POR MIGUEL ÁNGEL MORALES / @mickeymetal
FOTO: LUIS MANUEL RIVERA
De la cantidad de libros teóricos, compilaciones y ensayos sobre la producción literaria latinoamericana del presente siglo pueden especularse cosas ambiguas: a) aún están germinándose en cierta academia, b) se encuentran próximos a publicarse gracias a alguna editorial arriesgada, c) de nada sirven ya que el Internet lo copa todo. No es necesario rastrear demasiado en las pilas de novedades de las librerías para deducir lo evidente: hay una escasez de publicaciones entusiastas de trazar cartografías actuales del ámbito literario regional. Ante tal carencia, el lector curioso probablemente buscará este tipo de títulos a través de alguna editorial sudamericana o estadounidense, aunque lo más práctico, tal vez, sea hurgar en los locales cerrados y revisterías, lugares donde usualmente uno encuentra el termómetro de la actualidad y el porvenir. Cosa aventurada es editar un libro de una naturaleza que usualmente asociamos a las revistas, ya que se requiere un ojo sagaz para escribir y elegir aquellas propuestas dignas de ser cinceladas en una publicación atípica. Eso es lo que ha hecho Festina, joven editorial mexicana encabezada por David González Tolosa y Juan Antonio del Monte, la cual lanza un libro que incluye artículos, perfiles y críticas sobre una treintena escritores que se caracterizan por su disciplina, rigurosidad y cariz incómodo ante ciertas estéticas o corrientes hegemónicas. El libro se llama La piedra que se escribe. Narrativa latinoamericana desde el presente. En él, su autor, Antonio Jiménez Morato (Madrid, 1976), urde una especie de canon que no se basa en una espectacularidad de nombres plegados en marquesinas, mas sí en una serie de escritores que atacan a sus lectores. Mediante una prosa que funge como ruta antisolemne en donde el lector puede caminar no pocas veces asombrado, Jiménez Morato propone una ética de los márgenes que lo mismo se detiene en Mario Levrero que en Alejandro Zambra o en Nicolás Cabral. La apuesta es manifestar una «voluntad de permanencia», proyecto para nada menor. Descripción inmejorable del trabajo de orfebre de Antonio es la cita de Héctor Libertella ocupada a modo de epígrafe: «hace su negocio incluyéndose en un campo convencional de posibles negocios, invierte a largo plazo indiferente al mecanismo de las pérdidas o de las ganancias y que, ajena a la conquista de rápidos efectos de mercado, sólo «funciona» (…) compulsivamente en las cuevas».
En suma, estamos ante un mapa que ubica sucintamente y en su contexto a sus cartas literarias, todas ellas de primer orden. Coincidiendo con tal publicación, pude charlar con él.
El libro contiene casi una decena de ensayos y perfiles acerca de autores mexicanos. ¿Qué escritores de estas tierras son los que más han llamado tu atención de un tiempo para acá?
De literatura mexicana puedo leer 20 libros al año. Posiblemente las literaturas más potentes que hay en lengua española hoy son la argentina, la mexicana y desde hace unos 10 o 15 años, la chilena, que siempre había sido una literatura con una producción de poesía de altísima calidad, pero de un tiempo para acá, Chile está produciendo también narradores muy interesantes. En el caso de la literatura mexicana, puedo nombrar a Yuri Herrera, Valeria Luiselli, Laia Jufresa, Brenda Lozano, Antonio Ortuño, Daniel Fragoso… Tryno Maldonado está haciendo algo muy interesante al mezclar la vocación literaria con la militancia con todo el tema de Ayotzinapa. Uno de los autores que estoy trabajando en la tesis es Salvador Elizondo. Tengo una especial debilidad por los llamados autores de la Casa del Lago: Elizondo, García Ponce y demás. Tengo muchas ganas de leer el libro con el que Luciano Concheira quedó finalista del Anagrama, que debe estar a punto de publicarlo. En general estoy bastante atento a lo que se produce en la literatura y no es ningún tipo de sacrificio, sino un interés personal.
Lo primero que, creo, caracteriza a este libro es que es muy fresco debido en gran parte a que toma ciertos autores de más o menos reciente aparición. Algunos publicaron su primera obra hace no más de diez años. No es algo muy común en un libro en el ámbito literario en México. Es más común a las revistas culturales (La Tempestad, Letras Libres, Tierra Adentro, Nexos) que se encarguen de cubrir el espectro cultural y el pulso de la actualidad. También eso le atañe a las secciones culturales de los periódicos. Pero que haya un impulso de teorizar en un libro acerca de autores recientes es en cierta forma peculiar. ¿A qué se debe tu interés?
Yo creo que hay una cuestión muy interesante en lo que estás diciendo: la actualidad suele ser pasto y terreno del periodismo, que es donde se está ejerciendo la batalla por ocupar un lugar en el campo literario; mientras que en la academia, los libros y los textos más conformados tienen un ritmo mucho más, digamos, lento. Esperan a que esos autores ya estén más o menos reconocidos y tengan un lugar establecido y es entonces cuando se realiza la labor crítica sobre ellos, cosa muy lógica además, porque esa labor crítica hasta cierto punto requiere y exige ese sosiego frente a la velocidad y a la inminencia del periodismo. Hay una cosa que me parece muy interesante: en años bastante recientes se ha producido una serie de fenómenos exitosos en la literatura latinoamericana, que surgen particularmente tras la muerte de Bolaño. Nunca ha habido un interés tan acuciante por parte de editores en otras lenguas a la hora de traducir autores latinoamericanos. Por eso me interesó ese terreno poco explorado.
¿Hay entonces una estrategia editorial para la búsqueda del sucesor de Bolaño? «Tenemos al nuevo Bolaño y lo encontramos nosotros», seguro han de pensar las editoriales.
Hay otra idea muy persistente a lo largo de La piedra que se escribe, que se encuentra moldeada por el concepto de literatura menor, entendido en dos acepciones, el primero como lo ocupa Bolaño (y señalado dentro del libro) para criticar ferozmente a aquellos autores propios de una fiebre editorial, mercantill; el segundo, en su sentido original como lo acuñaron Deleuze y Güattari, que sirve para trazar una línea de ciertos autores desterritorializados y alejados en muchos casos de una centralidad de lo que llamamos canon, pero que se vuelven figuras principales. Esto se puede aplicar a escritores mexicanos como a latinoamericanos en general. Vemos cómo en Uruguay y Sudamérica el mito Levrero es un canon prácticamente cuajado ¿Cómo has pensado esa relación problemática entre esa literatura menor denostada, que no tiene proyección, y la otra literatura menor, de particularidades, y reconfiguraciones de lo que conocemos como canon?
Va a haber sorpresas con el legado de Levrero, buenas sorpresas. Yo he tenido la suerte de estar trabajando con el archivo de Levrero, con sus manuscritos y todavía hay cositas por publicar. Habría que analizar lo que planteas y tal como lo planteas sobre cómo se establece el canon y en qué momento se fija. Hay que preguntarse si el canon es consensuado y en qué medida es consensuado. Una cosa muy interesante del canon es que, para funcionar a efectos metodológicos y prácticos, tiene que ser aceptado y en el momento en que es aceptado se torna, por así decirlo, modelo, se vuelve hegemónico. Precisamente el caso de Levrero es paradigmático porque se está convirtiendo en canon por haber sido un anticanónico intencionado durante toda su vida. La manera en que él concebía la práctica literaria y la escritura era muy escorada como para considerarlo un autor canónico, y paradójicamente se está convirtiendo en eso.
Respondiendo a lo otro: efectivamente hay una cita de Deleuze-Guattari, del libro Kafka: por una literatura menor, que yo creo que es muy importante por lo que nos vienen a decir porque siempre se hace la lectura inmediata, explícita, de la metáfora sobre Kafka: que era un tipo que escribe en alemán y no precisamente en un alemán sofisticado, más bien bastante seco, además vivía en un entorno de exaltación patriótica rodeado de checos y siempre se quedan con esa idea de lo aislado, del hombre-islote. Pero lo que vienen a decir Deleuze y Guattari es que cada autor tiene la obligación de generar ese aislamiento, es decir, que cada uno tiene que encontrar en su experiencia personal su tercer mundo particular desde el cual trabajar y proyectarse al exterior. Entonces sí, hasta cierto punto yo ahí me planto en una postura radical y planteo una idea subyacente en muchos de los autores elegidos en el libro por lo que me interesan: tienen una capacidad de automarginalizarse, de generar ese propio lugar de la reivindicación desde el cual alzan la voz. A efectos de la concepción que hay de la literatura que se hace en México, yo creo que habría también que replantearse la misma idea y los clichés que durante años se han dado sobre la literatura mexicana. Hay uno muy repetido que es el del supuesto realismo de la narrativa mexicana, que la literatura mexicana es realista sin más. Pero la respuesta sería «sí y no». Es realista Pedro Páramo, y son realistas los cuentos de Arreola, y lo son también los textos de García Ponce. Al mismo tiempo no lo son. Sí que hay una escuela que tradicionalmente produjo cualquier tipo de intervención a la sombra del poder para que sea más manipulable, explícitamente ideológica y muy reconocible, que tal vez floreció bajo el dominio del PRI, pero yo creo que México lleva muchos años demostrando que la realidad es mucho más amplia que ese realismo acotado en la que se la ha querido encasillar y que (para hablar de autores de hoy) la literatura de Alberto Chimal, de BEF, de José Luis Zárate también ofrece criterios realistas si uno la lee atentamente. Yo creo que todo autor interesante es el que llega a sospechar de sí mismo. Es decir, por ejemplo un autor de ciencia ficción que sospecha que lo que hace no es tanto de ciencia ficción; o un autor que sabe que está trabajando desde una perspectiva más realista pero que incluye unas cuantas cosas raras como para aceptarlas sin más como parte del realismo. Esos detalles son lo que me interesa de un autor.
Hay un universo muy característico de estos autores que has elegido en el libro. Podríamos unir a Zambra con Piglia, a Chejfec con Marcelo Cohen, a Yuri Herrera con Sada. Y siempre se encuentra la sombra de Fogwill. Veo estilos que extrañamente se hermanan. Por ejemplo, del barroquismo de Sada a la prosa cincelada de Nicolás Cabral parecería que no hay paralelismos, y sin embargo, hay una correspondencia secreta…
Creo que sí se pueden encontrar unos ecos entre Sada y Cabral más allá de una cuestión discursiva, del tono que elige cada uno. Como bien dices, Sada llega a unos límites de exuberancia extraordinarios; era un tipo muy consciente de su dominio de la materia verbal y hasta cierto punto se podría decir que él era menos exhibicionista de lo que podríamos pensar. Él escribió un cuento entero en octosílabos que suena perfecto. Luego tenemos su grandísima novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, que se encuentra posiblemente entre las mejores novelas que se hayan escrito en castellano en los últimos 25 años. Si eligiéramos las cinco primeras, posiblemente 2666, La novela luminosa y Porque parece mentira… serían tres de las infaltables. Es un monumento. Pero hay una cosa que va más allá de esa exuberancia verbal: Sada tenía un rigor y un respeto por la labor de la literatura, un compromiso con la excelencia literaria y hasta cierto punto con el elitismo de la literatura inquebrantable, el cual comparte plenamente con Cabral. Es una cosa muy interesante porque no es evidente de modo superficial. Cabral ha publicado hasta el momento la novela Catálogo de formas. Conviene recordar que este libro utiliza como excusa argumental la biografía de Juan O’Gorman de una manera más o menos criptica o más o menos explícita, a juicio de cada uno, y que en particular en la cubierta se ha elegido un detalle de la casa de O’Gorman de 1929. Es un texto que pretende retratar también (lo cual habla muy bien de los afectos estéticos de Nicolás) la vida de un arquitecto funcionalista que prescinde del adorno y del ornato de joven y más tarde evoluciona a un organicismo quizás naif pero muy apasionado, y por lo tanto la forma del texto aparece también con un estilo lo más llano y lo más directo posible, pero no simple. Hay un correlato, una coherencia total y absoluta en esa elección. Cualquiera que haya leído uno de los artículos de Nicolás Cabral en La Tempestad sabe que puede generar frases mucho más complejas y extensas de las que usa en la novela. Una de las cosas que él está trabajando ahora en un ensayo largo tiene que ver con eso, con el desarrollo y estudio de la frase compleja y su sentido. Entonces, yo creo que en el fondo tanto Sada como Cabral son autores que son muy conscientes de los mecanismos de la escritura y de cómo el estilo se tiene que adecuar a lo que se está contando. Hay una cita en particular de Héctor Libertella que me gusta mucho y es la de «el problema paleolítico entre el fondo y la forma». Están totalmente imbricados. Un buen texto es aquel que entiende perfectamente que la forma tiene que ser el vehículo del fondo, que ambos son un correlato el uno del otro, y al mismo tiempo la forma acaba marcando de una manera drástica e imponiendo cuál es el tipo de fondo que puede ser narrado. Sada y Cabral son autores que ejemplifican esta cuestión perfectamente: establecen un acercamiento a la escritura muy diferente en resultados, en producción, pero que parten de una posición muy semejante. Hay una sofisticación, una coherencia y un compromiso total y absoluto con el hecho literario.
Encuentro en el libro algo que me pareció muy curioso, que es la relación que tienen algunos de los autores con las imágenes y en general con otras disciplinas artísticas: una fotografía periodística ilustra la portada del libro de Sada, Verónica Gerber tiene en las artes visuales una materia prima, Fabián Casas ha trabajado en el guion de la última película de Lisandro Alonso, Nicolás Cabral es un experto del lenguaje cinematográfico, etc. Esta relación, que en tu texto sobre Silvia Molloy se hace más evidente —el título de la reseña se llama «Eternal sunshine of the spotless mind», como la película—; se trata de autores que están completamente adaptados al contacto continuo de imágenes.
Sí, totalmente. De pronto la tecnología nos ha convertido a todos en artistas polifacéticos. Uno tiene un Instagram y puede ser fotógrafo. Usar filtros y edición. Uno se puede acostumbrar a encuadrar muy bien, cómo captar el instante y cómo generar ciertos efectos. La fotografía ha cambiado mucho a causa de Instagram, eso es un hecho ya. Por otro lado, si tienes Twitter puedes ser un opinador político o social. Si tienes un blog puedes ser un literato, etc. Las posibilidades que nos está ofreciendo el presente son muy abiertas, uno puede entrar en un montón de campos. También pasa otra cosa muy interesante, que es algo de lo que yo me he preguntado mucho últimamente sobre la crítica: ¿la crítica no es siempre un género literario en tanto que se hace con palabras y utiliza como soporte el texto? Hay una cosa muy curiosa: se hace crítica de música, crítica de arquitectura, crítica de cine, crítica de arte, crítica de literatura pero son siempre textos. No se hace crítica de cine que sea cine, o una producción plástica que sea una crítica de una producción plástica. Cuando se da, normalmente la interpretación que se hace desde la crítica en soporte textual para seguir arrimando el ascua a su sardina y, de alguna manera, proteger sus fronteras y seguir siendo los que se encargan de esa evaluación, se dice que se establecen diálogos entre creadores. Si, por ejemplo, un cineasta se dedica a citar, cuestionar o plagiar a algún cineasta anterior, lo que se está produciendo según la crítica textual es un diálogo. No consideran que lo que se está haciendo es crítica, porque en teoría, la crítica se hace en revistas, en periódicos, en la academia. Es algo muy desafortunado, y hasta cierto punto interesado, ¿no? En tanto que esto pretende ser un libro de crítica, un libro ensayístico que se acerca sobre todo a producciones literarias, también lo que se pregunta es eso: en qué medida a día de hoy podemos establecer compartimentos herméticos, en qué medida hoy es imposible concebir la creación literaria desde un compartimento estanco. Es imposible entender la literatura de César Aira sin las referencias constantes a la vanguardia artística. Posiblemente, su mayor influencia como creador no sea un escritor sino Duchamp. Creo que ese tipo de cuestiones se tienen que tomar en cuenta y la crítica tiene que interesarse por ellas, trabajarlas y pensarlas.
Uno de los problemas serios de la crítica y por lo que la crítica ha sido muy vapuleada y ninguneada es por la función que hace de establecer valor. A una editorial grande, llámese Random House o Planeta con todas sus 20 mil editoriales por mencionar a las dos grandes en castellano, no le interesa que venga alguien y diga «este libro es mejor que los otros». Le interesa que una persona entre a una librería y compre todo de una manera acrítica. Lo hemos visto hace unos días: llegaba la hora del Nobel y otra vez aparecían las apuestas de quién se lo iba a llevar. Evidentemente nadie del mundo literario iba a protestar porque Murakami aparezca pertinazmente como uno de los favoritos, aunque prácticamente todos los que nos dedicamos a esto y leemos con cierta frecuencia no nos tomamos muy en serio a Murakami.
Qué mejor ejemplo que el caso de Dylan, ¿no?
Por supuesto. A día de hoy, por lo que sé, Dylan no le ha contestado el teléfono a la academia sueca. Yo en parte entiendo a este hombre. Me está gustando su actitud. Creo que en toda esta historia él es quien está siendo el más inteligente, que es decir: «Yo no he pedido el premio, me lo habéis dado y tampoco voy a correr como un perrillo faldero para aparentar agradecimiento». Lo de Dylan es una cosa particular. A raíz del fallo, han pasado unos cuantos días, pero ha habido una avalancha de opiniones, artículos y tuits sobre lo pertinente o no de darle el premio a un músico, de si Bob Dylan es literatura o no. Una cosa que me llama mucho la atención es que yo no he leído ningún tipo de protesta por parte de gente que está en la música, al contrario, he leído a otros compositores, cantautores, etc., alegrarse mucho porque le dieron el premio. Pero no he leído a nadie del mundo de la música que haya establecido un juicio crítico al respecto, un juicio negativo en concreto. En el fondo hay una cosa muy importante en todo esto que es afirmar que la música de Dylan también puede ser literatura, poesía. Y una cosa que estamos olvidando al hilo de esto: Bob Dylan no ha publicado un solo libro de versos; ha publicado una novela y un libro de memorias. Él considera que no puede separar las letras de sus canciones de su música. Yo hasta cierto punto si fuera Dylan no estaría tan cómodo de que de una manera tan categórica los de la Academia hayan dicho: «Usted es un poeta». Yo diría «Perdóneme, yo soy un músico. Es una opción tan importante como la de escritor. Yo no tengo la culpa de que ustedes no tengan un Nobel de música». Yo creo que Dylan está un poco con esa actitud de desapego e indiferencia porque está lanzando un mensaje muy interesante, que es: «Todo esto está muy bien pero tampoco hay que dar tanto salto por el premio. Yo ya tengo el reconocimiento de ser lo que soy, que es ser uno de los compositores fundamentales del siglo XX, entonces si me dan este premio está muy bien. Pero yo no soy un poeta». No es el caso de Leonard Cohen, que empezó como poeta pero se dio cuenta de que iba a ganar mucho más dinero y que tenía mucho más público si se subía a un escenario tras ir a recitales de música. Bob Dylan canta como una rata asustada, porque afirmémoslo: tiene una voz horrorosa, pero el tipo ha hecho música desde un principio, es decir, ha sido coherente al defenderse y aferrarse a una guitarra, cosa que Cohen no hizo; Cohen medio recita, canturrea poemas y demás, Dylan canta y hace canciones para ser cantadas. En toda esta historia, Dylan es el que está teniendo una lectura más inteligente de los hechos y al mismo tiempo mucho más incómoda.
Regresando a la pregunta, yo creo que es un error hoy seguir leyendo la literatura sólo desde la literatura. De hecho, creo que hasta cierto punto es una de las razones por las que mucha gente ha estado a empezar un poco harta de la literatura. Esta idea de trabajar siempre dentro de las mismas referencias.
Pero esta imagen romántica también nos ha sido legada por modelos de escritor como Kafka, ¿no? No es que Kafka sea el culpable de ello —en todo caso el modelo lo popularizó Flaubert—, pero esta idea difundida del escritor encerrado en su cuarto sin contacto con el exterior es la representación de cierta exquisitez propia del literato, del creador alejado de los otros.
Sí, es una paradoja. Pero a veces olvidamos algo muy importante con el tema de la literatura. La literatura es un acto solitario, es un acto de deshacerse del mundo. Cuando uno se pone a leer un libro se está alejando del entorno. La literatura se hace en soledad. Me gusta mucho un ejemplo de cómo funciona esto: en su momento Michael Cimino le propuso a Raymond Carver un proyecto que era realizar una biografía de Dostoyevski. Lo que le interesaba a Cimino era la biografía más o menos agitada de ese hombre que fue ludópata, alcohólico, tuvo un montón de problemas personales y cosas por el estilo. Carver le insistía mucho a Cimino a la hora de trabajar en un hecho evidente: Dostoyevski no es famoso por eso. No es famoso por haber sido un ludópata, ni es famoso por haber llevado la vida que llevó. Es famoso porque escribió Los hermanos Karamázov, Crimen y castigo, El idiota, etcétera. Eso lo hizo estando un montón de horas sentado solo escribiendo. Yo tengo que hacer un guión en donde eso se vea, que la vida del escritor es estar muchas horas solo leyendo y escribiendo. Es una cosa que se olvida en casos como el de Hemingway. Siempre se destaca que el tipo escribía parado, que iba a los sanfermines, que era un borracho, que iba a darse siempre una vuelta por La Habana para tomarse mojitos. Pero lo que no se recuerda es que de sus 24 horas de cada día se pasaba un montón de tiempo escribiendo como un obseso. Uno no escribe como escribe Hemingway de una manera automática. Incluso, Hemingway, precisamente por la relación que tuvo con Scott Fitzgerald, plantea una manera de ser escritor más centrada en editar y corregir. Fitzgerald era mucho más automático, Hemingway mucho más reflexivo. Siempre parece que lo olvidamos, nos quedamos con la idea de que Hemingway era el tipo que se iba de fiesta y que llevaba esa vida súper agitada. No, caballeros: a Hemingway lo seguimos leyendo hoy porque estaba un montón de horas delante de la máquina.
En esta vida vertiginosa en donde la información parece nunca desaparecer, lo más vanguardista que podríamos hacer entonces sería criticar esa lógica yendo en sentido contrario…
Claro. Yo lo veo por ejemplo en Nicolás Cabral. Es un tipo que lleva casi 20 años haciendo La Tempestad, que ha publicado un libro, que tiene otro preparado para ser publicado, y que está escribiendo un tercero. Es alguien que ni siquiera escribe en todos los números de la revista. Él es el director que selecciona lo que aparece y lo que no aparece, lo comenta con Óscar [Benassini] y Guillermo [Núñez]. Nicolás es un modelo de lo que hablamos: frente a una realidad en la cual parece que los escritores tuvieran que ser casi personajes públicos y estar muy preocupados por su imagen y por tener un Twitter y un Instagram —como pasa con muchos jóvenes, que están más preocupados por ver cómo se les ve que por lo que escriben—, frente a eso, optar por desaparecer es algo radical. Y necesario. El otro día estuve en una lectura de poesía en un local de Ciudad de México. Lo que vi fue gente muy preocupada por cómo recita sus versos, por su aspecto, por cómo se mueve en el escenario o por el modo en que puede ser insertado en la escena lírica local. Lo que no escuché, desde luego, fue poesía. Me gusta imaginar a alguien como Cabral pensando: «Quédese usted en su casa y escriba poesía. Esa es la única manera en que usted va a lograr ser poeta». Y tendría razón. Frente a esta sobreexposición, esta inminencia constante en la que vivimos, esta necesidad urgente de estar siempre hiperconectado, a lo mejor enclaustrarse y permanecer encerrado en la escritura, en la generación de tus producciones, es lo más vanguardista y radical que uno puede hacer.
Por eso el título de tu libro me parece muy significativo. Vivimos en un mundo de sensibilidad, de pantallas sensibles al tacto, de críticas que más bien se han vuelto palmaditas y aplausos hacia el otro. Se ha vuelto promoción. La labor de la crítica se ha mermado un poco. ¿Cómo volver a cincelar palabras y darles el sentido transgresor a éstas si ahora lo marginal, sinónimo de lo ilegal, ha adquirido el plus de vender?¿Cómo volver a darle a las palabras «vanguardia» o «marginalidad» este sentido de diferencia en un mundo que consume la etiqueta de lo «raro», lo «diferente»?
Sí, lo entiendo: en el mundo donde todo es marginal, ¿cómo ser marginal? En el mundo de lo marginal una manera de ser marginal es ignorar voluntariamente. La única vanguardia válida hoy en día (eso sí que lo tengo clarísimo) es una vanguardia que se sospecha a sí misma y que está incómoda con ella misma. La única vanguardia real que puede haber, por así decirlo, es la que no acepta ser etiquetada, pero por otro lado, quizás una manera de trabajar es recordar que «marginal» es estar en el margen, situarse en lo lateral y no querer estar en el centro, ser gente que no se convierte en un personaje, que no considera que no tenga que llevar pinta de escritor o llevarla, que tenga que comportarse de una manera determinada permanentemente buscando esa centralidad o los focos. Cuando uno se convierte en el objetivo de la cámara, uno no puede estar fotografiando; en el momento en el que uno está en el centro, uno no puede observar lo que está sucediendo.
Recuerdo una de las primeras veces que platiqué con César Aira. Me gustó mucho una aporía, una situación que él planteó. Me dijo que conoce a mucha gente, sobre todo a muchos jóvenes, que se le acercan y dicen que quieren ser escritores; pero no trata con mucha gente que quiera escribir. Es una diferencia muy importante: la gente está muy interesada en el prestigio, en lo que te convierte, por así decirlo, en esa figura más o menos reconocida que es el escritor. Pero la gente se olvida que eso se hace de una manera muy privada, muy íntima, insatisfactoria en muchos casos, que es escribir. Quizás una manera de reformular todo esto sería empezar a pensar mucho más en los verbos, en las acciones, y no tanto en los adjetivos, es decir, dejar de preocuparse tanto por las etiquetas y mucho más por las acciones. Es una cuestión mucho más propositiva y, me atrevería a decir, revolucionaria. Un ejemplo válido de lo que tiene que ser el artista de vanguardia sería Isidoro Valcárcel Medina, un artista conceptual español que ha estado toda su vida incomodando, planteando preguntas y pensando muchas de las paradojas del mercado y del mundo del arte. De repente un día le dieron un premio importante, uno institucional como lo es el Velázquez, que es un premio similar al Cervantes, que han montado para premiar a artistas plásticos. De hecho es un poco más amplio que el Cervantes, porque el Velázquez puede premiar a artistas lusófonos, cosa que el Cervantes por lógica no hace. Lo primero que dijo cuando le dieron el premio es: «Algo he debido hacer mal para que me den este premio». El premio supone una desactivación, supone un empujón hacia las instituciones, una sanción canónica de los que ostentan el poder en el mundo artístico. Él sabe, cree, que algo ha hecho mal porque su trabajo ha sido siempre esquivar ese lugar. Uno se tiene que preguntar hasta cierto punto qué ha hecho mal cuando le empiezan a llegar las felicitaciones y los galardones porque eso quiere decir que estás siendo asimilable, asumible por la doxa. Pero bueno, también puedo estar perfectamente equivocado, y todo esto no ser más que una estúpida impostura más de un crítico.