Por Raúl Picazo
Ilustración: Vector Morales
A través de una historia sencilla y a la vez sustancial, Basura (Nitro/Press, 2018) de Sylvia Aguilar Zéleny, apuesta por la estructura y la pericia de encontrar el punto preciso para unir tres voces que al final se convierten en una totalidad que ahonda en una novela caracterizada por la violencia y el abandono.
Un basurero es el punto para que tres historias se entrecrucen, creando un nudo que se desata si las leemos en retrospectiva. Cada capitulo tiene una voz que narra los eventos de personajes enlazados existencialmente. Este tipo de textos son arriesgados en cuanto uno se puede perder en el camino, pero la maestría con que se desarrollan hacen ver a Sylvia Aguilar Zéleny como una escritora de alto potencial narrativo.
La estructura fomenta la voluntad de abundar sobre lo que nos cuentan las diferentes voces: una adolescente abandonada por su “madre”, una tía que adopta a un par de sobrinas después de quedar huérfanas, y un travesti que se convierte en el padrote de una pandilla de prostitutas. Estas historias están unidas por un hilo tenue hallado en el basurero, las cuales muestran la geografía y el contexto donde se ubican los personajes: la frontera entre México y Estados Unidos, sitio donde la justicia no existe, lugares que son cementerios. El tema del abandono nos remite también a la basura. Muchas de nuestras acciones son desechos. Lo que hacemos a diario es basura. Nuestros pensamientos sobre el otro, nuestros más íntimos pensamientos lo son.
Otro recurso narrativo en la novela es la entrevista, el diálogo que se ejerce entre dos personas, el tiempo que se lleva el sujeto que indaga en recopilar la información deseada. Estas formas narrativas hacen que el texto tenga un camino definido y que nos presente una historia mucho más abundante en recursos. También podrían ser cuentos si no existiera un hilo conductor, pero el trabajo se decantó como una novela poderosa.
La violencia sistemática hacia la mujer se hace presente en cada una de las historias, y es que la vida de los hombres está llena de esa basura que nunca sacamos por acumuladores, se mira entonces al macho andar de un lado a otro expectante de su presa. En los textos escritos por mujeres se encuentra esa lucha constante por detener el ímpetu del hombre a través de la exposición de sus manías, el simple actuar de un sujeto mentalmente retorcido. También se muestran a las mujeres luchando por un lugar en el camino, abriéndose el paso entre las bestias. Es la manifestación de la violencia que deambula como fantasma, que se distribuye entre generaciones por el hecho de perpetuarse también desde la mujer: por la falta de conocimiento y educación familiar. El asunto va pasando por los hombres como por las mujeres y se instala para ser absorbido por la sociedad:
“Pasaron muchos días y muchas otras cosas antes de que nos encontrara. Esta vez yo no estaba en sus piernas, nada podía convencerla de que yo le contaba un cuento. Hija de la chingada, hija de la rechinada, me gritó. Luego me arrastró de la cama al piso. Me jaló el cabello. Me dio tres cuatro cinco cachetadas. Yo le decía que no era culpa mía. Le dije que yo no quería. Pero ella no me creyó. Se enojó más, me dio más, seis siete ocho cachetadas. Él como si nada. Fue idea de ella, le dijo. Ya ves lo débiles que somos los hombres, perdóname Chatita, fue ella, te juro que fue ella”.
Me detengo en este fragmento para reflexionar en por qué la mujer desquitó su coraje con la “hija” y no con el padrastro. Un momento que me sumerge en los pozos más profundos de la historia reciente en México, porque como hombre y como ser humano, la animalidad sorprende. Pero no podemos esperar otra cosa si el contexto en que se desarrolla la escena desprende un tufo que infecta las vías respiratorias, estamos en un basurero, pensando que algún día todo esto se terminará y que seremos parte de ese universo que es un pedazo de tierra.