¿Quién oficiará misa cuando se inaugure La Sagrada Familia? ¿Mazinger Z? Mexicanos perdidos en Barcelona

Un flâneur mexa camina una ciudad que es muchas ciudades

Por Víctor Hugo Morales / @vect0rhugo

La llegada
Empezar un viaje con una pérdida de equipaje nunca es una grata experiencia. Así me recibió Barcelona después de seis largos años de mi primera visita. «Unbelievable», balbuceaba la mujer que estaba frente a mí en la fila de reclamos mientras llenaba el formato con la descripción de sus maletas extraviadas. Yo, igual en shock y bastante más encabronado, hice lo propio con la mentada hoja y caminé hacia la puerta de salida donde me esperaban mis amigos (quienes habían llegado en un vuelo previo). Los ánimos no eran lo mejores como para ir por metro (todos traían a cuestas los estragos de la resaca y el cansancio de un par de días en Ibiza), así es que tomamos un taxi para llegar al hostal, que se encontraba estratégicamente a unas cuadras del Arco del Triunfo y a un par más del centro de la vida turística de la ciudad: La Rambla y Passeig de Gràcia. No fue tan caro y llegamos bastante rápido.

Fuera de todo pronóstico, la actitud del grupo cambió en cuanto hicimos el check-in para hospedarnos: tomamos un baño y salimos sin un plan definido. De hecho fue la constante para mí a lo largo de este viaje, tal vez porque ya conocía los puntos turísticos de la ciudad o porque quería tener la sorpresa del flâneur a cada paso. Mucho de ambas seguramente. Esa noche, caminamos casi hasta llegar a la monumental estatua de Colón a través de Las Ramblas y regresamos de madrugada al hostal con unas cervezas que compramos en uno de los mini-supers 24 horas que abundan en la capital catalana. Una probadita de Barcelona bastó para sacudirnos la pereza y el enojo y nos puso en la cabeza ese zumbido excitante que te provoca estar en otras tierras.

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Las diferentes Barcelonas
Barcelona tiene muchas caras dependiendo de la hora que se camine por sus barrios, callejones, museos y sus playas. De día, su pintoresca vista, mezcla de estilos modernista, gótico, victoriano o mudéjar son el perfecto escenario que envuelve al turista en una atmósfera íntima, casi onírica. Esta vez no puede dejar de ver los pequeños detalles: las senyeras que cuelgan de los balcones, la serie de Las Meninas de Picasso esta vez me produjo aun más asombro, las estaciones del metro ahora las vi un poco menos extravagantes, la comida aún más rica y la gente más divertida y no tan distinta que la primera vez que vine.

Lo que no ha cambiado es mi percepción hacia la obra Antoni Gaudí, ese velo extraño y contrapunto estético en toda la geometría de la ciudad. Lo de Gaudí es otra cosa: por ratos me parece que las paredes de La Pedrera se desbordarán para formar un mar de piedra que arrasará con todo lo que se asome a su paso, que La Sagrada Familia, ese monstruo inacabado, se levantará violentamente hasta el cielo catalán y lo pintará del color de las frutillas que adornan sus altísimas torres. Uno de mis amigos bromea con la caprichosa proporción de la catedral: «¿Quién oficiará misa cuando se inaugure? ¿Mazinger Z?». Reímos todos y mientras, la gente sigue moviéndose por todas partes, como queriendo hallar el próximo tesoro que está a la vuelta de la esquina.

El rostro de la Ciudad Condal es muy diferente al caer la noche, se vuelve salvaje y excitantemente vulgar: casi en cada cuadra te encuentras con hombres sigilosos (musulmanes principalmente) que te ofrecen six-packs de cervezas a un euro, mariguana o cocaína, otros trabajan como choferes para llevarte a la zona de Sarria, donde se encuentran los más variados strip-clubs o bien a la zona exclusiva de antros en La Barceloneta. Probamos un poco de todo, o un mucho de todo para ser verdad. Regresar a Barcelona era una deuda personal y habría que desquitar cada segundo despierto: mi promedio de sueño en el viaje fue de unas tres horas por día y acabé con un saldo negativo en la tarjeta cuando regresé a México.

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Primavera Sound
Un festival de estas dimensiones no puede pasarse de largo, es como un gran bar que tiene los mejores tragos de la ciudad y que están completamente a la mano. El chiste es sólo decirse por cual.

De los dos días a los que asistí me quedo con la energía de Suede y la sensualidad de Brett Anderson, que parecía chaval de veinte dando brincos de un lado al otro del escenario. La banda estuvo impecable (mejor que en su presentación el Corona Capital del 2012), y nos dio un bofetadón que nos decía que aún tiene mucho fuelle. Complaciente sí, pero igualmente excitante.

La primera decisión importante vino con Air y Suuns que tocaban a la misma hora, lo repartimos mitad y mitad de tiempo y fue lo mejor. Cosa de contrastes: los franceses dieron un show etéreo con su clásica instrumentación minimalista que disfrutamos a lo lejos, como en trance; a lo de los de Montreal los vimos a dos metros de distancia, fue algo potentísimo que literalmente nos dejó bailando con el noise más nítido que he escuchado en mi vida.

Tame Impala y LCD Soundsystem fueron los siguientes en el fila, para ese entonces mis amigos (ya con el cansancio acumulado en sus pies) se durmieron por unos minutos recargados unos a otros mientras comenzaba la banda de Kevin Parker. He de decir que yo me negaba a morir tan temprano pese a las circunstancias. Apenas comenzaron los primeros acordes de «Let It Happen» y todo fue una pachanga neo hippie que no paró hasta que llegaron los fallos técnicos a casi media hora que terminara el concierto. Fue como un coito interrumpido que hizo que muchos se fueran a comprar algo de comida, tragos, ir al baño o para acercarse a ver la banda de James Murphy que estaba en el escenario de en frente.

Algo que se me hizo extrañísimo es que los últimos headliners empezaran muy tarde; LCD por ejemplo, empezó lo suyo entradas las 2 de la madrugada, y a pesar de la hora a todos nos tenía volando con su mezcla de beats densos. El sonido de la banda neoyorquina es más grande en comparación de los discos, más orquestal y más detallado pero no menos bailable. Al final, en una fiesta que se negaba a morir, tuvo que salir el anfitrión para dar por concluida la celebración con «All My Friends».

Eran las tres de la madrugada y muchos entendieron que efectivamente se había acabado ahí, pero no nosotros. Nosotros continuamos hasta que nos corrieron del Beach Party a las 7 de la mañana.

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Ver el mundo fuera de la burbuja mexicana

Por Israel Colunga / @crustaceus

Hace una semana regresé de Barcelona, después de un viaje de 10 días. Aún me cuesta trabajo digerir qué había pasado. Recordé enero, cuando salió el cartel del festival que me animó a comprar un boleto, así, a la brava, sin tener pasaporte, sin boleto de avión. Las cosas se fueron dando y aunque al final sé que terminé pagando mucho más dinero del que debería, las sensaciones, la compañía, la música y la ciudad valieron cada centavo. Estuve en Barcelona y vi muchas cosas.

Vi una plaza de toros convertida en un gigantesco centro comercial. «Hasta las tradiciones mueren, algunas para bien», pensé.

Vi un grupo de hombres de oriente medio adueñarse de Las Ramblas durante las noches, ofreciendo a las prostitutas sin control, impunes y arrogantes; a otros los vi vendiendo cervezas a un euro, varias ocasiones quise comprarles una, pero no me atreví, me inspiraron desconfianza. Vi a la policía no hacer nada al respecto.

Vi gente bebiendo en las calles y en el metro, sin hacer daño a nadie. Me escandalicé. Fue la primera de tantas veces que me cruzó por la cabeza cuan reprimidos vivimos en México.

Vi músicos callejeros, los cuales tienen un espacio exclusivo en el metro para tocar, rolan turnos. Los vi contentos. Los turistas son generosos.

Vi la Casa Batló, pero debo confesar que me gustó más la casa de al lado. Las combinaciones de dos arquitecturas tan diferentes sin embargo atraían a muchos turistas. Ahí, un señor que no hablaba español nos tomó una foto. Quise a mis amigos más que nunca.

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Vi la ciudad desde la azotea de la Casa Milá y tomé muchas fotografías de la arquitectura de Gaudí. Me pareció irreal, sensual y comprendí por qué tardaba tanto en crear esos espacios que bien podrían estar inspirados en los sueños más increíbles.

Vi muchos bares donde vendían cañas a 1.35 euros. Disfruté infinitamente la sensación de tomarme una cerveza en un bar completamente solo sin atraer miradas curiosas, sin que el mesero me pregunte si espero a alguien. Comí y bebí muchísimo.

Vi a un amigo sufrir la peor resaca de su vida y a otro obsesionarse con las patatas bravas y la Fanta de limón. Vi a una amiga no poder entrar a la catedral por llevar una falda arriba de las rodillas.

Vi a Suuns dar un concierto impresionante cuya potencia maximizó el efecto del alcohol. Escuché a LCD Soundsystem con el sonido más nítido que he escuchado en un concierto en toda mi vida. Bailé.

Vi a Suede tocar «Everything will flow» en primera fila rodeado de amigos. Casi se me sale el corazón.

Vi la Sagrada Familia y me subí a las torres, la vista era mala, me causó risa lo sobreactuado de las voces en las audioguías. Me prometí regresar cuando estuviera terminada.

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Vi el Barrio Gótico y las gárgolas de la catedral. Me quedé contemplando su belleza un buen rato, algo tan bello que a la vez pertenece a la institución más podrida de la historia de la humanidad, como la humanidad misma.

Vi, sorprendido, cómo anochecía casi a las 10 p.m. Me gustaba la sensación diurna. Sentí que aprovechaba el tiempo, aunque muchas veces no era así.

Vi mucha gente utilizar bicicleta y motos en lugar del automóvil y me sorprendió la puntualidad del transporte público. Experimenté una sensación de limpieza en las calles que nunca había visto.

Vi al encargado de una cafetería 24 horas tratar mal a los clientes con la peor actitud en la historia del universo, me aventó mi sándwich. Estaba demasiado cansado para discutir con él.

Vi las obras de Picasso y sus interpretaciones de Las Meninas me conmovieron, sus trabajos académicos me impresionaron y sus grabados me maravillaron. Algunos, los más chistosos, hicieron que un amigo y yo les inventáramos diálogos como si fueran viñetas de historietas.

Vi mi teléfono celular morir a causa de un pico de voltaje por conectarlo a un enchufe en mal estado. Llegué a un negocio atendido por un señor árabe que me cobró 26 euros por repararlo, sorprendentemente no me estafó.

Llegamos al Museo de Arte Contemporáneo pensando que era el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Tuvimos que tomar un taxi para llegar al lugar correcto. Ahí, vi las fuentes de Montjuic; vi a la gente relajándose en las escalinatas contemplando la ciudad desde lo alto. Mi amigo dijo: «ahora entiendo por qué la gente aquí es feliz», como una broma, y no.

Vi por primera vez en mi vida piezas de arte románico y gótico, textiles del siglo XII y bustos romanos de mucho antes. Quedé maravillado.

Vi a Radiohead tocar durante dos horas con un sonido igual de impecable que el del día anterior. Vi a Jenny Beth de Savages hacer crowdsurfing como toda una rockstar. Me emocioné a pesar de estar lejos.

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Vi a PJ Harvey y a su banda dar uno de los conciertos más completos y hermosos de todo el festival. También vi a Moderat convertir el festival en un rave gigantesco y me dieron unas ganas tremendas de comprarme un sintetizador. Probablemente lo haga.

Vi una ciudad vibrante, diversa y viva. Me causó un shock cultural salir, aunque fuera unos días de mi vida en la periferia, de las noticias de decapitados y de los escándalos de corrupción, de las masacres y de las injusticias. Me prometí que sería el primero de tantos viajes como pudiera realizar mientras pueda.

Regresé a México con un montón de libros y souvenirs como buen turista primerizo, con mi cuenta bancaria semivacía y con una sensación de melancolía que lleva una semana acompañándome. Salí de mi burbujita y al volver a entrar me sentí más incómodo que nunca.

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