La profecía del sonámbulo. Revisita a El gabinete del Dr. Caligari, musicalizada por John Zorn

Por Iván los Pájaros

Foto: Jesús Marmolejo

Acto 1

Noche de domingo en el Auditorio Nacional. La Bestia, John Zorn, un órgano monumental y el Dr. Caligari. Pues sí, tan fácil, decía. Ya tengo boleto. Así de oportuno como ponerse una chamarra antes de salir al frío. Una vez puesta, bien cerrada para evitar los aires desesperados, siento la necesidad de palparme el pecho, alisar los pliegues de piel y revisar los bolsillos en espera, tal vez, de encontrarme con un olvido o con un hallazgo sembrado allí hace tiempo. Y sí, había algo en efecto, algo sin masticar, algo que evité casi con el rigor de una vacuna en contra de un virus. Pero ya tengo boleto. Sólo es cosa de salir.

Apenas piso el metro y dejo de darle vueltas al asunto. Había que ingerirlo, hacer del olvido la cuenta saldada de un pendiente. Ingerirlo, sudarlo, permitirle actuar al interior, como un fármaco reptando entre la carne, navegando en el torrente sanguíneo. En tres cuartos de hora, reptar y flotar se volverían una sola y misma acción, movimientos que vagan y se empalman entre los dobleces ubicuos e ilocalizables del cuerpo. Ya casi daban las siete de la noche.

Llegué a las escalinatas del auditorio poco antes de que se escuchara la tercera llamada. Había que darse prisa; fila Q preferente, asientos 72, 73, 74 (éramos tres amigos). Para ese momento avanzaba por mitades, los pasos que daba eran más un siseo que una línea; de la cintura hacia arriba, el dorso y la espalda tensos, la cabeza rígida, girando como una máquina, como un radar, hombros y brazos acuáticos; la mirada, indecisa, facinerosa, en una tensión erótica e itinerante con el exterior.

Gracias a una distraída participación de uno de los acomodadores llegamos a nuestros asientos siguiendo la luz demasiado blanca de su lamparita. En el lapso de un trago de saliva y unos cuantos parpadeos, la pantalla comenzaba con lo suyo. Fue entonces que nos percatamos de que John Zorn ya estaba sentado frente al órgano, de espaldas a nosotros y con su silueta recortada de los fulgores carmesí de la consola. De inmediato, el primer acto de El gabinete del Dr. Caligari inició dilatando la pantalla hasta iluminarla y ocuparla por entero.

La película era como la recordaba o, más bien, justo como no la recordaba, pues veía cada escena «nuevamente» de un modo que no contradecía la sensación de haberla visto antes. Cuando terminaba la primera parte, llegaron tres personas conducidas por una acomodadora, sus boletos indicaban los asientos que ocupábamos. Hay que levantarse, salir de la sala rumbo a los pasillos. Esta fila Q no es la preferente.

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Acto 2

Pudiendo bajar directamente hacia los asientos correctos, nos hicieron caminar por las arterias del auditorio dando gusto a la filia burocrática del movimiento tan venerada por los vigilantes. Instalados en nuestros nuevos lugares, la luz arrebolada de la consola era más intensa y la silueta de Zorn, aún más nítida, operaba con pies y manos el instrumento como si se tratara de una máquina de incendios. En la pantalla, Cesare, el sonámbulo, despertaba con un gesto convulso, descarnado, como si toda la vida se retardara en un espasmo: algo que está ahí y no sucede, que se escapa perpetuamente pero sin abandonar los pliegues del rostro. Mientras Cesare despertaba, los espectadores nos sumergíamos en el sueño hipnótico del Dr. Caligari.

Los acordes de la máquina de incendios son hirientes, punzosonantes, igual que la cara del sonámbulo, filos que se rozan, una luz que se hace cuchillo al palpar el aire. Clásico, sobrio, acorde al filme y a la sacralidad polvosa de la máquina, Zorn agudiza la ruptura de perspectiva, la violencia de los ángulos y de las sombras, la alternancia de colores, de diluidos, de silencios gesticulando la estridencia.

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Acto 3

Es bien sabido que el dramatismo del gesto es clave en el expresionismo alemán. Utilizar el rostro como un campo expresivo, como un medio para ralentizar las emociones, también hace del cuerpo la extensión de un espacio enrarecido, desconcertante, abigarrado y estrepitoso, un espacio en exceso estetizado donde no existe nada que no escape al diseño previo.

Los caminos de Hölstenwall se montan unos sobre otros, se quiebran hacia dentro, hacia fuera de la pantalla, se retuercen y se bifurcan sobre las ventanas. Hieren, percuten la mirada, la resquebrajan. Y allí el gesto parece algo imposible, algo sonámbulo, milagroso y sombrío, como Cesare. El gesto indica los bordes, las fronteras íntimas, sutiles, por donde la vida es extraída. Es ése el último reducto del sonámbulo: el gesto de su profecía.

He ahí la premonición de un control absoluto que acompaña la erosión de toda psicología individual. La subjetividad también puede ser diseñada y se puede hacer del cuerpo una máquina, el andar dirigido y funcional del autómata. El sonámbulo camina sin percatarse de las rimas visuales, disonantes y punzocortantes que lo teledirigen, que caminan a su lado, por encima de él, llevándolo al crimen, a uno de muchos, de tres o de uno sólo.

¿Cómo llevar a alguien a cometer un crimen que conscientemente nos horrorizaría a todos? La misión del fascismo nazi, su parábola fundamental, ya era cuestionada por la película de Robert Weine más de quince años antes de su escalada al poder. Sigfried Kracauer lo sabía bien, lo miró con perspicacia y lo escribió en De Caligari a Hitler. Antes del Holocausto, el fascismo opera como un mecanismo psicológico. El cine fue idóneo para anticiparlo dadas sus condiciones, su especial eficacia como dispositivo, como un aparato de fantasmagorías o como un fármaco introyectado en la mirada con el propósito de cambiar la percepción del exterior desde adentro.

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Acto 4

Los caminos de Hölstenwall demarcan el territorio de un malestar anímico, señalan el epicentro de una zona mental. Allí, los estados profundos, inconscientes y no enunciados de la mentalidad colectiva son un peso en el aire, un gesto trémulo, afilado, sospechoso y amenazante. El doctor se coloca las gafas debajo de los ojos o sobre la frente para mirarnos. ¿Cuántos ojos tiene el Dr. Caligari? ¿Con cuántos ojos mira el control? El Dr. Caligari es una araña, con tantos ojos como la araña, y teje, trama su fechoría con las propias segregaciones nerviosas del espectador.

Déjà-vu, déjà-lu, déjà-là. Se propaga la impresión de lo ya visto, de lo ya leído en alguna parte o de algo que siempre ha estado allí, alojado, paciente y tenebroso, algo que acabamos de alumbrar con el ojo consciente. ¿Por qué esta sensación de revisitar una herida que se abre ahora? Como si estuviéramos siempre desfasados, retardados frente a la urgencia de los acontecimientos. Los caminos de Hölstenwall diseñan el mapa de una geografía emocional; Zorn opera una máquina de incendios para hacer audible una geografía sonora. Un órgano monumental y el Dr. Caligari, nada del otro mundo, ni qué decir de la ficción. Su gabinete ya estaba allí, también en el auditorio y también fuera de él.

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Acto 5

El Dr. Caligari lee el libro sobre sonambulismo del Dr. Caligari. Reflexiona sobre el uso del control telepático, sobre el dominio de la sugestión en favor de un poder —el suyo— perverso y externo. Piensa que es posible conducir el pensamiento y hacerlo pasar como pasa el aire por la tubería de un órgano, o como los medios de comunicación hacen circular el deseo colectivo. Este Dr. Caligari no es el Dr. Caligari de 1920, tampoco el de 1938, es un Dr. Caligari restaurado, pero siempre en busca de la efectividad máxima, del modelo más adecuado. La tiranía y la violencia no son sus efectos colaterales ni las contraindicaciones de un fármaco, son su medio para hacer territorio, para llenar totalmente la pantalla, el vehículo y la sustancia activa de su política clínica. El Dr. Caligari se pregunta cómo convertir el ojo místico, el ojo espiritual y mental, privado e íntimo de cada uno en cada cual y con todo en uno, en un ojo mecánico, totalizador y totalizante. El Dr. Caligari no descansa, tiene muchos ojos para ver. El delirio racional es lo suyo; un mundo irracional, su resultado. Todo está científicamente calculado y el miedo constituye una herramienta indispensable, como un matraz o un tubo de ensayo.

La función termina como suelen concluir los eventos de esta clase. Al salir del asombro rompemos el silencio con aplausos, Zorn se levanta de su máquina de incendios y los recibe con una reverencia. El órgano monumental permanece en el escenario, las hileras tubulares siguen allí, extendiéndose a ambos costados de la enorme sala. Hay que salir de nuevo y caminar por los pasillos, abandonar el auditorio y tomar el transporte público. Nos vamos sabiendo que al descubrir el origen del delirio se descubre el primer y más importante elemento para su cura. Por lo menos, eso piensa el doctor en un final alternativo.

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