Por Luis Manuel Rivera
Dicen que el pasado siempre será mejor, que lo que hemos dejado atrás tendrá motivos constantes para ser añorado. Se trata de una sentencia que no a todos les gusta tomar por buena pero que en muchos casos suele validarse por consecuencia, ya sea por experiencias que ya no existen, palabras que ya no se dicen o películas que ya no se ven, o no se hacen. Pedro Almodóvar (Calzada de Calatrava, 1949) tenía tiempo sin querer volver a ese pasado que lo convirtió en uno de los directores referencia del cine español contemporáneo, tenía tiempo intentando desmarcarse de esa década de los noventa durante la que tanto le impregnó a su estilo, pretendiendo insertar un humor que no era el suyo (Los amantes pasajeros), un drama que no le pertenecía del todo (Los abrazos rotos), e incluso un thriller (La piel que habito) que nunca ha intentado dominar.
El drama de Almodóvar, que quizá desde Volver (2006) no se hacía presente de esa forma, renace con Julieta (2016). Es un volver a los orígenes. Parece que el manchego cayó en cuenta de que en la vida siempre aparece un momento en el que los pasos dados, de tan firmes ya no tienen vuelta atrás y que si se activa la reversa algún tropezón habrá, que una vez que te has hecho tan presente de una forma en el gusto del público, de tu gente, es porque tus métodos alcanzaron niveles de los que difícilmente podrás deslindarte y que incluso te servirán como zona de comodidad para que tu vasto grupo de seguidores ya declarados te apruebe casi en automático, para que todos tus detractores no puedan con las ganas de ver lo nuevo que van a destrozar.
La cinta que nació a partir de los cuentos «Destino», «Pronto» y «Silencio» de la ganadora del Premio Nobel de Literatura, Alice Munro, es un retrato de un pasado que una de las protagonistas se aferra a tener de nuevo. Pareciera que ahí va otro mensaje: mostrar por qué tardó 10 años intentando no apelar a esa nostalgia que tan buenos frutos le trajo. Porque podía no resultar, porque podría ser doloroso y fallido. No lo fue. Es el Almodóvar que conocíamos, es el Almodóvar que roza la cursilería, es el Almodóvar que busca y encuentra cosas demasiado precisas en el ámbito que le pertenece. El Almodóvar necio.
Adriana Ugarte es el Pedro de Todo sobre mi madre (1999) y Emma Suárez es el Pedro de Julieta. En medio, muchos Pedros que evocan hasta explícitamente a símbolos tan suyos como Chavela Vargas, como esas paletas de colores que se empeña en dejar tan claras, tan perfectas, ese drama español femenino que chirria y que incluso por momentos se vuelve inverosímil. Así es Pedro, así le quieren sus fans, así se le perdonan sus maniobras de evasión fiscal. Porque su incursión en los Papeles de Panamá le importa a los periodistas y a sus opositores, a los que le adoran aquello les da poco menos que igual.
Almodóvar es de esos pocos que puede estrenar en España antes que en Cannes, de los escasos a los que el festival francés les permite eso porque saben que posee las garantías del reflector inmediato, porque si no es con ellos será con otro festival que traerá al mismo número de asistentes a las butacas. Porque a pesar de que cancele etapas de la promoción por el escándalo de Panamá, los distribuidores saben que con las películas del español vienen incluidas las ganancias que les permitirán apostar por otras cintas menos efectivas en taquilla.
¿Que cuanto tiempo nos queda de Almodóvar? No lo sabemos. Lo único que tenemos claro es que hasta que la generación que lo ama a ciegas deje de creer en él, hasta que a los críticos deje de intrigarles el punto flaco que traerá su nueva cinta, hasta que las casas distribuidoras empiecen a ver números rojos en sus cuentas por culpa de una película de Pedro, hasta que a Cannes ya le de igual si forma o no parte de su selección oficial. Y todo ello, a pesar de cualquier argumento firme y válido en contra, honestamente se ve aún muy lejos.