiduras, discuten la «herejía científica» que está tomando lugar a causa de la presencia del hombre. Este, desesperado, comienza a hablar: quiere defenderse a sí mismo. Se desata el terror simiesco. Bajo el uso de la fuerza es obligado a callar. Sólo hablará si se le permite. La audiencia pretende demostrar que, por desconocer los artículos de fe más básicos de su cultura, se trata de una abominación sin capacidad de razonamiento. Uno de los peludos inquisidores, mientras toma la correa con violencia, le cuestiona:
—¡Dinos! ¿Por qué todos los simios han sido creados iguales, a imagen del todopoderoso?
—Parece —contesta Taylor, interpretado por Charlton Heston, que se levanta y desafía la posesión de la correa que lo oprime— que algunos simios son más iguales que otros.
Esta escena, que toma lugar en Planet of the Apes, estrenada en 1968, primera adaptación de la novela homónima del francés Pierre Boulle, es un ejemplo de los ecos eminentemente orwellianos que resuenan a lo largo de toda la saga, mismos que nos permiten diseccionar la construcción de un fenómeno cultural que ha conservado la fuerza de su argumento durante casi medio siglo. El origen del intercambio anterior se remonta a uno de los llamados Siete mandamientos de Animal Farm, obra de George Orwell. En ella, los cerdos revolucionarios articulan una serie de reglas que guiarán su actuar para proyectar un futuro más esperanzador que el que padecieron bajo la dominación humana, ¿nos suena? Una de ellas reza:
Todos los animales son iguales.
En el texto del escritor y periodista británico, facturado como una irónica alegoría contra el totalitarismo soviético, en donde la utopía se desmorona por la ambición personal de uno de los líderes, el cerdo Napoleón, quien trastoca los principios de la sociedad en gestación. La sentencia anterior, modificada por el traidor, termina así:
Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.
Dejando de facto esta ejemplificación que comparten ambos universos, el de la utopía traicionada.
El guión del filme original estuvo a cargo de Rod Serling, legendario guionista norteamericano responsable de series como The Twilight Zone y Night Gallery, hitos de la narrativa fantástica y de ciencia ficción en medios masivos audiovisuales. A principios de los 60, empezó a desarrollar una primera versión que fue descartada por la productora ya que, siendo demasiado fiel a la novela, implicaba un elaborado y costoso despliegue de escenarios y efectos especiales. Fue entonces cuando Michael Wilson reescribió algunos detalles para ahorrar costos de producción, dejando a la sociedad de los simios en un estado medieval primitivo más barato de representar. Sin embargo, se conservó un elemento visualmente asombroso, ideado por Serling, que desembocó en el que podemos catalogar como uno de los finales cinematográficos más icónicos de todos los tiempos, mediante el cual el filme se convertiría en un clásico instantáneo. Cabe remarcar que Serling, como creador, estaba muy familiarizado con esa clase de impactos narrativos, pero además tenía la capacidad de dotar a sus historias de mensajes críticos y reflexivos contra los tiempos que vivía. The Twilight Zone está plagada del ambiente desolador propio de la Guerra Fría, en el que la amenaza nuclear se cierne inminente sobre el mundo. Los miedos que reinaban la memoria colectiva entonces, encontraron en el programa un terreno fértil para confrontar la realidad a través de la ficción especulativa.
En Planet of the Apes (1968), la desesperación de Taylor por su descubrimiento promueve una exhortación sobre las consecuencias de un cataclismo atómico. Mediante ese giro culminante, se transmitió también un tremendo mensaje antimilitarista. Esto se volvería el sello distintivo del universo que desbordó aquel filme. A través de continuos comentarios respecto a la naturaleza autodestructiva y bélica de la humanidad, aunado a la creatividad de los autores para relacionar la épica de los simios con temáticas socioculturales reales, discursos sobre la otredad, derechos de las minorías, cambio social; que dotarían a la franquicia de notoriedad y un rico trasfondo político.
Dejemos un poco de lado la desastrosa versión que intentó Tim Burton a principios de siglo, a la que sin embargo habría que reconocerle su envidiable dirección de arte y la posibilidad de evidenciar el poderío físico de los simios, alejándolos de los distintivos pero poco imponentes disfraces originales. Aunque el discurso de que los animales son más fuertes y resistentes que nosotros ya existía en las películas previas, este recurso no sería explotado de manera tan brillante hasta el resurgimiento de la franquicia, que arrancó en 2011 con Rise of the Planet of the Apes.
El viaje emprendido por César en la nueva trilogía, retoma los temas orwellianos y los despliega para adherirlos a la cosmogonía fílmica de los simios, llevándonos desde el levantamiento, pasando por la gestación de una sociedad más justa, hasta las sugerentes fracturas que podrían desatar el desastre de planeta en el que cae el insufrible Charlton Heston. En Dawn of the Planet of the Apes (2014), la segunda, hay un cuadro por demás interesante:
Los simios tienen una década sin interferencias humanas y han formulando una comunidad ideal entre los bosques de secuoyas de San Francisco. Maurice, el orangután (nombrado así en honor al actor Maurice Evans, el Dr. Zaius de las primeras películas), es una suerte de maestro para los miembros más jóvenes. Sobre una roca a modo de pizarra imparte la lección del día, sus tres leyes primordiales. Las primeras dos recurren, nuevamente, a alguno de los Siete mandamientos de Animal Farm:
Simio no mata simio. Que en la novela de Orwell podemos encontrar como: «Ningún animal matará a otro animal».
Simios juntos, fuertes. Una sentencia ampliamente socorrida y que funciona como motor fundamental de la más reciente película, y que en Animal Farm podría empatarse con la sugerida unión de: «Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo».
El tercer punto en la pizarra, aunque parcialmente cubierto, evidentemente apela a una frase bastante conocida, atribuida a Francis Bacon y rescatada por Thomas Hobbes en su Leviatán: Scientia potentia est, el conocimiento es poder, que a su vez funciona como el reflejo corrompido de un enunciado en la otra gran obra de Orwell, 1984, donde el último de los lemas del Partido, esa figura de vigilancia y represión, dicta: La ignorancia es fuerza. Bajo la premisa de que se trata de un mundo en formación con proyecciones utópicas, se rescata el principio aún en su estado puro. La perversión no les ha dado alcance.
Es así como llegamos a la tercera y hasta ahora última parte, War for the Planet of the Apes (2017), en la que, contrario a lo que su título sugiere (un enfrentamiento a gran escala entre especies), estamos frente a una película carcelaria, de carácter íntimo y melancólico. De conflictos internos. Retoma una contundente crítica antibélica acompañada de un espejo que intenta evidenciar los absurdos delirios egocentristas, la búsqueda de poder y el retorno a los totalitarismos conservadores que denunció Orwell y que tanto pululan en nuestro mundo hoy día. Así, la saga persiste en su relevancia cultural como modelo para explicar la realidad. Además, conjuga un cierre que se antoja perfecto para una trilogía que siempre conservó una coherencia propia sin dejar de ser fiel con guiños y motivos a sus antecesoras de los años 70. El ciclo que se abrió, casi totalmente desapercibido, en Rise, cuando en el refugio (de forma más precisa, una prisión para simios) a donde va a dar César, es la semilla de la trama a la que volveremos en War, la historia de un escape, un éxodo. En una de las televisiones en ese refugio, las que están afuera de las jaulas y ven los guardias, llega un momento en el que están pasando Los diez mandamientos (1956). Sí, con Heston como Moisés. Esta continua orquestación de simbolismos judeocristianos saltan en la pantalla. César es Moisés, pero también es el rey David y Jesús y, siendo que el detonante de todo es la intervención del hombre sobre la naturaleza, resulta en el conocimiento desafiante que termina condenando. Un tema bíblico a todas luces. Y aunque esta carga, desde mi punto de vista, puede terminar resultando exagerada, da cuenta de sus intenciones para propiciar una reflexión respecto a paradigmas fundacionales de Occidente.
¿Qué hay acerca de una probable redención de la humanidad, tan maltratada en estas películas? Quizá venga en medida que su civilización, aunque sea en otra especie, se perpetúa. Y ya sea vía sincretismo porcino o simio, hay que considerar que siempre estamos a un Napoleón o a un Koba de distancia, para torcer el mundo y acabar en una distopía.
Este retorno, a través de la piel de los parientes más próximos que tenemos como especie, nos prueba la capacidad de observar y prestar atención a todo lo que tienen que decir acerca de nosotros. Los simios se vuelven la metáfora sobre lo que somos, con lo mejor y lo peor.
∗Juan Ramón Ríos (Querétaro, 1996). Narrador en ciernes, estudiante de medicina y apasionado del cine. Ha publicado relatos y análisis de contenidos audiovisuales en medios como La Jornada Semanal y Pez Banana. Algunos de sus artículos pueden leerse en medium.com/@juanramonrios.