Miguel Ángel Morales / @mickeymetal
En el principio era el verbo y el verbo incluía loops y scratches. Es Nueva York, 1977. Y como todo principio, hay un aire caótico. Todo gira en torno a especulaciones financieras, altas tasas de delincuencia, pobreza extrema y nuevas posibilidades de entender la creación musical a través de (no tan) nuevos instrumentos y técnicas: la tornamesa, el sample y los soundsystem. El MC sería la figura espiritual de esta otra ecuación. Es la misma urbe que alberga grandes conciertos de arena rock y los antros glamorosos como el Studio 54 la que daba visos de una urgencia social por contrarrestar la solemnidad y represión creciente en el panorama social. Después vendrían el culto al dinero y a lo efímero. Pero en ese momento, lo importante era la pulsión liberadora del cuerpo y la energía de la palabra. Como dice Jeff Chang en su seminal Can’t Stop Won’t Stop: A History of the Hip-Hop Generation (traducido hace poco al español por Caja Negra Editora): «Los jóvenes que iniciaron la cultura simplemente andaban buscando maneras de pasar el tiempo y tratando de divertirse. Lo que sí es cierto es que crecieron en el abandono social de la negligencia de Nixon y debido a eso sus pasatiempos contenían las semillas para una especie de renovación cultural de masas».
La efímera Vinyl (2016) nos mostró cómo es que en la década de los 70 el entonces consolidado rock mutó en una industria que si bien creó estrellas, álbumes y vertientes memorables (que actualmente son parte del panteón colectivo de lo que José Agustín ha llamado bien «la nueva música clásica»), también propició sus propias parodias. Nos dio el krautrock y el postpunk, dos vanguardias seminales, pero también a Kiss y al nefasto hair metal. El del rock es un mito de sobra conocido. Ahí podemos especular sobre el fracaso de la serie de HBO. A fin de cuentas, Richie Finestra (Bobby Cannavale) no es más que un sucio ejecutivo discográfico, un modelo del que ya se ha visto mucho en filmes de Scorsese. Por el otro lado, tenemos otra revolución musical, silenciosa pero igual de transgresora, y de la que el vulgo sabe poco. Aquellos jóvenes blancos que escucharon lo nuevo de Talking Heads y John Lydon también pudieron acceder, quizás sin saberlo, a esta revolución negra que tendría su propio canon altamente politizado en figuras como James Brown, Grandmaster Flash, Basquiat, o los bailes de los b-boys. Ya lo vimos en The Wire, en donde se aprecia una cultura con sus propios gestos, lógicas de comportamiento y héroes, cultura que poco a poco ha desvelado su pasado al mundo.
Tal vez por ello, la salida al aire de The Get Down (2016) ha recibido cierta atención del curioso del cine musical y de la música en general. La serie de Netflix expone de manera didáctica los orígenes convulsos de lo que hoy conocemos como hip hop, todo en el marco de una historia de amor cuasi adolescente. A esto el espectador curioso podría preguntarse: ¿No es suficiente tener retacado el Internet de temas relativos a Kanye West para que un filme le explique a los seguidores del servicio de streaming cómo es que nació el hip hop?¿Quién querría ver otro musical de Baz Luhrmann? La respuesta es simple y tajante: el genero guarda aún mucho futuro.
«Rap is the new rock n’ roll», ha dicho el mismo West con soberbia y razón. Habría que complementar tal afirmación: el género ha ambicionado más: no solo está en los oídos del escucha casual, también se ha colocado como una verdadera vanguardia musical y discursiva. Entonces, si vemos que el género musical más popular en la actualidad ronda con insistencia las galerías y museos (olvidemos esa vergonzoza dupla entre Jay Z y Marina Abramović), los antros, los cines (razón suficiente para ver las estupendas Straight Outta Compton y la mexicana Somos lengua, del director Kyzza Terrazas) y la moda, ¿por qué no habría de tener una serie en formato de musical?
Debo confesarlo: los musicales cinematográficos me sacan de quicio con frecuencia. No he terminado Chicago o Grease. Hay que tener un corazón bastante abierto al numerito musical intempestivo en medio de una escena cualquiera. Esto le sale a medias a Luhrmann, director ya conocido por su trabajo en Moulin Rouge, y quien bordeó el espectro del flow en la espectacular (aunque irregular) El gran Gatsby. En The Get Down vemos cómo el director australiano brinda un ritmo acelerado a la historia de Ezekiel (Justice Smith) y Mylene (Jerizen Guardiola), a quienes los une su pasión por la música negra, la fiebre disco, el soul y el naciente rap. Sin embargo, como los pasteles pomposos y embadurnados a los que nos tiene acostumbrados Luhrmann, la producción funciona de manera desigual. Atribuyo sus tropiezos —un experto en el género como lo es Feli Dávalos ha definido la serie como un “Black & Latino Disco Glee”— a la ligereza del guion, aunado a una chabacana manera de exponer una cultura vertiginosa y violenta que poco tiene que ver con la tibieza edulcorada de filmes como Hairspray –¡tal vez mi odio a los musicales se deba a Travolta!—. Pero vamos, sería ingenuo esperar ver una historia propia de David Simon con balazos, drogas y decadencia en barrios niggas. No. En su intención de ser amable y mostrar una historia de iniciación, The Get Down da al espectador no especializado en el hip hop algunos retratos verídicos de la entonces incipiente escena: DJ Kool Herc, el mencionado Grandmaster Flash, las fiestas clandestinas…
Después del susto del sobrado y en algunos momentos penoso primer capítulo, la serie logra salir a flote gracias a esas historias que ayudan a cimentar el mito del género. De hecho, es lo que se dice del hip hop y en las escenas en las que vemos cómo la música fluye casi sin diálogos, en donde vemos los momentos más destacados de este megafilme. También resalta el tono de recuperación del contexto latino que se encuentra en espera de revalorización masiva en la historia musical gringa. Pero esa es otra historia. Regresemos a lo que nos concierne, el hip hop. Sobresale la representación de una historia en la que la comunidad es tanto o más importante que la historia de amor: así, paralelo a la relación de Zeke y Mylene, vemos a unos personajes complejos (unos más que otros, hay que decirlo) envueltos en un tono que elude la anécdota verídica y que debido a esto expone una paradoja: en algunos momentos roza con los tonos telenovelescos; en otros, permite reelaborar el mito del hip hop.
Pese a su didactismo, la serie resulta interesante, ya que en esos momentos que dibujan lo callejero sin tanto maquillaje puede verse que la cultura hip hop es más que una expresión musical que sigue siendo combativa en sus diferentes vertientes. Y resulta un documento aun más vigente a la luz de las protestas por los múltiples actos de violencia por parte de autoridades estadounidenses contra la población afroamericana. Hoy, en protestas de movimientos como el Black Lives Matter, suenan temas como «Alright», de Kendrick Lammar. El hip hop es el sonido y cultura de aquellos depauperados, abandonados por el sistema y rebeldes que buscan hacer valer su identidad a través de su raza, su flow y su groove. También es el sonido de la reapropiación y la intertextualidad. The Get Down, pese a su levedad, o más bien, gracias a ella, evidencia que aquella frase de Kanye es cierta, con una leve modificación: el hip hop es el nuevo pop.