Por Iván Ballesteros Rojo
Ilustración: Vector Morales
En los últimos 15 años el panorama literario mexicano se ha nutrido de piezas narrativas notables. Desde mi punto de vista, el cuento y el relato han alcanzado las notas más altas. Sin embargo, no es difícil reconocer una línea de novelas extraordinarias. Por nombrar algunas pondría aquí Trabajos del reino de Yuri Herrera (cuya labor con el lenguaje es notable); Canción de tumba de Julián Herbert (una narración estrujante y sentimental); El monstruo pentápodo de Liliana Blum (tremenda reflexión sobre el mal y las enfermedades humanas más inexcusables); Temporada de huracanes de Fernanda Melchor (que es una sonda hacia los rincones más oscuros y abyectos de nuestra realidad nacional). Podría seguir con algunos ejemplos más de lo que justo en este momento reconocemos como novela mexicana actual. Todos me servirían para tender un puente que atravesara estos universos narrativos: la novela como testimonio que rellena los agujeros negros de los discursos oficiales. La novela como una búsqueda estética, en la ficción, de verdades que por grotescas o densas que parezcan, nos pertenecen y acompañan por el simple hecho de ser habitantes de este país violento y extraño.
Las narrativas actuales, y ahora sobrevolamos Latinoamérica, parecieran inscribirse en un tipo de realismo salvaje. Son proyectos que colocan el dedo en la llaga de la realidad contemporánea. La estrujan, la pellizcan. Se trata de textos que sacan a la superficie lo que sucede en las profundidades no sólo de las acciones humanas, sino de sus síntomas y símbolos violentos, de sus discursos soterrados de poder. Por lo demás, nada que no venga sucediendo desde que el realismo se fijó como la presentación más tradicional de la novela. Sin embargo, a lo que nos estamos refiriendo aquí es a que el taladro que erosiona la naturaleza humana cada vez se sumerge en profundidades más inexploradas, por lo tanto, radicales. Ahí los libros de Mariana Enríquez en Argentina, donde el horror y terror se enmarcan en un ambiente hostil, el de nuestros días. O en Ecuador, María Fernanda Ampuero, que presenta el hueso de la violencia ejercida contra la mujer haciendo las veces de denuncia. En Perú, Diego Trelles Paz, que indaga sobre la relación entre el crimen y el arte. Acá en México, Emiliano Monge y Antonio Ortuño desentrañan la realidad nacional presentando sus estampas más impresentables, esto no sólo desde sus obras narrativas, también con sus artículos, con sus miradas sobre a realidad. O Juan Cárdenas en Colombia cuya obra es una exploración sobre el choque de piedra y fuego que se en la intimidad de las relaciones humanas. Textos, para decirlo en una palabra, demoledores.
Todo este preámbulo me da pie para decir lo siguiente: la novela Maten a Darwin (Caballo de Troya, 2018) de Franco Félix (Hermosillo, 1981) no tiene nada que ver con esto. Aquí tendríamos que abrir una nueva carpeta o, si queremos, utilizar la del Realismo delirante cultivada por Alberto Laiseca hace ya más de 20 años. Si bien Maten a Darwin también apela a la violencia impune de nuestros tiempos en muchos pasajes, es más poderosa otra clase de violencia representada. Una novela que nos ametralla con referencias, imaginación, humor e ironía. Una novela, para decirlo pronto, que no parece pertenecer al árbol genealógico de la novela mexicana y que se acerca más al delirio sterniano y rabelaesco pero en la era digital de consumismo mórbido.
El guiño, o el diálogo con autores como Foster Wallace, Beckett y Kafka son innegables. Pero la parquedad de los antes citados acá adquiere momentos festivos en los que aparentemente todo es un disparate. Una necesidad de volcar el lenguaje con teorías científicas y filosóficas disueltas en cultura pop. Con Bruce Willis, Emiliano Zapata y el Sumo Pontífice en una carrera alucinante contra el fin de los tiempos.
Esenciales en esta trama poliédrica son Pat y Sebastián, una pareja de chicos diagnosticados con Síndrome de Down. Padecimiento que no impide que se trate de mentes superdotadas, y una jirafa. Sí, Harry, la jirafa y el señor ⬛: un inmortal extraterrestre fanático de las películas de acción. Porque todo en MAD tiene este nivel superior ontológico: mentes maestras que se desenvuelven en terrenos de élites intelectuales. Pero también esas mismas mentes luego son imbéciles obsesionados con lograr el acto más absurdo y patético. Ante nosotros desfilan, con un ritmo frenético que sólo pausa cuando tenemos, obligadamente, que recurrir a los pies de página, una lista interminable de personajes alucinantes. Un carnaval trastornado que se dirige hacia el abismo. Donde nada es lo que parece. Donde ya se ha comprendido que las palabras no son, en definitiva, lo que designan. Donde el torrente de confusión es el verdadero pulso que guía este mundo imposible.
MAD pareciera focalizar una violencia donde el conocimiento, rodeado por miles de datos, atacara al lector de manera despiadada para advertirle que la realidad es una ilusión. Una novela que primero suministra al lector una transfusión extática de antecedentes que servirán para soportar el zapping (el bucle, el loop) de una enloquecida programación dictada por las mentes más brillantes y absurdas de la historia de la humanidad. En algunos momentos de la lectura pareciera que el eje central tambaleara, se emborrachara de tanta vastedad. Para no perderse en estos lapsos de la novela, el lector tendrá que asirse a la imagen del famoso iceberg del que sólo conocemos la punta. Félix se las arregla, con una potencia narrativa envidiable, para despachar emisarios que calibran la densidad causada por tanta ficha temática con chistes y episodios trepidantes, como en el que se imita la trama de una película de acción ochentera o la del observador de narices superdotadas. En este laberinto de referencias, es importante no perder de vista el principal motivo de la obra. Su gatillo: la batalla que libran Charles Darwin, y su descendencia, contra la descendencia y deidades aliadas, de su némesis, Patrick Matthew. A esta cruzada entre dos familias, tema clásico de la literatura, se van incrustando otros contendientes que al final se reúnen en un solo campo de guerra. Generando así una batalla que amenaza con destruir a la humanidad entera.
Estamos ante un largometraje, con aliento épico, de la epopeya de nuestros días. La filósofa española Marina Garcés señala que la humanidad atraviesa por un tiempo póstumo. Donde todos los discursos que la raza humana pudo generar para explicarse a sí misma ya han sido realizados. Un tiempo muerto, sin discursos ni visión. Donde sobamos, al regresar la vista hacia el pasado, el pomo de una posible puerta de salida. Donde no podemos aferramos a la lógica apocalíptica del devenir. Es en este límite, en este pequeño segmento antes de arrojarse al vacío definitivo, donde la lectura de MAD adquiere más relevancia y profundidad. Como un testimonio apoteósico de los terrenos que pisa la civilización por estos días. Su evolución hacia el desastre.