Adelanto: Cerati, la versión de Juan Morris

1. Última vez

—¿Dije muchas estupideces?

Sentado en el sillón del camarín, Gustavo Cerati fumaba un Jockey suave largo y miraba su teléfono con ansiedad. Todavía tenía puesto el traje blanco que había usado en el show. Era la medianoche del sábado y, mientras esperaba que Chloé le respondiera desde Madrid, empezaba a avergonzarse de todo lo que había dicho en el escenario.

Media hora antes había terminado el último show del tour de Fuerza natural por Latinoamérica y Estados Unidos. Gustavo estaba contento y agotado, empezando a relajarse después de un mes y medio de aviones, hoteles, fiestas y conciertos. Había sido una de esas noches en las que todo salía bien: el campus de la Universidad Simón Bolívar de Caracas estaba lleno y la banda había sonado como un organismo vivo y poderoso.

Después de comer con el resto del equipo en una de las carpas montadas detrás del escenario, el sonidista Adrián Taverna y el guitarrista Richard Coleman acababan de entrar a su camarín para charlar un rato. Eran sus más viejos amigos, se conocían desde comienzos de los 80, antes de que Soda Stereo grabara su primer disco. Cuando terminaban los conciertos, Taverna solía pasar un rato por su camarín para hablar sobre cómo había salido todo. Era una especie de ritual.

—Fue el show más exitoso de la gira —les dijo Gustavo apenas los vio llegar.

Mientras se sentaban, una moza entró y dejó sobre la mesa una bandeja con un medallón de lomo y una ensalada. Gustavo terminó de fumar su cigarrillo y les preguntó con una sonrisa si había dicho muchas estupideces.

—Sí, como siempre —le contestó Coleman.

Era uno de los pocos que no se mostraba afectado por su estatus de estrella de rock y se divertía diciéndole lo que otros no se animaban. Taverna lo miró con cara de aturdido. Sabía que Gustavo siempre se sentía inseguro cuando hablaba entre las canciones. Entonces, Coleman agregó:

—Pero a la gente le encanta que digas estupideces.

Los tres se rieron. Hacía calor. Era una noche espesa en Caracas. En el camarín había un espejo, luces ambientales, dos sillones blancos, unas sillas de plástico y una mesa con frutas, botellitas de agua y latas de cerveza. El lugar estaba en un pequeño valle rodeado de montañas. Durante el show, varias nubes habían invadido el escenario dejando a la banda a ciegas.

—Ya sé a qué viniste —le dijo Gustavo a Taverna mientras comía el bife—. Me di cuenta que sonó bien.

Dos noches antes habían tenido algo parecido a una discusión. La anteúltima fecha de la gira había sido en el Coliseo El Campín, en Bogotá, un anfiteatro de cemento y techo de chapa con una acústica difícil. Gustavo, fastidiado por el mal sonido, pero también por la poca gente que había ido a verlos, se lo había recriminado a Taverna en los camarines.

Cuando volvía al hotel a la madrugada después de tocar, Gustavo abría su MacBook y se quedaba un rato chateando por Facebook mientras buscaba en internet los videos del show que la gente había filmado con sus celulares para analizar cómo había sonado la banda y cómo se veían los efectos de luces. Era fanático de los videos de sus fanáticos. Los miraba con detenimiento, estudiándose a sí mismo desde la perspectiva del público, ajustando su imagen mental y sus neurosis a la realidad. Un momento de contemplación disociativa antes de dormirse. Taverna le decía que esos videos tenían un audio pésimo y no servían para tomar de referencia, pero Gustavo le respondía que igual se daba cuenta.

Mientras charlaban esa noche en Venezuela, Taverna lo notó apagado. Nicolás Bernaudo, su asistente, entró para avisarle que uno de los productores venezolanos del show quería saludarlo y Taverna y Coleman aprovecharon para ir a sus camarines.

—Che, ¿te pasa algo? —le preguntó Taverna antes de salir.

—No… Estoy cansado.

—Bueno, aprovechá para descansar que mañana tenés que viajar. ¿Querés hacer algo?

—No, no, quiero dormir hoy.

Taverna salió del camarín desconcertado con la respuesta que acababa de escuchar. En casi treinta años compartiendo giras y shows, Gustavo nunca se había ido a dormir después de tocar.

Esa charla no duró más de diez minutos, pero fue la más larga que tuvieron en toda la gira. Gustavo había pasado casi todo el tiempo con Chloé Bello, una modelo de veintitrés años con la que había empezado a salir en el verano. Sólo se cruzaba con los músicos en el lobby de los hoteles, las pruebas de sonido y el escenario. Recién los últimos días, cuando Chloé viajó a España, Gustavo estuvo con sus músicos.

Afuera del camarín general estaba lleno de gente y Taverna encontró al resto de la banda organizando la foto grupal que sacaban cuando terminaban algún tramo de la gira. Fernando Samalea, el baterista, estaba trepado a una silla de plástico, acomodando la cámara arriba de un mueble para que disparara en automático. Mientras se amontonaban según las indicaciones de Samalea, se dieron cuenta de que faltaba Gustavo y alguien le gritó que fuera, que solo faltaba él.

Gustavo apareció a último momento y se paró atrás de Taverna. El primer disparo de la cámara salió sin flash, así que Samalea pidió que nadie se moviera y se volvió a subir a la silla para reprogramarla. Taverna se dio vuelta para decirle algo a Gustavo y lo vio pálido, con los ojos desorbitados.

—¿Te sentís bien? —le preguntó.

Gustavo abrió la boca para contestarle, pero no acertó a decirle nada. Fue como si los músculos de su mandíbula no encontraran las palabras. Entonces la cámara disparó su flash y todo el equipo quedó registrado en la última foto de la gira. A su alrededor el grupo se empezó dispersar y Gustavo caminó confundido hacia su camarín.

Mientras lo veía alejarse, Taverna le pidió a Bernaudo que lo acompañara a ver qué le pasaba. Cuando entraron, Gustavo estaba tirado en el sillón, con el saco a un costado, la camisa desabrochada y la boca entreabierta. Pensaron que tenía un pico de presión o que tal vez le había dado un infarto. Bernaudo corrió a buscar a los paramédicos y al ratito volvió con dos chicos que no tendrían más de veinte años y que al ver a Gustavo Cerati descompensado no supieron qué hacer. Charly Michel, el kinesiólogo que viajaba con el equipo, revisó qué remedios tenían los paramédicos en sus bolsos y les pidió que fueran a buscar la camilla. Gustavo se podía mover pero estaba como abrumado, lento, y no podía hablar.

Afuera, los músicos y los invitados empezaron a notar los movimientos extraños sin entender qué pasaba. Cuando los paramédicos volvieron con la camilla, Fernando Travi, el manager de Gustavo, les pidió a los encargados de seguridad que desalojaran a toda la gente que no era del equipo. El ruido de ese momento fue el bullicio festivo del final de gira apagándose mientras la gente salía hasta convertirse en el pequeño eco de las voces de los que estaban ahí. Cuando el murmullo se apagó del todo, los músicos y técnicos que quedaban escucharon el bip-bip de una máquina de monitoreo cardíaco que sonaba desde el camarín.

Pasó casi una hora hasta que lograron desalojar completamente el lugar: no querían que la descompensación se convirtiera en noticia. Un rato más tarde, dentro de la ambulancia, mientras atravesaban los suburbios residenciales de Caracas a la medianoche, Gustavo todavía parecía estar experimentando cómo el software de su conciencia se enrarecía: estaba acostado en la camilla con los ojos abiertos pero con la mirada perdida.

Dejaron atrás una zona industrial con fábricas, concesionarias de autos y un bingo abandonado antes de llegar al Centro Médico Docente La Trinidad. Cuando bajaron la camilla en la entrada del sector de Emergencias, se encontraron con que los pasillos estaban a oscuras: se había cortado la luz. Mientras avanzaban se cruzaron con una enfermera que les dijo que el grupo electrógeno del hospital sólo funcionaba para la terapia intensiva y los quirófanos, así que volvieron a cargarlo en la ambulancia y lo llevaron hasta otro centro de estudios de la ciudad para que lo atendieran.

Una hora después, cuando terminaron de hacerle los exámenes, lo volvieron a trasladar a La Trinidad. Ya había vuelto la luz y lo dejaron unas horas en observación en la guardia, pero como no presentaba ninguna mejoría ni los médicos tenían un diagnóstico de su estado, a eso de las cuatro de la mañana lo alojaron en la suite presidencial del tercer piso y llamaron por teléfono a un cardiólogo, que les dijo que recién iba a poder ir a las diez.

La habitación tenía una sala de estar contigua en la que se acomodaron Taverna, Michel y Travi. A las cinco de la mañana Taverna pidió un taxi para volverse a dormir al hotel. Recién entonces Michel y Travi tuvieron tiempo de pensar que mucha gente de la organización había visto cómo sacaban a Gustavo en camilla: la noticia no iba a tardar en filtrarse. Decidieron dar una versión oficial desde su cuenta de Twitter.

“Gustavo tuvo una descompensación luego del show en Caracas, pero informamos que se está recuperando favorablemente”, escribió Travi desde su iPhone.

A esa altura de la noche, una enfermera le había dado un sedante y Gustavo dormía.

Como volaban al día siguiente, los músicos habían dejado sus valijas hechas antes de salir para el estadio. Era la última noche y tenían planeado ir a una fiesta en la que habían contratado al tecladista Leandro Fresco para que pasara música. Sabían que se iban a acostar demasiado tarde para ponerse a guardar la ropa al día siguiente, a último momento, con las combis esperando abajo para llevarlos al aeropuerto.

Esa noche, con Gustavo viajando en la ambulancia rumbo a un hospital de la ciudad, todos decidieron volver al hotel pero nadie pudo dormir. A las dos de la mañana estaban reunidos en la habitación que compartían los dos guitarristas, Coleman y Gonzalo Córdoba, atentos a las pocas novedades que les llegaban a través de Macarena Amarante, la road manager del tour. Trataban de entender qué había pasado. No sabían si era un pico de presión, un infarto, o algo peor. Se preguntaban si habría sido el estrés que le había caído después del show, un ataque al corazón, la cocaína, pero no, Coleman había estado con él y lo había visto relajado, comiendo un bife.

El segundo tramo del tour internacional de Fuerza natural había empezado tres semanas antes en Lima, la noche del 24 de abril.

El show que Gustavo y su equipo habían diseñado para la gira estaba dividido en dos. En la primera parte, salían vestidos de negro y el setlist se concentraba casi completamente en Fuerza natural. En la segunda parte, salían vestidos de blanco y se sumergían en el resto de su carrera solista y en algunas canciones de Colores santos, el disco que había grabado con Daniel Melero en 1992. El final era con “Lago en el cielo”, su tema de Ahí vamos que terminaba con Gustavo tocando un solo de guitarra.

El show en Lima fue en un escenario montado contra la tribuna norte del Estadio San Marcos de Lima, frente a unas 8 mil personas. Ricardo Arjona estaba presentando su álbum Quinto piso en la explanada del Estadio Monumental de Lima ante unas 20 mil personas, con un escenario que incluía una rampa mecánica, un bar y la réplica de un edificio de cinco pisos, y los medios habían creado una pica entre los dos conciertos.

—Ahora vamos a tocar una de Arjona —bromeó Gustavo en un momento de la noche.

Al día siguiente volaron hacia Los Angeles y tuvieron tres días libres antes de tocar en el Club Nokia, un teatro para 2.300 personas. Después de las giras interminables de seis meses de Soda Stereo por Latinoamérica, durante su carrera solista Gustavo había ido condensando los tours al máximo. Duraban un mes como máximo y solía tener varios días para descansar y pasear.

Cada vez le gustaba menos viajar en avión y, además, los médicos se lo habían contraindicado por la trombosis que había sufrido en 2006. Más allá de los dos paquetes diarios de Jockey suaves largos que fumaba y su vida nocturna de estrella de rock, las horas de vuelo acumuladas en sus últimos treinta años habían sido un factor decisivo para que se le formara el coágulo en la pierna derecha.

Después de la trombosis había logrado dejar de fumar durante unos seis meses, pero el estrés del operativo secreto del regreso de Soda Stereo en 2007 lo había llevado a fumar de nuevo. El último verano había empezado a salir con Chloé y se había dejado arrastrar por el hechizo de juventud de sus veintitrés años. En marzo la había invitado a la gira y casi no se habían separado.

En Los Angeles, Taverna se lo cruzó sólo dos veces. Una tarde en el lobby mientras salía a pasear con Chloé y, a la mañana siguiente, después de desayunar, alquilando un Toyota a la vuelta del hotel y quejándose porque en ese lugar sólo tenían autos japoneses.

Gustavo se había convertido en un comprador compulsivo durante las giras. Además de salir con bolsas y bolsas de las disquerías, también volvía a Buenos Aires con libros sobre numerología, astrología, física e historia de las civilizaciones antiguas. Podía gastarse mil dólares en un par de botas de cuero y se compraba tanta ropa que sus amigos lo cargaban porque nunca se ponía dos veces lo mismo.

El último día en Los Angeles entró a un local de instrumentos y vio una Mosrite Double Neck custom que le encantó. Era una guitarra con doble diapasón de edición limitada y no pudo resistirse a comprarla. Se la mandaron una semana más tarde cuando, después de tocar en Tijuana y Acapulco, la gira pasó por Miami.

Ahí tuvieron cuatro días libres y Gustavo alquiló un convertible para pasear por las playas con Chloé. Había convertido la gira en una luna de miel en estado de estrella de rock y, como cada vez que se enamoraba, sus amigos ya le habían escuchado planes de casarse en Marruecos. Después del show, ella viajaba a España para posar en algunas campañas gráficas y la gira seguía por Colombia y Venezuela, así que esos días en Miami fueron una despedida.

La noche del show en el Waterfront Theatre, cargó el estuche con su guitarra nueva en el maletero de la combi y, al llegar al teatro, lo llamó a Taverna a su camarín para mostrársela.

—Vení a ver qué me compré —le dijo.
Cuando Taverna vio el estuche, le preguntó extrañado: —¿Te compraste un teclado?
—No, mirá —le contestó Gustavo con una sonrisa, y abrió el estuche de su nueva guitarra—. De esta hay solo diez en el mundo nada más, y no sabés cómo suena.

Se quedó unos segundos mirándola y le preguntó: —¿En qué tema la meto?
A Taverna el sonido de esa guitarra no le gustaba demasiado y, sobre todo, le creaba un problema: que Gustavo la usara implicaba reprogramar otra vez los efectos del sonido del show. Pero él quería estrenar su juguete nuevo y se le ocurrió volver a sumar en la lista “Trátame suavemente”, un tema del primer disco de Soda Stereo que le encantaba a Chloé y que ya había tocado en Tijuana para ella.

Cuando Chloé se fue a Europa, Gustavo pasó los días que quedaban junto al resto de la banda y, en ese último tramo, la gira cobró velocidad: en cinco días tuvieron tres shows. Martes en Medellín, jueves en Bogotá y sábado en Caracas. Gustavo nunca dormía mucho y en las giras era bastante inquieto, pero durante esos días en los que sus compañeros volvieron a compartir cierta cotidianeidad con él, lo notaron un poco fastidioso.

En Venezuela se alojaron en el hotel Meliá, un edificio en el centro de la ciudad con un lobby tapizado de alfombras españolas antiguas, pisos de mármol cremoso, lámparas de cristal y una concha marina cubierta de oro enmarcada en la recepción. Cuando llegaron, después de que la road manager terminara de hacer el check-in de todo el equipo, mientras el grupo se empezaba a dispersar en el lobby, Taverna le dijo a Gustavo que aprovechara para descansar.

—Sí, voy a pedir room service y me voy a dormir temprano —le contestó mientras se metía en el ascensor.

Sin embargo, el sueño le duró poco y a mitad de la noche salió sin que sus compañeros se enteraran. Nunca supieron a dónde había ido. A la mañana siguiente se levantó tarde, almorzó en el hotel y fue con los músicos a la prueba de sonido. Era un día soleado y el escenario estaba rodeado de montañas. Sobre el pasto estaban terminando de acomodar sillas de plástico para el público. Gustavo solía ajustar la afinación y los efectos de sus guitarras tocando temas clásicos de grupos argentinos de los 70. A veces tocaba “Cementerio club”, de Pescado Rabioso, alguna canción de Vox Dei y, para probar la guitarra acústica, casi siempre tocaba “Mi cuarto”, del dúo Vivencia, y “From the Beginning”, de Emerson, Lake & Palmer.

Una vez terminada la prueba, Gustavo volvió al hotel y descansó un rato en su habitación. A la tardecita se conectó a Skype para hablar con el director Andy Fogwill, que estaba en Buenos Aires trabajando en los últimos detalles del video de “Magia”, que iba a convertirse en el tercer corte de Fuerza natural. La idea era que los videos del disco conformaran una road-movie psicodélica. Después de charlar sobre algunas nuevas modificaciones, Gustavo le dijo que tenía que irse a tocar y antes de bajar la tapa de su Mac, se despidió diciéndole:

—¡Ahora… it’s showtime!

Al día siguiente, Gustavo se despertó en la clínica consciente pero confundido. El sueño no había tenido su efecto reparador y después de unas horas de inconsciencia se sintió, por primera vez, en un cuerpo que no le respondía del todo. No podía hablar y su costado derecho estaba entumecido, como si sus funciones cerebrales estuvieran replegándose de una parte de su cuerpo.

Cuando Taverna volvió a la clínica a media mañana, lo encontró acostado en la cama, agarrándose el brazo derecho y tocándolo con curiosidad y cierta desesperación.

—¿Cómo te sentís? —le preguntó.

Pero Gustavo no respondió. Se tocaba el brazo, lo agarraba y lo levantaba sin conseguir que se moviera. Un rato después se puso a golpear la baranda de la cama con la mano izquierda con un ritmo fastidiado, lleno de impotencia.

En un momento, se sentó en la cama y trató de levantarse, pero tenía varias cánulas conectadas, así que Taverna tuvo que ayudarlo a caminar esos dos metros hasta el baño. Cuando entró, se vio en el espejo, se quedó quieto y empezó a tocarse la cara, extrañado. Lo miró a Taverna a través del espejo y después volvió a mirarse. La comisura derecha de la boca se le había dormido y le daba un rictus de rigidez al lado derecho de su rostro. Su cara ya no era del todo su cara.

Al mediodía una enfermera entró a la habitación con la bandeja del almuerzo. Taverna le dijo que no creía que Gustavo tuviera hambre, pero él le agarró el brazo fuerte dándole a entender que sí. Entonces, Taverna le pidió que la dejara sobre un mueble que había y agarró el control remoto de la cama para levantar el respaldo y que Gustavo quedara sentado. Mientras el respaldo subía, no pudo resistirse y se puso a jugar con los botones, volviéndole a bajar el torso y levantándole las piernas: fue la primera vez en el día que la cara de Gustavo adoptó un gesto parecido a una sonrisa. Finalmente Taverna lo dejó con el respaldo levantado y le acercó la bandeja. Cuando la apoyó sobre la cama, le sorprendió que sin tener todavía un diagnóstico sobre qué le pasaba a Gustavo le dieran un menú común de caldo de verdura, pollo con salsa, ensalada y banana frita.

Después de tomar la sopa muy despacio, Gustavo agarró el tenedor con la mano izquierda y trató de desmechar el pollo, pero sólo logró salpicar las sábanas con la salsa y desparramar la comida. Taverna lo ayudó a cortar y Gustavo comió con la voracidad de siempre. Su amigo pensó que tenía que ser una buena señal. Era mediodía y el sol pesado del Caribe entraba por la ventana, así que después de sacarle la bandeja, limpiar un poco las migas y volver a bajar la cama para acostarlo, cerró un poco la persiana dejando la habitación en una suave penumbra.

—¿Querés dormir un rato?

Gustavo hizo un gesto de que le daba lo mismo. Desde la ventana había una linda vista de los cerros de Caracas. Un rato después, un enfermero lo buscó para hacerle una prueba de contraste y unas placas en el pecho. Cuando lo volvieron a llevar a la habitación, Gustavo estaba inquieto; el resto de la tarde forzó la motricidad cada vez más blanda con la que su cuerpo obedecía las órdenes que le daba: se levantaba de la cama para ir hasta el sillón, se sentaba un rato ahí a mirar tele, volvía a la cama, se levantaba otra vez.

A la hora del té Taverna le preguntó si tenía hambre y Gustavo movió la cabeza indicando que sí. Con Bernaudo, su asistente, trataron de averiguar qué quería comer. Como le gustaban las arepas, le preguntaron si quería una. Gustavo volvió a contestar que sí. Después le preguntaron si quería de carne, de queso o de pollo, pero ya la comunicación fue imposible. Bernaudo fue hasta un puesto y volvió con una de carne desmechada, una de queso y una reina pepeada, de pollo y palta.

Sentado en el sillón, Gustavo se comió la de carne desmechada y media de queso. Cuando terminó, se acostó en la cama y le hizo una seña a Taverna para que prendiera la tele. Taverna agarró el control remoto, prendió el televisor y empezó a hacer zapping hasta que Gustavo le sacó el control y se puso a pasar los canales sin detenerse en ninguno.

—Pero pará en alguno —le dijo Taverna.

Después de dar varias vueltas por la programación con el control remoto, que sí le respondía y con velocidad, dejó una película ya empezada. Era Dark City, un film noir de ciencia ficción en el que el protagonista es acusado de asesinato pero sufre de amnesia y no recuerda qué pasó, así que tiene que darse a la fuga para escapar de la policía y, sobre todo, ganar tiempo contra su memoria: su cerebro lo está traicionando.

Mientras veían la película una enfermera entró a la habitación con la cena. Una bandeja con un plato de fideos, otra sopa, una papa hervida y gelatina. Esa noche se quedaron Charly Michel y la corista Anita Álvarez de Toledo, una de sus mejores amigas. Taverna regresó al hotel pensando que al día siguiente iban a volver a casa.

A fines de marzo, unas semanas antes de que empezara la gira, Gustavo estaba a bordo de su Audi A6, cruzando la zona de bares de Palermo Hollywood rumbo a una fiesta y hablando por celular con su amigo Eduardo Capilla.

—¿Por dónde andás, Capi?
—Estoy llegando a casa, Gus, ¿vos?
—Uy, estoy justo a un par de cuadras, esperame en la esquina y nos vemos un ratito.

Mientras se lo decía, Gustavo dobló en una de las calles y un par de minutos después estaba frenando en la esquina de Niceto Vega y Bonpland, donde esperaba su amigo. Fueron hasta La Pérgola, una pizzería clásica del barrio a dos cuadras que le gustaba a Gustavo, pero estaba cerrada y se quedaron un rato hablando en el auto.

Aunque solía moverse en la ciudad con un Peugeot 206 gris, un auto más chico y menos llamativo, más cómodo para pasar desapercibido y menos lujoso para atraer ladrones, esa noche había salido con el Audi, que había comprado a fines de 2006 después de probar el sistema de sonido marca Bose que traía incorporado.

Gustavo era fanático de escuchar música en el auto. En Unísono, el estudio que había construido en Florida en 2004, el playón delantero donde estacionaba era una parte fundamental del canal de parto de las canciones. Mientras grababa en el estudio, siempre se iba con el pendrive al auto: los temas no existían del todo hasta que no escuchaba cómo sonaban ahí, cómo se desenvolvían en el mundo real.

Esa noche en Palermo, Capilla lo notó más acelerado que de costumbre.

—Che, Gus, ¿por qué no te conseguís un chofer? —le dijo.

En unos días Gustavo iba a viajar a Rosario a tocar en el teatro Metropolitano, después a Neuquén, Mendoza y el 24 de abril ya despegaba con todo su equipo hacia Lima para empezar el segundo tramo de la gira internacional de Fuerza natural por Perú, Estados Unidos, México, Colombia y Venezuela.

Durante los primeros meses del año había estado tan concentrado en Chloé que sus amigos casi no lo habían visto; sólo tenían noticias suyas cuando cruzaban algún mensaje por el chat de BlackBerry.

Con Capilla se habían hecho amigos a fines de los 70, a través del DJ Carlos Alfonsín, que por entonces estudiaba publicidad con Gustavo en la Universidad del Salvador y vivía con Capilla en un departamento en Barrio Norte. Rápidamente, los tres se convirtieron en una brigada nocturna navegando el mapa de fiestas que había de lunes a viernes en la ciudad. El comienzo de los 80 ya se respiraba en el aire y Gustavo, que venía de un colegio parroquial de Villa Ortúzar, estaba descubriendo un mundo nuevo.

Tres años después, cuando Gustavo armó Soda Stereo con Zeta Bosio y Charly Alberti, Capilla se hizo cargo de la escenografía de los shows y se convirtió en uno de sus mejores amigos. Cuando estaba deprimido era uno de los pocos con los que hablaba y lo había elegido como padrino de Benito, su primer hijo.

Gustavo lo miró con algo de enojo y le contestó: —No, quedate tranquilo, estoy bien.

La segunda noche en la clínica Gustavo también durmió poco y, a la mañana, cuando las enfermeras entraron a la habitación para controlar su estado, lo encontraron sacudiéndose y agarrándose la cabeza con su brazo izquierdo. Tenía los ojos apretados, como si estuviera sufriendo un dolor insoportable.

Taverna llegó a la clínica cuando unos camilleros estaban sacando a Gustavo de la habitación para hacerle una tomografía y lo acompañó. En la sala, ayudó a levantarlo para acomodarlo en la camilla de plástico y le sacó una cadenita con un parlante que tenía en el cuello.

Acostado en el tomógrafo, Gustavo se movía dolorido y los enfermeros le pedían:

—Gustavo, quédate quieto, por favor, quédate quieto.

Como no lograban que se calmara, le pidieron a Taverna que entrara y lo sostuviera.

—Ya está, Gus, ya termina —le dijo Taverna, pero Gustavo siguió moviéndose, hasta que en un momento pareció quedarse dormido.

Después lo volvieron a acostar en la camilla y lo empujaron por los pasillos hacia otra sala para hacerle un centellograma. Cada tanto abría los ojos muy despacio y los volvía a cerrar. Cuando llegaron, la camilla no pasaba por la puerta y Taverna tuvo que cargarlo.

—Agarrate —le dijo. Mientras lo levantaba, Gustavo tiró su brazo por atrás del hombro de su amigo.

Taverna lo sentó en la máquina donde le iban a hacer el estudio. Tenía la mirada perdida y la boca entreabierta. Después del estudio lo volvió a cargar en la camilla, lo tapó con una frazada y los enfermeros lo llevaron al cuarto piso para hacerle otro análisis.

Media hora más tarde lo dejaron en la habitación y decidieron avisarle a la familia. Gustavo había sufrido un ACV y su cerebro se había inflamado tanto que estaba haciendo presión contra el cráneo. Tenían que operarlo con urgencia.

Cerati: La Biografía. Juan Morris. Grijalbo. 320 páginas.

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