Por Miguel Ángel Morales y Eduardo H.G. / @mickeymetal
Fotografía: Daniel Geyne
Verano de 2015. Me cité con Eduardo en el reloj chino. Bucareli se encuentra rodeado de barricadas, campamentos de la CNTE, indigentes y policías formados en cada acceso a la Secretaría de Gobernación. Un día cualquiera en la colonia. El pequeño estado de sitio, que abarca diez manzanas, es la representación en miniatura de las últimas décadas en el país. Nos dirigimos a la casa de J.M. Servín para hablar sobre su novela Al final del vacío (2007), una suerte de viaje infernal dentro de las entrañas de una Ciudad de México que a ratos parece un purgatorio terrenal. Podría decirse que anticipó algunas portadas de periódicos que hoy hablan de estados de sitio, gobiernos violentos y añoran el impulso utópico de tiempos pasados. Hoy queda el presente expansivo que obliga a muchos a vivir pequeños infiernos cotidianos, epopeyas de cinco pesos, tragedias dignas de periódico. Apocalipsis de bolsillo.
Servín ve en las zonas urbanas rasgos que pueden relacionarse a los paisajes decadentes del Apocalipsis. Justamente la metrópoli es el territorio que mejor representa las crisis y las contradicciones que aquejan a las sociedades latinoamericanas, contrastadas entre la «miseria y [la] opulencia», y que viven catástrofes cotidianas como el «hacinamiento y la pobreza», la «contaminación del aire» y el «deterioro económico». Siguiendo esto, no hay otro espacio que ejemplifique a la perfección el colapso civilizatorio que la otrora Gran Tenochtitlan: «Caótica, sucia, lisonjera, violenta, vergonzante. Exasperante. Ciudad de México. La frialdad de las encuestas parece homenaje a Nostradamus. La infinitud apocalíptica de la megalópolis relega del centro a la periferia a quienes su condición impide costear un futuro promisorio.»
La urbe se vuelve un campo de batalla en el que los ciudadanos se ven agraviados por diferentes frentes: el de la iniciativa privada, el del crimen organizado y el de las autoridades. Para Servín, la multiplicidad de usos, costumbres y lógicas de comportamiento que caracterizan al perfil latinoamericano ha traído como consecuencia la conformación de un espacio de características caóticas que se parece más a «una plaga que poco a poco se apodera de las calles» que a un espacio de civilidad y progreso comunitario: «El hundimiento de la ciudad es una metáfora de un destino inexorable, acelerado por los abusos administrativos, sobre todo en los últimos treinta años. Rompecabezas de urbanistas e ingenieros, la capital se ha vuelto deidad en un país chueco, tétrico y atrancado en el atraso, la violencia y las desigualdades, cuya oligofrenia religiosa lo postra ante el iluminismo político y el sincretismo necrófilo: culto a la santa muerte y a san Judas Tadeo, patrono de las causas difíciles en la Ciudad de la Esperanza.»
Una ciudad de tonos caóticos es representada en Al final del vacío. La novela puede agruparse en la categoría de postapocalíptica en la medida en que el orden social es transformado por un desastre que desestabiliza la continuidad de la ciudadanía. Desde la perspectiva de su protagonista sin nombre se narra la degradación ecológica y arquitectónica que sufre la capital del país debido a actos de corrupción por parte de autoridades y la indolencia de los ciudadanos. Esta crisis se acentúa con la llegada de Los Dingos, grupo criminal que negocia «armas, territorios, drogas, alimentos, ropa de marca y servicios médicos». Las descripciones aluden al paisaje urbano como un lugar sitiado del cual sus habitantes no pueden escapar: «Vivimos en una cárcel de puertas abiertas acusados de estorbo. Todos estamos condenados, no tiene caso planear la fuga. Nuestro valemadrismo lo impide. Es mejor sobrevivir por cuenta propia, como no queriendo, con los oídos y la mirada alertas. Por lo pronto parece ser que hay una iniciativa general: no hacer nada, menos a favor del otro. Eso también es actuar.»
Las sequías, el desempleo y la violencia derivada del crimen organizado en otras entidades provocan que cada vez más personas de diversas partes del territorio mexicano emigren a las periferias y a la misma capital en busca de esperanzas. A esto Servín se pregunta: ¿puede haber esperanza en la Ciudad de México? En su ensayo «Epidemia en la ciudad de las distopías», el autor considera que aplicar conceptos de la modernidad como «futuro» o «progreso» en lugares como la capital del país resulta paradójico: «El futuro es un concepto anacrónico en un país como México. Este país ha rebasado con holgura las predicciones apocalípticas más aventuradas. En él coexisten la epidemia y la barbarie. El futuro se convierte todos los días en un cuadro costumbrista. (…) La ciudad de México incuba la distopía. La habita una vasta galería de inasimilables, que ha convertido en símbolo de identidad su lucha por la supervivencia cotidiana.» En este lugar en el que «la barbarie subyace bajo las aspiraciones de civilización y progreso», la línea que separa a autoridades, delincuentes y ciudadanos se vuelve difusa; de ahí que la primera línea de la novela sea: «En esta ciudad todos cargamos con un crimen».
En Al final del vacío, tal falta de contrastes complica un posible reordenamiento del espacio urbano y provoca un aumento en la tasa de robos y asesinatos. Los límites entre lo legal y lo ilegal son difusos. Se trata de «una ciudad de nota roja». El tono apocalíptico aparece en la miseria y el sentido de crisis que desborda al lugar: «Escuelas, fábricas, bodegas, iglesias y campos de futbol eran utilizados como presidios y cementerios. Cientos de detenidos esperaban indolentes juicios sumarios. Las fugas eran comunes pues no había más edificios con capacidad para encarcelar. Muchas iglesias albergaban desplazados. Los curas habían entendido sobre la marcha lo inútil de su prédica. La miseria los exhibía como su cómplice.»
Instituciones a las que se les asignan funciones diferentes a las que deberían tener idealmente, la pérdida de la fe (la utopía de Moro se siente tan ingenua y absurda en un contexto como el nuestro) y la destrucción de los espacios urbanos enmarcan el paisaje catastrófico, que es ocasionado en gran medida por el grupo delincuencial llamado Los Dingos, que toma el control de la ciudad: «Dingos en motonetas o picops patrullaban despacio y el ronroneo de los motores era la única advertencia de su cercanía. Di largos rodeos para evitarlos. Era tan complicado como sortear las barricadas aunque nadie más las defendía. Me topé con autobuses convertidos en refugios o murallas de fuego.»
Recuerdo aquellas barricadas de Bucareli en nuestra nueva cita con el autor. Es marzo de 2016. Esta vez, el lugar es la cantina del Tío Pepe, a unas cuadras del Eje Central. El pretexto es la reedición de Al final del vacío por parte de la Editorial Almadía. Servín pide un gin and tonic. Eduardo y yo, unas cervezas. La charla empieza.
Miguel Ángel Morales: Han pasado casi diez años de la publicación de Al final del vacío. ¿Qué comentarios te provoca regresar a la obra a la luz de su reedición?
Lo que encontré es que sigue siendo un trabajo muy actual, conserva su vigor. De otro modo yo no hubiera aceptado que se reeditara. Creo que tiene un diálogo, una interlocución con el momento que vivimos en México. A la distancia lo veo más como un ejercicio autobiográfico que tomó como gancho la ficción. Cuando yo me pongo a evaluarla hay mucha gente que se va por el lado de la violencia, pero creo que lo más emotivo para mí se encuentra más en la parte autobiográfica que tuve que disfrazar bajo el elemento de un personaje que va a hacer una travesía como la de La Ilíada en una ciudad como esta. Eso fue la coartada que tuve para hablar de mi familia, de mis circunstancias, de mi pasado, sin hacerlo explícitamente como en una autobiografía porque no hubiera podido, no estaba preparado para eso pero me interesaba intentarlo.
Eduardo H.G.: Un aspecto que hace actual al libro es que un año antes de ser publicado la violencia desatada por el narco apenas iniciaba. En el prólogo en esta reedición, Sergio [González Rodríguez] dice que hay una especie de «clarividencia histórica» sobre la cuestión de la violencia, pero ¿qué tipo de violencia es de la que estamos hablando?
A mí lo que me interesa es la violencia cotidiana a partir de las bandas callejeras, a partir de la violencia en las barriadas, a partir del asaltante callejero, a partir del güey que viene y se parte la madre en la calle por robarte un celular. Obviamente esa violencia de los últimos años, creo yo, tiene como tramoya, al crimen organizado, es decir, y de algún modo me obligó a hacer una reflexión sobre mi interés por la nota roja, que era si tú quieres una idea de la nota roja un poco ligada al delincuente común, pero creo que ese concepto de delincuente común ya prácticamente se difuminó. Ya todo está, digámoslo así, acaparado por el gran crimen, por la gran delincuencia que tiene un trasfondo social, político y económico. Entonces este libro para mí fue un colofón a lo que yo venía estudiando y entendiendo sobre lo que era la delincuencia.
MÁM: Cuéntanos un poco sobre los años en los que se gestó Al final del vacío.
En 2002 fue el primer borrador que tuve. Era solamente una historia sobre Los Dingos. Iba a ser un relato largo sobre la pandilla, pero al empezar a analizar sobre muchas otras cosas y a leer muchas cosas que tenían que ver con la criminalización de las ciudades, con la gentrificación, me dio a pensar que esta historia tenía mucho más por contar.
MÁM: Han pasado al menos 15 años de un momento en el que tú captaste cierto tipo de violencia. Después de este tiempo, ¿cómo crees que ha mutado la violencia que se percibe en México?
No creo que haya mutado. Mutar es pensar que había un tipo de delincuencia, un tipo de características y dinámicas adversas que ahora ya no están. Yo creo que son las mismas, lo que pasa es que esto más bien se ha propagado. Yo veo que vivimos en sociedades que están sumamente enfermas de anomias, de patologías, de dinámicas sociales que tienen que ver con la ilegalidad. ¿En qué momento un habitante de una ciudad como ésta, está en lo legal y en qué momento en lo ilegal? Pasamos de una cosa a otra con la mayor naturalidad. Si ahorita entrara un güey que vende piratería que te gusta, lo más seguro es que se la compras. En términos reales lo que estamos cometiendo es un acto ilícito. Así vivimos todos en estos países. De resistencia y economías subsidiarias. Entonces es imposible que un país como este, la corrupción, la delincuencia los queramos ver como fenómenos aparte de otra sociedad a la que aspiramos. Creo que estamos en un amalgamiento de lo legal con lo ilegal, un maridaje del cual yo creo que no vamos a salir. Lo que podríamos hacer, quizás, es regular, proponer unas reglas más justas para todos. Obviamente esto no ocurre en Alemania o en Francia, pero en estos países sí. Las dinámicas sociales más agresivas y las más convulsas vienen de países como éste. Realmente las turbinas de lo que está pasando en el mundo, a mi manera de ver, es por lo que está ocurriendo en países como México, como Colombia, como Brasil, como China.
EHG: Hablamos particularmente en la novela del caso de la Ciudad de México. Me parece que hay una novela postapocalíptica aquí, pero hay una particularidad, cuando uno empieza a leer, antes de que siquiera caiga el orden ya se percibe una sensación de que la ciudad ya se fue al carajo…
Lo que yo creo es que en las condiciones en las que estamos viviendo si tú me dices cómo ves todo esto en 20 años, yo lo veo así. Y quizás en menos. Si tú buscas información sobre qué está pasando en esta ciudad a nivel de especulación inmobiliaria, de problemas de agua, de movilidad vehicular, de contaminación. Todo parece indicar que esta ciudad no podría sobrevivir si no es a partir de su propia autodestrucción, porque esa ha sido la historia de esta ciudad. Esto no es nuevo. Desde su fundación con los aztecas, después con su caída y la reconstrucción con los españoles. La ciudad es y no es la misma. Por eso tú puedes encontrar una riqueza que le fascina tanto al extranjero porque viene aquí y encuentra condiciones del Virreinato, del siglo XIX. Vete al Zócalo y lee una narración de cualquier cronista que visitó el país en el siglo XIX y es lo mismo, estaban con lo mismo que estamos hoy, no sólo fascinados sino también encabronados.
MÁM: Hay un auge en los estudios teóricos que buscan explorar el poder de la figura del Apocalipsis visto como algo no religioso. El apocalipsis, el postapocalipsis y las distopías, se dice, han servido como recursos para que el escritor, en su papel de testigo del futuro y cronista del presente, advierta dos posibles cosas: 1. Las crisis que hay en la sociedad en la que se desenvuelve, o 2. Anunciar que a pesar de que existe un tiempo de catástrofe, puede haber una utopía; todo apocalipsis tiene una promesa de un paraíso.
Aquí la utopía es que se largara el PRI y todos los políticos que tenemos. Si tú puedes ver eso en tu futuro entonces ya estamos hablando de un futuro mejor. Pero eso no va a ocurrir, entonces, ¿qué te queda? La distopía. Entiendo esos cuestionamientos pero también te los dice un güey que vive en Alemania, en Múnich, en Berlín, no vive aquí en Iztapalapa, no vive en tu barrio ni en el mío. Yo también puedo pensar desde la otredad, pero el asunto es que hay que venirse a vivir aquí y sentir las condiciones en las que vive un individuo promedio de esta ciudad, lo que gasta en energía y en adrenalina al treparse al metro en la mañana, de que sabe que su chavo va a la escuela y que el güey está a tiro de piedra del pinche asaltante, de un chingo de cosas, pero nosotros ya lo vemos como normal. Tú vives aquí, tú eres un guerrero. Vete ahorita a Berlín y vas a creer que llegaste al paraíso. Ahí te vas a dar cuenta lo que es vivir en un país como México y en esta ciudad. ¿Cómo estarán las cosas fuera de esta puta ciudad para que a este infierno le digan que es la Ciudad de la Esperanza?
Hace unos años leí un buen libro de Robert D. Kaplan que se llama Viaje al futuro del imperio, que es una gran crónica sociológica alrededor de Estados Unidos. Una de las partes que más me llamó la atención es que planeta cómo la guerra en general y su concepto, se ha trasladado a las ciudades a partir de pequeños regimientos o comandos que desde la urbe están apagando brotes de rebeldía. Esa necesidad de ejércitos poderosos como el gringo está también determinando las nuevas urbanizaciones para que en estas ciudades haya espacio para que pasen tanques, vehículos blindados, para el seguimiento vía GPS. Toda esa tecnología también está determinando la urbanización. Es fascinante, porque uno piensa en la guerra y la piensa como una película de Idris Elba [Bestias sin nación, dir. Cary Fukunaga] y te imaginas África, zonas bélicas. Una de esas pinches guerras en México se desarrollará aquí, en las ciudades. Desde el campo ni pensarlo. ¿Quién vive en la selva? N’omás los zapatistas. Son los únicos que se internan en medio de la selva. Los demás vivimos en ciudades, donde hay un Oxxo cerca.
Yo creo que esto se va a ir haciendo cada vez más notorio en la medida en que el crimen organizado, este Leviatán que hemos armado en los últimos 30 años, tiene esa capacidad de crearte un desmadre dentro de la misma ciudad. Lo que está pasando en Tamaulipas, por ejemplo, es eso; lo que ocurrió en Monterrey, en Ciudad Juárez, todo eso, ¿qué es? ¿A poco la guerra que fue a dar el Ejército todos estos años era en la selva? Ni madres, era en ciudades. Eso es lo que desde mi punto de vista trato de reflejar en libros como éste sin decir que eso es la neta.
EHG: En datos duros, el 2015 fue el año más violento de la ciudad. A pesar de que no se vea tan explotado en los medios, estamos viviendo como tú dices, momentos límite respecto a la violencia. Como dices: no hace falta una gran guerra de carteles en una ciudad como esta para que tengamos incluso estos niveles.
No, porque hay pequeñas células delictivas en todos lados. Entonces, el cabrón de esa célula delictiva un día se emputa porque le quitaron algo y echa a la calle cincuenta culeros a matar gente o a quitarle el control del mercado de droga o de piratería a otro güey. Como aquí vivimos en una sociedad en la que los poderes fácticos están ligados unos con otros, dependerá de nosotros el cómo resistamos. Ve ahora con los cambios de gobierno aquí en la ciudad y todo lo que significan; ahora que entró Morena a esta delegación (Cuauhtémoc), lo hicieron como Frank Nitti en Chicago, a partir la ley y a hacer varias cosas. Eso es normal, es en lo que vivimos. Yo creo que no hay sorpresa. En todo caso hay reacomodos.
MÁM: Me interesa eso que dijiste al inicio de la charla de ver la novela como una especie de épica citadina. Si pensamos en La Ilíada lo hacemos a través de los grandes viajes y desplazamientos que lleva a un héroe a lo largo de muchos lugares. En tu relato, la épica en cambio se centra a lo largo de la ciudad, que, comparado a los pasajes homéricos, resulta más pequeño en cuestión de espacio. ¿Crees que actualmente pueda darse incluso un traslado drástico en ciertas historias a partir de la virtualidad, las tecnologías y el Internet visto como un lugar?
Eso hay que sopesarlo porque uno a veces habla de las redes sociales como si eso fuera algo en lo que todos andamos metidos. Tú pregúntale a ese güey sentado en la cantina si tiene Facebook. Para él sólo existe el periódico. No tiene Twitter ni sube sus mamadas. Habría que ver una estadística que nos diga cuántos habitantes de este país tienen computadora y conexión de Internet. ¿Tú crees que un indio de la Sierra Mixteca anda en Twitter poniendo mamadas en zapoteco? Eso es una cosa para los que vivimos como tú o como yo, para los que estamos al pendiente de lo que se dice mañana en el país. A esa gente esas cosas no les importan, viven en el siglo XX todavía.
A todo hay que darle su justa proporción, porque si no, haces de tu mundo tu ombligo. Este es un país de región 4 y hay mucha gente que aunque tenga tablet, sólo la usa para sus jueguitos. Yo no creo que esto de las nuevas tecnologías a todo mundo lo tengan agarrado de los huevos. Creo que a nivel global no es ni la mitad de la población (aunque habría ver que ver estadísticas) la que está enganchada a esto, como nosotros. En varios lugares no hay ni luz eléctrica, ¿de dónde vas a agarrar Internet? Ahí sigue prevaleciendo la cultura de la televisión. Todo esto habría que repensarlo. Por ejemplo, cuando yo visito a amigos de mi barrio que no se dedican a nada relacionado al arte, nadie habla de esto. Tengo un hermano que usa uno de esos celulares del Oxxo. Si tú le hablas de Twitter, eso a él le vale verga. Es de la gente que va a comprar ropa a los tianguis.
EHG: Regresando un poco al tema del mito, en el prólogo Sergio González también identifica el mito de Orfeo. Tú construyes en este caos la búsqueda del personaje de su chica que se pierde, ella es la que lo motiva en toda la novela. ¿Cómo decidiste crear esa idea?
La épica, tal como ustedes mencionaron antes, era un asunto de un héroe que salía de su hogar y no regresaba en años, iba a conquistar algo y tenía que regresar mucho después o morir en ese intento. Ahora no. En las épicas urbanas de hoy tienes al hombre que se trepa al metro en Pantitlán y trabaja en Santa Fe, por decir algo. Esas son las nuevas épicas urbanas en las que el hombre común sustituye al héroe. El héroe es el singular, el que salva. Aquí también hay un chingo de esos que cumplen con esa función y trayectoria del héroe, pero que no son héroes, son sobrevivientes. La novela iba un poco en torno a esa idea. La figura de la chica sólo está en la mente de ese güey, nunca aparece, y si fuera un héroe al terminar se da cuenta que ella está muerta. Si fuera una historia clásica todo hubiera terminado bien.
Una gran parábola de todo esto es sin duda Juego de tronos. ¿La han visto? En México sería algo así como «Lucha de cárteles». Se pudo haber llamado así. Por eso me encanta. Ahí están Los Zetas, el otro pinche barbón pudo haber estado en el Cartel Jalisco Nueva Generación. Ahí los veo. Incluso hasta por las regiones, dices «claro, esos güeyes viven en la nieve, en el norte». De Algún modo también hay un entrecruzamiento de eras, de narrativas, de ficciones. Es lo que vivimos. Entre el siglo XIX y el siglo XXI en este país de pronto las distancias no están tan lejanas. El país avanza como siempre ha avanzado: cojo, dando un paso adelante y dos atrás. Este es el primer mundo de la región 4, pero vete a las orillas del país y te das cuenta que esto es Angola. Eso es lo que ha sido Oaxaca desde siempre. Ve cómo vive la gente ahí. Te sales del centro hipster y esto parece relato de Manuel Payno, cabrón. Una miseria enorme.
EHG: Has dicho que parte de tu obra es autobiográfica y me llama la atención que hablas mucho del centro de la ciudad y por otro lado de la periferia. Cuando el personaje va a la periferia y parece ser que esas zonas son el Apocalipsis. Ahí hablas de este personaje, Luciano. ¿Qué tanto de tu vida está reflejada en esos fragmentos?
Luciano está inspirado en mi padre. Él se llamaba Lucio. Realmente es como encontrarlo. Mi padre vivía en esas condiciones de miseria. Mi padre era joyero y tenía un pequeño taller aquí en 16 de septiembre hace muchos años. Lo perdió porque llegaron unos judíos que empezaron a maquilar la joyería. Con él ya nadie iba porque lo hacía todo a mano, se tardaba más. Mi padre la hacía cotizaciones a los rateros del barrio, que le llevaban lo robado. Yo crecí en este tipo de ambiente, de gente que no es violenta, trabaja con la trácala. Su habilidad está en haber qué sacan con el verbo o con lo que saben hacer. Mi padre era un estupendo joyero. Cuando se quedó sin su taller, se fue a recluir al Infiernavit donde vivíamos. En la novela se llama La Perrera. El güey se paraba en el zaguán y llegaba la gente y le decía: «don Lucio, buenas tardes, le traemos esto». Eran puros rateros los que iban a la casa. Él decía: «Pues voy a ver». Iba por sus herramientas de trabajo y les valuaba lo que llevaban y ellos se lo ofrecían. Después ya había güeyes que llevaban muebles viejos. Puro pinche chacarrero. Y eso que cuenta la novela de que se robaban las coladeras es cierto. Eso fue en mi adolescencia, en los 70. Si tu vives en una de estas colonias de este tipo, te vas a dar cuenta que hay muchos chacalillos así. Incluso puede ser tu vecino.
Desde que yo me empecé a formar como lector serio me empezaron a interesar este tipo de historias, las de Manuel Payno, las de José Revueltas, las de Ricardo Garibay, las de Luis Spota, las de las novelas policiacas, las de Charles Dickens. Oliver Twist se me hace un novelón. Historia de dos ciudades. Esos güeyes trataron de reflejar sus sociedades de gente que vive al margen de todo. Dostoievski. Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov. Todas esas historias estuvieron antes. No estamos inventando nada.
MÁM: Tu narrativa está hecha de varios géneros y temas particulares, entre otros, el periodismo, la novela negra, y las historias de individuos misántropos, problemáticos, parias. Paralelamente, a Servín lo veo como un escritor que se coloca en los márgenes porque no le interesa pertenecer a cierta élite literaria, porque desde su posición puede criticar ciertos temas que desde un centro difícilmente podría hacerse.
Eso es verdad, en gran parte porque no tengo nada. ¿De qué me podría jactar? Yo no vengo de una familia de varo. Lo que yo gano me da apenas lo mínimo para vivir y comprar mis vicios. Afortunadamente ya no pago renta. El departamento que tenemos lo compramos gracias a que yo tenía un crédito Infonavit por trabajar nueve años como godínez en un banco. Ni coche tengo. Lo pienso y me digo «Eso es un riesgo más. A mí me gusta chupar y me gustan las drogas». ¿Para qué quieres un carro? ¡Es la peor inversión! Con cosas como el alcoholímetro pasas hasta la vergüenza de que te grabe un tipo y al rato salgas en las redes sociales. Olvídate. Es como la nueva Santa Inquisición. Por eso estoy bien al margen de todo.
MÁM: Por último, ¿pensaste en una idea de fin de los tiempos o algo por el estilo a la hora de escribir la novela?
Sí, sobre todo en una disgregación de las ideas, una disgregación de las identidades nacionales, una disgregación de la idea del Estado como alguien que te protege, una disgregación de la comunidad. ¿Cuánto tiempo va a pasar para que se expanda esto? No lo sé, tal vez ya estamos en ese proceso, solo que algunos ingenuos como nosotros, que creemos en la legalidad, en la civilización, en la cultura, no lo alcanzamos a ver directamente. Pero allá afuera ya hay diez personas que te dan diez vueltas en cuestiones de darle vuelta a la situación. Esos son los que sobrevivirán.
Escribí la novela motivado por tres reflexiones. La primera: hay una división social tajante entre dos clases sociales. La segunda: este es un país profundamente dividido históricamente. Tercera: la misma globalización ya creó un pequeño margen de riqueza que puede agrupar a una clase media mundial que es la que compra cosas de marca; otro sector vive en otra lógica, una al margen de la ley. Se trata de dos visiones de mundo. Esto ha propiciado que incluso en las mismas colonias, demarcaciones, barrios o unidades habitacionales se forme una división que recuerda mucho a las hordas primitivas, y en las cuales cada grupito se defiende de los embates del enemigo. Como en las cruzadas, pero en chiquito. Pequeñas resistencias, micronacionalismos. Esa es la apuesta de la novela.
También surge por mi contexto, el lugar en donde vivo. Es una Franja de Gazita.¿Qué pasaría si un día llegas a tu casa y te dicen que alrededor de donde vives ya todo está bardeado? No lo aguantarías, ¿verdad? Es una paradoja porque por un lado los que vivimos dentro de la valla nos sentimos atrapados, pero por otro, no sufres de asaltos. Allá afuera están los manifestantes que se han apropiado de los parques, de las zonas que eran tranquilas. Empiezas a sentir un pedo de territorialidad. Como ciudadano te preguntas: ¿de qué lado puedo estar? En el fondo yo sé que ninguna de las dos fuerzas (la autoridad y el pueblo bueno) me corresponden. ¿A cuál voy a defender? A la que está de mi lado, que es donde yo vivo, donde vive mi mujer. Pero resulta que del lado que yo vivo se encuentra la Policía y a estos hijos de puta los odio. Estoy los Balcanes, en el Berlín de la Guerra Fría, contextos en donde familias completas divididas por una valla, familias que se quedaban unas en un lado y otras en otro y se mataron entre ellas, o familias que querían regresar y no pudieron. Este ambiente no lo estamos percibiendo en su justa dimensión pero te aseguro a que este es un fenómeno que se va a propagar a lo grande en este país porque somos muchos Méxicos. Y en muchos aspectos México parece una gran Franja de Gaza.
En la novela trato de plasmar ese anarquismo que surge cuando tú ya no encuentras una cabeza visible. Es como si tú vivieras en una lógica tradicional de familia y preguntaras por el papá. Sólo encuentras a los hermanos mayores, que están perdidos, disgregados. Cada quien jala por su cuenta. Eso es lo que genera el neoliberalismo, una anarquía en el sentido peyorativo. Ese es el fin de los tiempos en esta época: es la nueva modernidad en donde ya no hay padres, ni ideologías.