Por Noé Vázquez
Al empezar a ver Roma (EEUU-México, 2018) de Alfonso Cuarón, lo primero que advertimos es la aproximación al detalle; cada movimiento, cada evento, cada escenario está cuidado con un esmero casi maniático. Son notorios los ruidos —edición y diseño de Sergio Díaz—. También advertimos que en la película no hay banda sonora, no existe un tema de la cinta, nada de arreglos orquestales o partitura original. Todo son sonidos cotidianos —grabados con tecnología Dolby Atmos—: Se enciende una radio —música popular consagrada por nuestro imaginario colectivo y sentimental: Juan Gabriel, Rigo Tovar, Leo Dan, José José, Javier Solís, Rocío Durcal, Angélica María; jingles que anuncian detergentes y promocionan estaciones como Radio Variedades—, ruido de escobas en el patio, canto de ruiseñores, se talla un piso, se barre, se escucha la conversación de las sirvientas en mixteco —que en este país, eufemísticamente se les llama «muchachas» para atenuar esa terrible e injusta relación de subordinación laboral—, un pregonero anuncia miel de colmena, bocinas de autos en las calle, cacofonía de muchedumbre, una banda de guerra con su monótona marcha militar, aviones que cruzan el cielo, pasa un afilador con su silbido característico, al final del día se anuncia el vendedor de plátanos asados. Muchedumbre de voces, polifonía y contrapunteo de evocaciones sonoras de la urbe. Este es un país en vías de desarrollo, para decirlo deforma grosera: subdesarrollado —se le ha ubicado dentro del Tercer Mundo y el gobierno pretenderá ejercer una relación de liderazgo con el resto de los países latinoamericanos—. Para Cuarón, filmar y fotografiar no solo es pintar con luces —un impecable blanco y negro, un notable trabajo escenográfico —, sino con los sonidos cotidianos como banda sonora y música incidental, desde ahí va a explorar el universo de su infancia en la colonia Roma.
La perspectiva del fotógrafo —el mismo Cuarón y Galo Olivares— es un tanto distante, casi panorámica, al punto de que suprimen los primeros planos. Los diálogos son naturales, nada de frases ingeniosas y aterciopeladas, nada de juegos de palabras. Hay algo de muralismo en Roma, casi de fresco social. Si las pinturas de Siqueiros y Rivera hablaran, tendrían esa vaguedad en sus diálogos que parecen fundirse con otros y escucharse en la distancia. Somos observadores, solo eso. Las tomas, filmadas en un blanco y negro digital de 65 mm, tratan de abarcar la mayor cantidad de espacio posible, son retablos. A través de ese distanciamiento en lentos paneos y travellings, Cuarón presenta escenas que son como instalaciones con vida propia: niños que corren por la calle, bullicio de vendedores ambulantes, animales de granja por todas partes. En la película se ha cuidado el detalle y el diseño de arte hasta en los más mínimos detalles: los afiches, la tipografía de los anuncios, los productos comerciales, las marcas, el diseño de los enseres domésticos. Este muralismo semeja un espejo gigantesco que limita la distancia impuesta al espectador, invoca un «nosotros» un tanto narcisista que se asoma como un voyeur para reconocernos en una sola frase: «Esto somos». Tal vez esa sea la razón del éxito de la cinta, el haber operado como un retrato de familia en donde parecemos estar incluidos. Pero también, la cinta funciona como un anclaje sentimental y visceral para muchos en donde se ven reflejadas nuestras filias y nuestras fobias, qué nos gusta y qué nos disgusta de lo que somos.
La historia se ubica en 1970 del siglo pasado. Se trata de la Ciudad de México y otros espacios como ciudad Neza, Tuxpan y una hacienda. El partido dominante tiene poco que ha entrado en crisis, todavía está latente el drama de 1968. Es el año en el que también se celebra un Mundial de Futbol. Se observan sesgos de estatismo y autoritarismo por todas partes. El Partido se aferra al poder a través de la censura y el control de la información. Hasta aquí, un panorama somero de ese tiempo ido rescatado en sus imágenes.
Esta es la historia de Cleo (Yalitza Aparicio), una empleada doméstica que trabaja para una familia de profesionalizada y clasemediera en la colonia Roma; el padre, Antonio, es un doctor de Instituto Mexicano del Seguro Social; la madre, la señora Sofía (interpretada por Marina de Tavira), es ama de casa. Completan el retrato otra empleada de nombre Adela, tres niños, una niña y la abuela Teresa. Es la típica familia nuclear mexicana, numerosa, bulliciosa, aspiracional. Observamos el tráfago de Cleo, es visible en casi todos los momentos de la historia, la vemos ir de un lado a otro sin parar. Como esos esclavos romanos que terminaban siendo integrantes de la familia, es imposible separar a Cleo de sus patrones, es como el concreto que soporta sus relaciones. Así de importante es en el tejido sentimental que forma esta familia. En la cinta se explora la dimensión física que visibiliza el trabajo y los afanes, el esfuerzo corporal y el cansancio: hay que cocinar,prepararle un té de manzanilla al patrón, lavar la ropa, tenderla al sol de la azotea, plancharla, barrer el piso, trapearlo; luego, vigilar a los niños, abrir el portón de la casa una y otra vez, encargarse de las deposiciones del perro. Al final de la jornada, arrullar a los niños más pequeños, invitar a dormir a los más grandes. Es hora de descansar, hay que apagar las luces una a una. Este es un día común, habrá otros, así son todos. Hay en Roma algo de épica vulgar y cotidiana—si se permite el oxímoron— en donde los trabajos domésticos de una casa pasan a primer plano. Roma propone una poética de detergentes, cubetazos de agua y losas que se tallan, de enseres domésticos funcionando y polvo como una pátina constante que hay que limpiar día tras día como una maldición. Afanes cotidianos.
Alfonso Cuarón vuelve su infancia a través de los ojos de una figura entrañable, Cleo, una empleada doméstica de la familia,y desde la perspectiva de esta mujer discreta, estoica y abnegada, el espectador vuelve hacia al universo perdido de la infancia del director. Pero no nos engañemos pensando que lo hace con una perspectiva condescendiente, clasista y privilegiada, tampoco se trata de una historia rosa de movilidad social en donde el personaje sufrido remonta los estratos sociales para enriquecerse y progresar, no se toman licencias para retratar el maltrato psicológico hacia la protagonista, no existen dejos de maniqueísmo, sus personajes son reales. Lo que Cuarón logra con esta cinta es engarzar las individualidades en una amplia orquestación que no excluye la dimensión social —México enfrentaría una crisis de explosión demográfica y un crecimiento desmesurado de sus ciudades, y niveles de inflación que se dispararían en años posteriores—, política —iniciaría el sexenio de Luis Echeverría Álvarez y se consolidaría el modelo de partido único, la presidencia imperial, la represión y el autoritarismo; sucedería lo del Halconazo del 10 de junio de 1971, el jueves de Corpus; racial —esa separación inevitable y oceánica entre la clase media y media alta, casi siempre blancos y mestizos, y su relación de dependencia y desprecio hacia las diversas etnias que para esos momentos han iniciado una ola de emigración hacia los focos urbanos—. La película también explora las diversas manifestaciones del machismo en nuestra sociedad expresado en los personajes masculinos, como Fermín, pareja de Cleo, un ex junkie violento que practica artes marciales y que pertenece al grupo de choque orquestado por el gobierno de Luis Echeverría, los Halcones; o bien, por el personaje encarnado por el doctor Antonio, que se convierte en la figura paterna y distante de este cuadro. Roma no excluye las referencias a la cultura popular, anclada en nosotros como un sistema de señales y de códigos que aportan identidad y tal vez eso sea la característica que la vuelve tan entrañable.
Cada frase que escuchamos, cada gesto observado, cada escenario, cada memoria rescatada del olvido está marcada por nuestro perspectivismo. Sólo a los ingenuos les da por creer en la existencia de una realidad objetiva manifestada como forma de arte, tal cosa no existe; toda narrativa sobre el mundo obedece a una representación falseada. De esta forma se comprenden toda clase de licencias que Cuarón se hubiera tomado para tramar esta historia. Imposible no romantizar la infancia, atribuirle cualidades épicas y novelescas como dentelladas hacia el sustrato de lo real —si es que tal cosa existe—, flashbacks pervertidos por la remembranza que es otro de nuestros asideros y nuestra trampa perpetua. La crítica quisiera completar los silencios de Cleo con un discurso que explique sus gustos y aspiraciones, con una dimensión extra lógica que la ubique como un personaje políticamente correcto que se oponga a la explotación de sus patrones o que adquiera un carácter combativo y crítico. Un crítico del New Yorker hablaba de la falta de dimensión del personaje. Se advierte que este redactor no ha salido de su país para visitar ciertas comunidades mexicanas o desconoce nuestra idiosincrasia. No es una película al modo de la corrección y de las ideologías, tampoco es un documental, no hay que confundirse, es ficción. No intenta normalizar el abuso laboral o el maltrato; pensar eso equivale a decir que la intención de obras como El Padrino es normalizar la violencia y el crimen organizado. Es imposible juzgar una película con base en lo que no es o considerando aquello que le falta, como se ha pretendido —es como si yo dijera que a Miles Davis le hizo falta tocar como Dizzy Gillespie, es absurdo—. El estilo de Cuarón también es su limitación, pero esto sucede en todas las artes. El director se acerca a la figura de Cleo a partir de la bruma que trae aparejado el recuerdo y en esta bruma lo que predomina es el hermetismo del personaje: nunca sabemos quién es Cleo, se presume sin un pasado, se percibe etérea y casi inexistente —pero también lo son ciertos personajes de la literatura como Bartleby de Melville o algunos personajes kafkianos—; asimismo es silenciosa como esfinge. E incluso así, su ausencia en la familia se notaría como un desastre. Podríamos escuchar el tráfago de su ir y venir por la casa para preguntar: «Quién anda por ahí», a lo que ella respondería: «Nadie, no es nadie». Quien conozca el carácter estoico de algunas personas pertenecientes a ciertas comunidades sabrá de lo que hablo, a ellos no los imagino ofendidos, esconden su drama de una manera silenciosa hasta que un día despiertan en una manifestación de violencia y crueldad que no tiene parangón en ninguna parte. Hay algo que nos define, el ensimismamiento y la reserva constante. Hay mucho de Cleo en nosotros y tal vez esa sea la razón de que el espectador, al ver Roma entre en un estado de crisis, y hablo de una crisis en el sentido concebido por los griegos: como una forma de ruptura, de separación. El espectador, que vive en un mundo de certezas, de escenarios y situaciones fáciles y asimilables propuestas por el imaginario del espectáculo, de repente se ve retratado en una serie de eventos e imágenes que ponen en entredicho sus certezas: México es una sociedad machista —aunque queramos negarlo—, está malla esclavitud laboral —incluso si una parte de nosotros se beneficia de ella—, el racismo es algo real y es inútil tratar de disfrazarlo con aquiescencias y eufemismos —empecemos a respetarnos y a reconocernos, a mostrar más empatía entre nosotros—, hemos hecho invisible a un amplio sector de la población —casting güero por todas partes, indiferencia e ignorancia con respecto a las etnias del país, ceguedad y ninguneo frente otras formas de belleza—, este es un país más complejo de lo que pensamos —tentaciones autoritarias del gobierno, motivaciones soterradas por siglos, injusticias por todas partes—. Roma nos es tan personal, tan íntima que no pudo pasar desapercibida. Ahí está reflejada nuestra invalidez moral y nuestro drama como nación, nuestros complejos de superioridad, el engaño de un estilo de vida y unos estándares impuestos por la sociedad de consumo y que consideramos superiores a otros; pero también nuestros logros, nuestras señales de identidad y formas de goce. Roma es memoria compartida, una evocación, pero también una forma de celebración en los claroscuros de nuestra identidad.
La tarde empieza a morir, la afanosa Cleo sube las escalinatas infinitas, se ve el cielo como fondo, se desata una orquesta de sonidos, se escucha el afilador de cuchillos, rumores de la calle, bocinas,automóviles, ladridos, sirenas, trinar de gorriones, murmullo del agua. Cleo sigue subiendo esas escalinatas, un avión surca el cielo. El pasado es algo que podemos ver pero no tocar y Cleo se ha quedado ahí como un signo, impasible, necesaria y eterna en sus jornadas; fija como las estatuas antiguas, hermética como la esfinge; nosotros —como Cuarón—también así la recordamos.