En busca de flores en el cráter del obús. Reflexiones y preguntas en torno a la exposición de Otto Dix

Por Iván los Pájaros

El pasado domingo concluyó la exposición Otto Dix. Violencia y pasión en el Museo Nacional de Arte. Se trató de la primera muestra a gran escala en México y Latinoamérica del pintor alemán y que dio cuenta, gracias a una excelente curaduría a cargo de Ulrike Lorenz, del entramado entre la producción artística, el contexto histórico de la época y la propia vida del artista nacido en Untermhaus.

A grandes rasgos, de la obra de Dix llegan atroces imágenes de guerra: cuerpos mutilados, caballos despanzurrados, cadáveres pudriéndose en las trincheras, cráneos rebosantes de gusanos, rostros aterrorizados, resignados o llanamente descarnados. También otras de la vida en los márgenes de la sociedad alemana de entreguerras, el lado sombrío del ascenso de la República de Weimar: mutilados y mendigos ignorados en las calles, prostitutas fláccidas y decadentes, psicópatas, asesinos sexuales (feminicidas), múltiples escenas de crimen y vejación urbana…

En cuanto a sus inclinaciones estéticas se podría hablar de su gusto por lo grotesco, allí donde amarran en contraste brutal los opuestos y donde la esencia dialéctica del mundo se expresa sin escatimar nada. Pero sería decir poco, pues Otto Dix hizo del eclecticismo su mejor aliado; conjugó la precisión del detalle renacentista con técnicas vanguardistas, la sorna indomeñable del dadaísmo convive con la recuperación crítica de la figuración y de la alegoría, así como el dinamismo mecánico, propio del cubismo y del futurismo, colisiona con la expresión cruda de la muerte y la desolación… Muchos “ismos” para un artista que no permaneció en ningún molde y que confió con plenitud en su mirada arrojada sobre los acontecimientos.

Ante todo, Dix se afirmó como un pintor realista por curiosidad y convicción. Las vanguardias artísticas que imperaron durante su época sólo le preocuparon en función de lo que buscaba retratar y no al mismo grado que esa otra vanguardia, siempre al frente y despedazada en las trincheras, como relata a propósito de la Primera Guerra Mundial en una entrevista de 1963:

Obviamente cuando uno se movilizaba y tenía que avanzar lentamente hacia el frente, se topaba con una balacera infernal continua. Pero mientras más se avanzaba, menos miedo se sentía. Ya adelante, totalmente al frente, el miedo desaparecía. Yo debía experimentar todos estos fenómenos a como diera lugar. También tenía que presenciar cómo alguien de repente se desplomaba junto a mí y ¡adiós! Realmente debía vivir todo eso con detalle. Yo lo quise así. Tampoco soy un pacifista en lo más mínimo. O tal vez he sido un hombre muy curioso. Tenía que verlo todo por mí mismo. Y es que soy un realista, sabe usted, que necesita verlo todo con sus propios ojos para corroborar que es así.

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Fanático de la realidad y no obstante de confección visionaria (miró fijamente ese prurito sumamente real que con frecuencia se nos escapa), el pintor deja clara su misión de captar en lo exterior la expresión de lo más íntimo. La realidad como un fenómeno orgánico, integral, y no como mera representación de lo dado. Su mirada acecha, exfolia la vida del cadáver. No se trata de la muerte así nomás, sino la muerte aguda del siemprevivo. Lo mismo pasa en sus retratos de la sociedad burguesa en «tiempos de paz», su ojo clínico disecciona a los sujetos, condensa en su gesto corporal la energía vital que domina o que se extingue en ellos, eso que pasa afuera y expresa el retruécano visceral de los adentros.

En La trinchera (1923), una de las obras confiscadas por el régimen nazi no sin antes catalogar a Dix como «artista degenerado» (¿sería muy raro que la pieza aparezca un día en la subasta de la colección de algún viejo magnate marca Forbes?), muestra con agresividad y en gran formato esa nueva objetividad que se enuncia sobre el estilo. Una manera de ver que rebasa el tiempo y el contexto de la obra para insertarse en el cuerpo del espectador arrasado por la fuerza del lienzo.

Allí es cuando uno cobra conciencia no de Dix ni de La trinchera, sino de la guerra que corre, de las imágenes que vuelven, que no paran de repetirse en distintos tiempos y latitudes. Las osamentas, los desmembrados y los desollados respiran entre la maleza. Muertos sin sepultura, desaparecidos que no logran su fantasma ni siquiera con la textura (también desaparecida) del óleo en cuestión. El rostro de Julio César Mondragón gotea sobre esa reproducción en acrílico de una obra probablemente destruida. La noche de Iguala, por citar un suceso entre una larga lista que no para de sumar nombres, lugares y falsas resoluciones, no parece tan lejos de ese paisaje inhumano y es también la expresión de una guerra no declarada directamente. ¿Contra quienes? ¿Es natural pensar en ello frente a un cuadro de Otto Dix? ¿Por qué?

Y es que resultaba difícil deambular por la exposición, abstraerse en los grabados y las pinturas y regresar al aquí y ahora sin toparse de bruces con lo que viene sucediendo fuera de los museos, detrás del espectáculo montado por el gobierno y sus medios, allá en los márgenes de las ciudades y cada vez más adentro, fluyendo en esos bordes que tanto interesaban a Dix. En los Avances del pelotón mecanizado (aguafuerte, 1924) los soldados del progreso avanzan como autómatas (¿desde dónde jala los hilos el Dr. Caligari?) sobre un atole espeso de cuerpos indiferenciados, hambrientos de no se sabe qué, llevando bombas y metralletas para matar hasta lo muerto. No reflexionan, obedecen y ejecutan, no dejan de avanzar. Sea a la vanguardia o en la retaguardia, son un pelotón moderno. ¿No fueron las dos guerras mundiales la cumbre del progreso tecnológico y la apología de la experimentación del poder a escala masiva?

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Luego de toda esa hiel conjurada por el artista, una vez terminada la primera guerra y después de la segunda, la mirada de Otto Dix se trasladaba a la sociedad de la posguerra, próspera en su hipocresía y ávida de entretenimiento. También regresaba a la pintura de paisajes, a la explosión del color en variadas escenas urbanas, así como al autorretrato acompañado de sus hijos, de su nieta Marcella. Y entonces Otto Dix sonríe insólitamente, abandona la mirada furiosa y escrutadora de chacal tras los arbustos, sonríe lejos de la carcajada maniática de Dadá-Dix en su versión de asesino sexual o feminicida. Sonríe el abuelo con su nieta en brazos, en calma y en paralelo con ese otro autorretrato como calavera, como si cada lienzo y cada grabado realizados fueran remedios de una misma cura, de un deseo de salud y de descanso.

Al final, y esto es algo que sugiere la curaduría más allá del mote de “violencia y pasión”, el objetivo de Dix siempre fue encontrar la semilla de un renacimiento entre la barbarie, un amanecer que expurgara de sí el sol sangriento de la guerra y que hiciera de la destrucción el abono de otro mundo posible, como en ese cráter de obús rodeado por flores.

Y más al final, saliendo de la sala de exposición, el espectador se vio arrojado a la tienda de suvenires. Había playeras, libretas, plumas, encendedores, cigarreras, sombrillas, imanes y hasta cojines. No encontré ninguna reproducción de ese cráter lleno de flores, pero sí muchas calacas con lombrices.

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