Por Gabriela Lira /
Han pasado tres años desde que terminé la licenciatura, una época en la que pienso con gratitud y cariño, pues me reservó muchos hallazgos literarios que habría tardado en descubrir si hubiera elegido otro camino: conocí en el destierro al Cid Campeador y lo seguí en su lucha por recuperar el honor que le arrebató una injusticia. Miré con repulsión la fealdad de Polifemo, esculpido por las palabras más bellas que el Cisne Andaluz pudo elegir. Y en medio de una turba colérica, oí el grito “¡Carbón ardiente en el sitio de su pecado!”, con que Bernarda Alba celebró el triunfo de la moral represora. Cada día me apropié de una pasión ajena, entre empujones y tumultos, mientras viajaba en los vagones del metro o en los autobuses. Nunca en la plácida y confortable torre de cristal, sino en el centro del “mundanal ruido”: la Ciudad de México, un laberinto arabesco que se recorre entre esperas largas y absurdas en el transporte público, donde la vida se escurre impunemente, a la vista de todos, como el agua potable de un grifo averiado.
La conciencia del tiempo perdido me causaba una angustia que sólo podía aliviar con las lecturas pendientes, haciendo malabares casi siempre de pie, mientras sostenía un libro o un legajo de copias. Jamás le concedí gran importancia a la escasa luz o a los movimientos abruptos de los vehículos, aunque un conductor paternal me advirtió que podía perder la retina, como le ha ocurrido a ciertos lectores de microbús. Yo asumí ese peligro con heroísmo, pensando en Borges, Pérez Galdós y otros mártires a los que había cegado su amor por la literatura. Por supuesto, no sólo yo practicaba la lectura en movimiento, un hábito citadino, pero sobre todo, marginal. Así lo entendí cuando mi maestro de Redacción, el Dr. Jesús Eduardo García, nos dijo en su tono cálido y directo: “Si yo hubiera tenido coche, jamás habría terminado la licenciatura”. El comentario me pareció un guiño de complicidad, al pronunciarse en un medio donde las jerarquías tienden a subrayarse, lo que para la mayoría significa esconder las trazas de pobreza en su pasado estudiantil cuando escalan posiciones en la academia.
Como tampoco iba en auto a la escuela, construí con los años un cuarto propio, cuya puerta se abría cada vez que mi entorno amenazaba con robarme la atención, a través de la multitud que subía y bajaba, de su charla entrecortada, de los vendedores ambulantes y sus bocinas de altos decibeles. Ahora que mis condiciones de lectura han cambiado, ya que dispongo de espacios idóneos para aprender, siento que la calma me ahoga, que necesito de ruido, gente y ajetreo para concentrarme. Al principio no reconocía la causa de mi dispersión, hasta que la encontré frente a mí, en la quietud de mi escritorio: me había contagiado de esa fobia al silencio característica de nuestra sociedad, que se expresa en lugares abiertos y despersonalizados, pero también en los de mayor intimidad. A veces no reprimo el impulso de salir disparada a la calle, con un libro a cuestas, buscando la llave sonora de la habitación donde solía refugiarme. Pero luego comprendo que mi nuevo deber es revertir el estilo de aprendizaje que llevé durante seis años, para acallar el ruido interior que me distrae cuando me aíslo, tal vez como recuerdo de que existe el mundo.
Cada libro un mundo.