Por Guadalupe Gómez Rosas
Esta es la extraña historia de una chica humillada por otras mujeres. La de fábula soy yo. Mi ego es tan grande que no puedo hablar de otras personas, al menos eso dijeron meses atrás.
Fui estudiante de una asignatura denominada Sociología de Género. No hacíamos rituales de vida y muerte, no bebíamos leche materna, no despreciábamos a los hombres, simplemente analizábamos a Woolf, a Marta Lamas, a la muy arrebatada Simone de Beauvoir, a mi favorita Camille Paglia, a Judith Butler, Beatriz Preciado (Paul B.) y muchas otras.
Era un grupo minúsculo y con nuestras diminutas tormentas de dialéctica pensábamos que cambiaríamos el mundo. En esa clase conocí a Mariana, quien juntaba su silla con la mía. Durante las clases buscaba rasgos de complicidad. Creo que para ella el emblema vagina nos debía unir.
Para su desventura, yo, Guadalupe, siempre he sido estoica para temas de política, religión, futbol y género. Siempre que mi familia o mis amigos no especializados buscan mi opinión o que tome partido en algún tema, me inclino por las prácticas del “I would prefer not to”.
Pero este mundo es tan ambiguo que no decir nada es un episodio de insubordinación, igual de potente que declarar la guerra. Siempre hay que tomar un bando, siempre hay que competir, siempre hay que demostrar. Este mundo condena a los espectadores y adora a los reaccionarios, aunque sus fauces estén llenas de mentiras y heces.
Mariana no era de éstas últimas, pero cometí el error de pensar que podíamos ser parecidas. Me invitó a un grupo de lectura de clásicos feministas. Nunca leímos nada en tres sesiones. Sólo logre ver odio, encono, desprecio y más odio.
Había una antropóloga, una historiadora y 5 sociólogas. Todavía pienso que eran personas educadas, personas con otro intrincado desarrollo cerebral. Al final sólo eran unos capullitos llenos de descrédito.
Al final se habló de nuestros proyectos de tesis. En mi turno, esbocé: Estudio de las masculinidades. No hubo un silencio ronco, ni miradas de hoguera. Detonaron las risas, lo tomaron como una broma.
Cuando tengo tiempo cavilo sobre esa humillante sesión. No levanté la voz, no aclaré mi punto. No sabía que para ser feminista hay que tener vagina y que las masculinidades son un campo de escrotos y penes.
¿Es tan disparatado tratar de entender a una persona con conflicto de roles? ¿Soy una estúpida por pensar que mi padre está en trance por sus enseñanzas y lo que ve actualmente?
Fui humillada por unas mujeres y ellas nunca lo supieron. No volví a ese grupo pero hay un recoveco de voz atajada. Después de esa noche resuena en mí una línea de Bradbury: “No pida garantías…realice su propia labor salvadora, y si se ahoga, muera por lo menos sabiendo que se dirigía hacia la playa”.
No he vuelto a poner un pie en grupos feministas. Temo que yo no sea suficiente para ellas. En cambio, mi labor de salvación se ha dedicado a leer, a observar y, cuando puedo, a defender hombres y mujeres por igual.
En esos remansos posteriores he observado la discriminación positiva y su embrollos. Por ejemplo: he sido más vapuleada y manoseada en vagones exclusivos para mujeres que en los mixtos. He visto cómo varias féminas bajan la palanca, se abalanzan con violencia sobre hombres agrietados y adustos que buscan, como Odiseo, retornar a casa. ¿Acaso ese maltrato no incentiva el desprecio por el género femenino? La discriminación sigue siendo un filtro de despotismo, no un incentivo de convicción. ¿En verdad no hay mejores formas de crear ni varones ni mujeres, sino ciudadanos?
¿Hay forma de demostrar que el género masculino no nace con cuernos y sentados en tronos, listos para latiguear mujeres? ¿Los pequeños niños acaso crecen con la idea de que van a dominar el mundo, o nosotras que estaremos a la orden de un pseudomesías?
Woolf afirmó que las mujeres necesitamos un cuarto propio y 500 libras. Muchas lo tenemos pero no podemos erradicar nuestros pensamientos de antaño, por ello debemos cargar con un torrente de desprecio, nuestras generalizaciones y viejos adagios. ¿Cómo podemos exigir a los hombres un nuevo trato si nos resistimos, en la intimidad de nuestros aposentos, a ser una nueva persona?
Las pequeñas revoluciones no vienen en pastillas de odio. Vienen en entendimiento. Es tan absurdo condenar a todos los varones como lo es matar a una comunidad por ser diferente… Lo segundo ya ocurrió y se convirtió en genocidio, ¿podemos evitar una segunda catástrofe que traería bajas en los supuestos “ambos bandos”?
Habrá quién me critique y otros que se burlen de mi opinión naif, justo como las mujeres del grupo. No importa, como ruido de fondo está Bradbury diciéndome, “muera por lo menos sabiendo que se dirigía a la playa”.