Stranger things, el cruce entre la nostalgia ochentera y el género fantástico

Por Leo Lozano

Apelar al recuerdo es siempre un ejercicio que nos trae vida. Sin la memoria, pocas razones nos quedarían para sonreír. En ella se anclan gran parte de los elementos que nos hacen humanos; nuestras experiencias. A eso, entre otras cosas, le apuesta la más reciente serie de Netflix, Stranger things. Oda a la cultura pop de la década de los 80 y con Winona Ryder como estelar, la serie de los hermanos Duffer tuvo el gran acierto de ambientar su historia a principios de aquella década (cosa que agradecerá esta generación tan receptiva a los productos culturales de los 80 y 90), a la par de hacer un homenaje a la cinematografía de Steven Spielberg, John Carpenter, George Lucas y David Cronenberg, y a la literatura de Stephen King y J. R. R. Tolkien.

La premisa es sencilla: en un pequeño pueblo de Indiana, la desaparición de un menor desencadena una serie de eventos extraños que desempolvan una historia oscura de experimentación, teorías conspiratorias y mundos alternos ahí, a la vuelta de la esquina. Criaturas siniestras y experimentos científicos (alusivos a la Guerra Fría en su etapa  Reagan) aderezan la trama.

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Hasta aquí nada parece extraordinario, y francamente no lo es. La historia contiene todos los tópicos y clichés del género fantástico, amén de un sinfín de guiños y coqueteos con la ñoñez cinéfila y literaria que idolatra a los cineastas y escritores antes mencionados. Pero todo eso está bien. Así funciona el género. Si acaso esa fuera la crítica mayor, Stranger things la libra porque le apuesta al recuerdo.

Para aquellos que crecieron en los 80 y para los que nacieron en el final de la década, rodeados de la cultura pop de E.T., Star Wars, Halloween, La mosca entre muchos otros filmes, la serie de los hermanos Duffer se traduce en una feliz sonrisa por la nostalgia. Desde la primera escena que recuerda al inicio de E.T. (la persecución en bicicleta, la protección de la pandilla a Eleven, etcétera), hasta los créditos, y por supuesto, la música, que incluye a clásicos como Joy Division, Echo & The Bunnymen, David Bowie (vía Peter Gabriel) y The Clash, estamos ante un collage de una época.

La deconstrucción de estos clásicos ochenteros nos transporta de inmediato a la infancia. Y ese es otro de los ejes de la historia, los niños; Lucas, Mike, Dustin y Will, que crecieron con el imaginario de Calabozos y dragones, los primeros radios a distancia, la época dorada de Spielberg, Han Solo y el Halcón Milenario, entre otras bellezas de la cultura pop estadounidense. Ante todo esta es la historia de amistad  y aprendizaje en la que sus protagonistas ponen a prueba su lealtad, empujada en gran medida por la llegada de Eleven, el as bajo la manga de Stranger things.

El gran logro de la serie -que ya es la favorita del verano- radica justo en todos esos guiños culturales que le dieron forma a una época, ya sea que los hayamos vivido en carne propia o de a oídas por la herencia familiar. Amén por la nostalgia de lo no vivido, Stranger things es una de esas cosas extrañas que nos da el Internet. Y se agradece.

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