Por Andrea Mireille
La mayoría de nosotros es incapaz de escribir como nuestros héroes,
pero podemos intentar beber como ellos
Ian Crouch
Pocas cosas tan cercanas al cliché como la escritura: suicidios, trastornos mentales así como un vínculo indisoluble con el alcohol y otras drogas son parte de su mitología. En no pocas ocasiones se cree que toda experimentación con sustancias deriva en obras geniales o que el talento proviene exclusivamente de ellas. Sin embargo, es más común que los escritores produzcan a pesar de sus adicciones y no debido a ellas.
En una entrevista realizada en 2013, Mariel Hemingway aseguró que su célebre abuelo Ernest escribía sin una sola copa encima; por más que cientos de fotos del escritor junto a la frase «escribe ebrio, edita sobrio» inundan las redes sociales, la frase es de Peter De Vries, está incluida en la novela Reuben, Reuben. La nieta añade que su abuelo nunca daría un consejo tan frívolo. Así ni como llevarle la contraria.
Luego está Bukowski. Su obra sigue tan vigente como esa horda de alcohólicos sin talento que se creen literatos por acodarse en una barra y beber hasta el desmayo. Lo cierto es que John Martin, su editor por más de 30 años, asegura que jamás lo vio bajos los influjos del alcohol, pues si bien bebía, usualmente trabajaba bajo una insospechada sobriedad.
Puede que 18 whiskies sean un récord, pero según el bartender que lo atendió, Dylan Thomas a lo mucho se bebió ocho. La bestia, el ángel y el loco todo en uno, solía exagerar como cuando supuestamente bebió 40 pintas de cerveza (otra mentira). Eso sí, el exceso lo mató: murió a causa de tres inyecciones de morfina y un mal diagnóstico.
Aunque más de uno cree que el alcoholismo era el detonador de la creatividad de F. Scott Fitzgerald, éste admitió a su editor que su consumo de alcohol interfería con su trabajo. «Ha sido cada vez más claro para mí que la organización de un libro así como su revisión no se llevan bien con el licor», escribió.
Eugene O’Neill fue devuelto a la sobriedad gracias al psicoanálisis. A los 37 años participó en un estudio de sexualidad humana; una de las sesiones arrojó que se embriagaba debido a conflictos edípicos irresueltos. Después de conocer sus oscuros deseos, dejó el alcohol por lo menos 30 años y tenía periodos de sobriedad para escribir.
Por su parte, George Sand escribió que era incapaz de imaginar a Byron reducido a un estereotipo; ebrio, mientras escribía apasionados versos. La inspiración —decía— podía llegar a media orgía o en el silencio de un bosque: «pero en cuestiones de dar forma a tus pensamientos debes estar en total posesión de ti mismo».
Raymond Carver presumía que su mayor logro no eran sus obras, sino vencer el alcoholismo. En entrevista con The Paris Review negó rotundamente que el alcohol lo inspirara o lo hiciera escribir mejor. Por otra parte, es sabido que Beckett era incapaz de hablarle a una mujer —o a cualquiera— sin estar ebrio. No obstante, sus obras no son producto exclusivo de la borrachera.
Philip Roth atribuye su longevidad a estar sobrio toda la vida, al igual que John Updike, pese a que, según sus propias palabras, crecieron con la idea de que para ser escritor y uno bueno, necesitabas alcohol, entre más mejor.
«El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría» es uno de los proverbios más conocidos de William Blake; uno de los más usados y posteados cada que alguien se van a entregar a un festín de alcohol y drogas. El significado de la frase continúa a debate actualmente. Una de las explicaciones aceptadas es que se trata de abrazar la experiencia humana en su totalidad. Asimismo, no existen registros de que el grabador y escritor consumiera alcohol o cualquier otro estimulante. De lo único que se atascaba el buen William era de religión así como devoción por su esposa Catherine, a la que nunca le fue infiel y con la que permaneció toda su vida.
En este punto conviene aclarar que el texto no tiene intenciones disuasorias ni culminará con publicidad de un elegante e incosteable centro de rehabilitación, sólo se trata de repensar esa idea simplista y asquerosamente común de que el talento proviene de la adicción o la autodestrucción. Los casos mencionados son prueba de que la capacidad de crear no está en el fondo de una botella, no se inyecta, no se fuma ni se inhala.
El éxito de esta leyenda se debe, entre otras cosas, a la glorificación de dichas conductas, la psicóloga Nancy Mramor afirma que nos encanta tener modelos a quien admirar, pero su vida es tan lejana e imposible para nosotros que también necesitamos verlos destruidos, tirarlos del pedestal para sentirnos mejor con nuestras vidas, otra, por identificación y porque probablemente tenemos la actitud, las ganas, las adicciones, todo, excepto el talento.
Volvamos a Mariel Hemingway. En esa entrevista también aseguró que los escritores necesitaban dejar de mentirse a sí mismos, dejar de creer que el alcohol ayuda al proceso creativo, «Creo que es la idea equivocada de la adicción y vivir al límite, como si eso fuera cool», remató.
Quizá todo resida en el equilibrio, sin permanecer ahogado en el alcohol, ni vivir de jugos orgánicos, rescatando a nuestro niño interior, o lo que sea la promesa de moda, «para ser creativos y plenos».
Evitar los excesos de intoxicación y de sobriedad, ya que, como sabemos, al igual que con las sustancias el consumo excesivo de realidad es nocivo para la salud, aunque no deja de ser fundamental para inspirarse e intentar comprender lo que nos rodea.
Y a los que citan a Blake les convendría conocer otra frase: «Dejad que los rayos de la verdad iluminen su mente adormecida».