El problema es la noche. Conversación con Luis Panini a propósito de La hora mala

Por Franco Félix / @el_efe_efe

Hace unos años, me parece que en 2010, cuando editaba la revista Shandy, un amigo muy querido me recomendó que leyera a un autor regiomontano radicado en Los Ángeles para que le pidiera un texto. Su nombre: Luis Panini (Monterrey, 1978). Le escribí un correo para pedirle que colaborara en la publicación que, a duras penas, salía cada tres o cuatro meses, acá en Hermosillo. Por supuesto, como la mayoría de las revistas en el país, no pagábamos un centavo. Y aun así, con deadline encima y sin cobrar, el gran Panini, con quien ya había intercambiado un par de correos y germinado una amistad (al menos epistolar, o electro-epistolar), inauguró una columna llamada «Parcialmente nublado». Su primera entrega fue la revisión de Nox de Anne Carson. Sus artículos y reseñas fueron corroborando lo que me habían dicho antes: el tipo era un crack.

Como esta capital sonorense es un desierto doble (a: biosférico, b: bibliográfico), conseguir sus libros era difícil. Así que, habitualmente googleaba su nombre a ver si me encontraba algunos de sus textos. Recuerdo dos entradas en los resultados del buscador. La primera: una lista (enorme, por cierto) de las lecturas que había hecho durante ese año en curso publicada en Hermano Cerdo[1]. La segunda: la revista Luvina en su edición 62 presentó un portafolio titulado Escritores de Los Ángeles. Ahí tradujo el cuento «Cabeza de plancha» de Aimee Bender. Sabía, desde entonces, que Panini estaba facultado para apropiarse de un lugar privilegiado en el mapa de las letras mexicanas.

En 2013, tuve, por fin, la fortuna de leer Terrible anatómica (Conarte, 2009), su primer libro de relatos. Y más tarde, un par de años después, El uranista (Tusquets, 2015), un libro genial con el que inicié una conversación sobre escritura y que publiqué en mi extinto blog. La charla se puede leer en la página de Luis. Luego devoré la devastadora historia de Esquirlas (27 Editores/UANL, 2015), su libro más intimista. Entonces el síntoma: cada vez que abro uno de sus libros me llevo una sorpresa: se supera a sí mismo. Su escritura es progresiva y minuciosa. Y esto, apenas es el principio de su proyecto narrativo.

El pasado mes de enero, apareció su tercera novela: La hora mala (Tusquets, 2016). La mayoría de las notas (el autor recoge muchísima atención en los medios) ha hecho eco del mensaje de la editorial: «La tercera novela de Luis Panini sigue los temas de Kafka y Juan José Arreola y los planta en el centro de un capítulo de Dimensión desconocida». Pero creo que estamos ante un cálculo literario mucho más holgado y que acumula muchas más referencias temáticas que me gustaría plantear aquí. Me parece que no es mala hora para iniciar la segunda conversación literaria con Luis.

Luis_Panini

Franco Félix:

Luis, La hora mala es una novela de reflexión, es verdad. Pero, más allá de la anécdota o las revelaciones que pueden anotarse sobre la falsedad y la hipocresía de la sociedad contemporánea, veo que has inaugurado un laboratorio de escritura. Vuelves a la desintegración de los nombres (ya lo habías propuesto en El uranista), le clausuras información al lector (lo que me recuerda un poco el término de “exformación” planteado por Foster Wallace) y desintegras las fronteras de narración, incluyendo un pie de página que desarrolla un diálogo entre el personaje del autor (Luis Panini) y el Narrador Omnisciente. También, el intercambio de espacios. Es una novela con muy poco movimiento. Vamos al departamento del inquilino que ve pornografía y la escena del siniestro. No más. El único cambio es el de la operadora de emergencias. Y aquí decidiste, crear una distancia. Debemos, los lectores, conectar el puzzle dialogístico. Con esto, quiero decir que estás construyendo un proyecto narrativo que no deja de lado la estructura. ¿Va por ahí tu apuesta literaria?

Luis Panini:

Más que asimilarla como «estructura», me interesa construir textos que se deriven de una parcelación narrativa inflexible. En mi novela anterior, El uranista, dividí la historia en días; en La hora mala desmenucé el tiempo en minutos. La novela que justo ahora comienzo a escribir consta de cinco partes en que un aparato dogmático divide el año. Otra novela para la cual he tomado apuntes durante casi una década y que planeo escribir en 2017-2018 está dividida en años, entre 1981 y 1989, aunque podría ocurrir entre 1987 y 1995, aún no lo decido. Quizá esta obsesión por crear límites está vinculada con mi formación académica. La arquitectura me permite imaginar estructuras por medio de las cuales consigo delimitar el terreno temporal de mis novelas.

En cuanto a los nombres propios se refiere, siempre he pensado en el gran compromiso que representa bautizar a un personaje. Un nombre propio es capaz de anclarlo o, peor, de hundirlo. Pero si es el correcto, si consigue iluminar al personaje, como tantas veces lo hizo David Foster Wallace o Thomas Pynchon, entonces un nombre propio puede convertirse en una joya.

La idea de la discusión entre un autor llamado Luis Panini y el Narrador Omnisciente surgió de manera orgánica, arbitraria. Mientras escribía La hora mala llegó el punto en que comencé a hacerlo casi de forma automática, por esta razón decidí incluir esa discusión, para evidenciar los mecanismos de la ficción, cómo un autor, algunas veces, puede perder el control absoluto de la historia y los personajes y ellos mismos consiguen emanciparse, dejan atrás al autor, muerto, razón por la que incluí la referencia a Barthes.

No estoy seguro de si lo anterior puede ser asimilado como una «apuesta literaria». En este momento no concibo a mis libros como parte de una «Obra Total», aunque seguramente ya existe una serie de vasos comunicantes entre ellos.

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FF:

Todos estos personajes que llegan al cuerpo ensangrentado son morbosos, imaginan historias desagradables sobre las causas del supuesto suicidio. Para empezar, no hay certeza sobre el hecho, bien pudo ser un accidente o un asesinato. Cada uno elige, salvo un par de sujetos más bien centrados (el vendedor de fruta y el inquilino, la parte más o menos racional y objetiva sobre el cuerpo), una historia de origen. Unos lo acusan de ser un hombre desencantado, rechazado por su novia, otros de grafitero, de drogadicto. En fin, esta elección que tienen los individuos me obliga a pensar en una tensión filosófica, más que el mero morbo y la desensibilización: «Los dos preferirían no estar ahí, pero un sentimiento parecido a la responsabilidad los obliga a permanecer junto al moribundo, es una especie de fuerza invisible que ninguno es capaz de verbalizar» (33). Es esta «responsabilidad», esa «cosa» que no pueden articular lo que Lacan llamaría Lo Real. Este elemento que no tiene cabida en la simbolización, todo aquello que sobra y que no se puede entender, el horror, el delirio y, por supuesto, la muerte. Los personajes buscan dar sentido al hecho y por eso giran sobre estas locas teorías que buscan justificar el acto de la muerte frente a ellos. Leí por ahí que tú dedicas una hora al día para reflexionar sobre la muerte. Me parece que ahí encuentro el eco de esta tensión filosófica. ¿Podrías abundar sobre estos ejercicios de reflexión sobre la muerte?

LP:

Has dado en el clavo con el marco teórico Lacaniano tripartita. «La fuerza invisible que ninguno puede verbalizar» es lo Real. Algo que está presente, pero no puede ser representado porque no es ni Imaginario ni Simbólico.

Sobre los ejercicios nocturnos que mencionas… Desde hace 17 años tomo somníferos porque si no lo hago sólo dormiría un par de horas cada noche. Mientras espero la llegada del sueño, cuando estoy en la cama y en la habitación oscura, también me asalta esta «reflexión sobre la muerte». Y es en lo último que pienso antes de quedarme dormido. En cuáles serían las implicaciones de mi deceso, cómo funcionaría el mundo si yo no sigo en él. Luego me pregunto si vale la pena prolongarme, ¿cómo puedo justificar esta continuidad cuando nada parece tener sentido? Esa pregunta es como un pajarillo que se posa sobre mi hombro todos los días para trinar quedamente en mi oído: Atrévete. Hazlo hoy.

Lo anterior puede leerse como una postura en extremo egoísta o egocéntrica, pero está muy lejos de serlo porque sólo se deriva de una imposibilidad absoluta de encontrar ese Gran Sentido. Esto de pensar en mi mortalidad es un ejercicio desgastante, sí, pero ahora me resulta inevitable. Ya se fusionó con mi rutina. Afortunadamente, cada vez que pienso en ello, sólo existe un momento brevísimo que encuentro intolerable, son tres o cinco segundos en que me parece inaceptable la idea de que moriré y todo seguirá su curso habitual, porque soy un ser irrelevante. Todos lo somos. Y es importante aceptarlo.

Ya no me incomoda admitir que en enero de 2014 intenté suicidarme. Aquí debo aclarar que detesto la figura del autor suicida porque en mi opinión resulta una pose inequívocamente romántico-humanista. El artista atormentado por su oficio que ya no puede contra el mundo. Ay, ay, ay… Qué fastidio. Si algo encuentro en la escritura es salvación y diversión. La literatura es un bálsamo. Aquellas reflexiones nocturnas fueron el combustible para tomar la decisión de, simple y llanamente, dejar de existir. No hay una gran tragedia que sirva como telón de fondo. No hay un corazón roto o un padecimiento médico o una deuda financiera abrumadora o la amenaza de la supuesta página en blanco que, según yo, no existe. Pero Jacinta, una de mis gatas, me detuvo a medio camino. Se trepó encima de mí y acercó su nariz a mi rostro para oler mi boca. Me da por pensar que, probablemente, después de un par de años, mi familia y amigos aceptarían mi decisión como una salida decorosa pero, ¿cómo explicarle mi ausencia a Jacinta o a Fortunata? Si bien es cierto que no contamos con un propósito, también me satisface pensar que uno de los míos es velar por el bienestar de esas dos gatas. La hora mala está dedicada a ellas. Porque a través de ellas puedo justificarme y prolongarme. Son dos anclas que me mantienen aquí.

Todo esto suena muy apocalíptico y es cierto que leo, escribo, veo películas y visito museos para negociar el paso de las horas, pero más bien soy un tipo alegre que sólo se transforma en la noche en un Vampiro Dasein. El problema es la noche, Franco. La noche es un padecimiento incurable. Y para remediarlo escribo a esa hora del día, para iluminarme un poco y evitar cederle más terreno a la oscuridad.

FF:

«El transeúnte se aleja sin despedirse. El inquilino es quien resiente esa partida tan abrupta, tan descortés, porque él pensó que habían conseguido establecer un vínculo emocional después de conversar durante el último cuarto de hora» (67). El lenguaje es fundamental en la novela. Es una obviedad, tal vez, porque en toda novela es fundamental el lenguaje. Sin embargo, en tu libro (y aquí comparto y admiro tu experimentación) tiene el objetivo de luxar los arquetipos. No sólo porque, como vemos en la cita anterior, es un lubricante de emociones entre vivos (el hombre que agoniza no habla y por tanto no conecta, es un objeto remoto que funciona como catalizador para que otros hablen entre sí), sino porque algunos de los sujetos que van apareciendo se proyectan en la narración con una jerga que no coincide con su apariencia o profesión. Sin ir más lejos, el mago, que exterioriza sus pensamientos como si fuera un poeta del siglo XIX. La falta de correspondencia entre los registros lingüísticos y sus hablantes impiden la alienación del lector. En este sentido, y junto al hecho de que la novela parece estar escrita a tiempo real, la escritura es un objeto vivo.

LP:

La escritura es un objeto vivo. Qué belleza. Me entusiasman esas palabras. Lo es, coincido contigo. Dices que es una obviedad estimar al lenguaje como una parte fundamental de la novela y te entiendo, pero también me parece oportuno destacarlo en esta ocasión porque el lenguaje casi anacrónico de algunos personajes es el combustible del texto. Hace algunos años vi en una red social la invitación a un taller literario cuyo cometido principal era «lograr que tus personajes sonaran más reales». ¿Qué significa eso? ¿Qué tipo de realidad debe gobernar a quienes escribimos ficción? ¿Las reglas ya están escritas? ¿De verdad es imperativo que un académico diga «me apetece explorar tu cavidad anal» y un obrero «te la quiero meter por el chiquito»? Suponer que un individuo debe expresarse de acuerdo a su oficio, nivel de educación, etc. me parece una postura que raya en lo peyorativo. ¿Por qué no podemos hablar como poetas decimonónicos si lo queremos, Franco? ¿Qué vil prójimo se atreverá a sancionarnos si aspiramos a una verborrea peripatética la mar de anticuada? ¿Por qué no podemos decirle a nuestra pareja «cómetela entera y cruda» justo después de haber leído un par de poemas de la Dickinson? Tanto en la vida real (lo que sea que eso signifique) como en la de ficción me interesan las amas de casa que, clandestinamente, lamen las gotas de orina seca en mingitorios y los prostitutos indigentes que memorizan versos de Poe.

FF:

La infancia. Recuerdo uno de tus cuentos de Terrible anatómica, un relato imponente y perturbador: «La decapitación del niño Fabián». Es un texto fragmentario, donde vas construyendo el corpus mediante distintos ángulos que van nutriendo independientemente el horror. El narrador cuenta quién es el papá, el arquitecto, la tía, detalles de la fabricación de la puerta de cristal que corta la cabeza del niño, un reporte periodístico, etcétera. Aquí en La hora mala aparece un bebé: “Es muy avaro, el tipo ése. Pero maquillan muy bien a los muertos, lo que sea de cada quien. A veces ni parece que están muertos, sino dormidos. Unas ratas mataron a un bebé hace unos meses, le arrancaron la nariz a mordidas durante la noche, pero se la reconstruyeron y sí se la dejaron muy linda, muy respingada” (99). Qué hay con el tema de la infancia. Me llama mucho la atención. Ahora que reviso Terrible anatómica, salta un texto olvidaba: «El legado de Swift», que tiene como epígrafe La humilde propuesta de Jonathan Swift. Es una suerte de manual diabólico para cocinar bebés. Qué me dices de este tema en tu obra. Mi curiosidad, que quede claro, no es de orden moral, en absoluto, Luis. En cambio, como tu lector, me parece algo singular. Quisiera saber si es un mero accidente o qué ideas descansan sobre la infancia.

LP:

La infancia es el Infierno del que la mayoría logramos escapar. No me queda la menor duda. La decapitación infantil es un símbolo que, debo admitir, he favorecido con una frecuencia inaudita en mi escritura. Aún no sé por qué. No puedo explicarlo. Quizá sería interesante preguntárselo a un psiquiatra (de psicólogos o terapeutas mejor no hablemos, ni siquiera merecen unas cuantas líneas). Supongo que más allá de la violencia que un acto de tal naturaleza requiere, me interesa la carga simbólica que es capaz de transmitir. Ese momento cuando la función cerebral queda para siempre separada del cuerpo que día a día la traiciona. Sólo entonces la cabeza consigue su autonomía. No: su libertad, porque el cuerpo es una prisión portátil. La decapitación ha gozado de un protagonismo desmedido a través de diversas representaciones artísticas, desde el Paleolítico hasta el día de hoy. Es un símbolo que puede generar un número inagotable de interpretaciones por medio de las cuales es posible metaforizar tantos conceptos y por eso me parece interesante.

A veces me da por pensar que la infancia es la etapa más sexual del ser humano porque durante esos años siembras las semillas de los fetiches que cosecharás. Quizá has leído algunos fragmentos que he publicado de un libro inédito titulado Tiopentato de sodio, 7 mg. Es la segunda parte de Un cuerpo sin órganos, un tríptico de autorretratos que llevo años escribiendo. El primero, Destrucción del amante, ya se publicó y tiene que ver con una relación que nunca superó lo carnal. Se estancó ahí. Este segundo volumen de la trilogía se concentra en el despertar y la percepción de la sexualidad durante mi infancia y pubertad. Creo que funciona como un mapa para ilustrar, sin reservas, ideas personalísimas vinculadas con esa etapa espeluznante del ser humano.

[1] La página aún se encuentra activa. Al final de la entrada, se puede leer en los comentarios a una chica llamada Patty preguntando: «¿Estuviste en un taller hace muchos años… como en el 95, con Dolores Martínez en la Casa de la Cultura Nuevo León?» Panini responde, seco y contundente: «No. Saludos».

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