Por Miguel Ángel Morales
Las moradas (Periférica, 2017) ha cumplido un año de su publicación. Libro atípico, el compendio de nueve historias aún tiene mucho por decirnos. Ya desde la cubierta, con sus árboles putrefactos que se asoman en la ventana (¿o es una fotografía impecablemente enmarcada?) se da la bienvenida a la indeterminación. ¿Es posible morar en un espacio violento? Tarea casi imposible después de leer «Cierto lugar», «En la penumbra» o el relato que da nombre al libro. Y pese a todo, sus personajes habitan. Su relectura ha refrescado la idea que tenía sobre él (o sea acerca del libro, no de Nicolás): que el futuro es una pesadilla, pero hay que vivir. Vuelvo también a la nouvelle Catálogo de formas (Periférica, 2014) y encuentro más elementos vinculantes. Ambos recorren un antihumanismo: el arquitecto que decide morar en una cueva rehuyendo de las formas ordenadas, pulcras y amenazantes de la «civilización», el tipo que rompe cristales de casas abandonadas y roba bragas con un fervor onanista que se antepone al mundo estéril en el que vive. Ante todo, sus personajes caminan en los goznes de una salida a lo humano. Un chiste del Arquitecto de Catálogo de formas ejemplifica bien esto: «Por qué nos encorvamos en la vejez? (…) Es nuestro arrepentimiento por haber dejado de ser monos». Pero no hay que confundirnos: éstas no son obras de detalle histórico o de precisión fotográfica. Si bien, algunos de los episodios aludidos tuvieron un referente en el plano de lo real (el caso de O’Gorman y los personajes de Catálogo…) , éstos son llevados a sus elementos más abstractos. Acaso ese es uno de los trabajos más demandantes de la literatura: rebasar el hecho anecdótico, el dato, la palabra dicha al aire, para darle un giro que la haga atemporal. Como dice el mismo Nicolás en el libro En camas separadas (David Miklos, 2017) al responder la pregunta ¿Literatura para qué?: «Para imaginar alternativas a la historia. Las ficciones se relacionan de distintos modos con la realidad, y tienen siempre un componente utópico».
Alguna vez te escuché decir que Las moradas llevó varios años de gestación hasta su publicación y que incluso iba a ser tu primer libro. ¿Qué cosas recuerdas de aquellos momentos en los que empezaban a tomar forma los primeros relatos?
Las moradas fue durante años un laboratorio, un espacio en el que investigué formas de escribir un relato. El proceso fue lento porque los textos no son historias en el sentido tradicional, sino más bien imágenes que sirven como detonantes de ficciones. El libro es el resultado de experimentar las posibilidades de ciertos dispositivos narrativos y estados de la prosa.
Las moradas ha cumplido un año de su publicación. A manera de corte de caja, ¿qué impresiones te deja este libro?¿Qué representa para ti su publicación a diferencia del momento en que fue presentada Catálogo de formas?
El libro como tal estaba terminado en 2012, pero fue publicado en 2017 por cuestiones editoriales. Su aparición representa sencillamente el final de un proceso, de una etapa. Es un libro que aprecio porque registra mi lucha por convertirme en escritor; pero eso es un asunto personal, otros deben emitir el juicio sobre sus planteamientos.
Existe desde hace un tiempo la necesidad por parte de escritores mexicanos de plasmar la violencia desnuda, descarnada, de la actual situación del país. En Las moradas, en cambio, vemos un tipo de violencia sistémica, invisible, a veces monstruosa, que roza con lo fantástico, pero que se caracteriza por el silencio: lo que hay son vestigios de una civilización perdida y quedan sus residuos. ¿Cómo pensaste el tipo de violencia para estos cuentos?
Como el realismo me interesa poco, en ningún momento me planteé representar la situación violenta del país. De hecho, no hay nombres propios en el libro, no se mencionan lugares ni personas concretas. Eso no quiere decir que uno pueda salir indemne de vivir en México: algo de la descomposición dolorosa de los últimos años termina filtrándose. Sin embargo, los relatos de Las moradas no lidian con eso, sino con situaciones narrativas que, en algunos casos, tienen un devenir violento.
¿Qué importancia tuvo para ti cuidar el tono de cada texto?
Busqué, y por eso el proceso de escritura del libro fue tan lento, no usar más de una vez los procedimientos. El tono es resultado de imágenes obsesionantes –ciudades desiertas, panoramas, enclaustramientos– y de los vínculos entre sujetos y espacios, que derivaron en modalidades de prosa.
El epígrafe de Santa Teresa («Verdad es que no en todas las moradas podréis entrar por vuestras fuerzas…») me interesa mucho y lo contrasto con algunas de las representaciones del libro: tipos que aspiran mínimamente a ser dioses: aquellos que encierran a Pound en la pajarera no son muy diferentes del Dios todopoderoso que tiene a su merced a los hombres, o aquel sujeto que construye un cubo, un Universo personal, para aislarse de los males del mundo. ¿Existió en la creación de estos textos la idea de que tuvieran un tono vagamente religioso, profético?
No. Es una interpretación válida, por supuesto, pero no hay una búsqueda religiosa, ni siquiera alegórica. Hay, más bien, la intención de dejar el signo abierto, es decir, de permitir todo tipo de lecturas a partir de anécdotas mínimas, de mundos trazados a grandes rasgos. Es algo que la narración breve permite en mayor medida que la novela.
En el libro pululan personajes perversos, fetichistas, nómadas, sádicos. ¿A qué responde esta insistencia de «llegar a los márgenes»?
Mencioné antes que la escritura del libro fue una especie de laboratorio, y esto tiene que ver con investigar qué ocurre con un sujeto en una situación dada, en un espacio con características específicas. En ese punto, lo que para mí es fundamental es que los personajes puedan ser cualquier cosa, que no estén determinados, en tanto viven circunstancias “atípicas” en los relatos y por lo tanto han de arreglárselas como pueden con sus nuevas realidades.
«Cuaderno» me parece una de las piezas más notables de todo el compendio. Me vienen a la mente aquellas narrativas de ciencia ficción: Ballard, P.D. James, Philip K. Dick, un poco Marcelo Cohen. También Jameson y Berardi. Parece que la posibilidad de la utopía está más que desechada en el plano de lo real. En ese sentido, ¿podría ser que lo utópico es el proyecto más imposible que tenemos como sociedad?
Creo que la lectura de «Cuaderno» debe ir acompañada de la de «Cierto lugar», porque si en el primero es muy explícita la idea de un futuro clausurado, en el segundo pretendí explorar algo así como la fundación de una ciudad, el nacimiento de un nuevo orden. ¿Una utopía? No lo sé. Pero son ficciones, no ensayos, y en ese sentido lo que pretendo es algo más parecido a la sugerencia que a la tesis.
Existe una tradición popularizada por Kafka y otros autores, la de las parábolas vacías: textos que exploran los límites de una narración sin llegar a un fin propiamente. Simplemente buscan experimentar con la brevedad sin que se les llame propiamente cuentos o relatos. ¿Hubo algún procedimiento similar en la escritura de Las moradas?
Sin duda es una de las tradiciones a la que los textos de Las moradas aspiran a pertenecer. De ahí que prefiera hablar de prosas narrativas o relatos que de cuentos. Antes me referí a la voluntad de abrir el signo, y eso puede vincularse a lo que llamas “parábolas vacías”, en buena medida.
Tanto en Las moradas como en Catálogo de formas ronda la idea de la posibilidad de habitar los espacios a través del lenguaje. ¿Es el lenguaje literario el último espacio al que no ha llegado el capital?
Más bien se trata de pensar el lenguaje como espacio, y nuestras capacidades para habitarlo. Ningún lenguaje está exento de ser ocupado por el capital, ni siquiera el literario. La labor de un escritor, hoy, tiene que ver con eso, con buscar formas que no sean la mera reproducción del discurso hegemónico, que no conviertan a las palabras en mercancías.
En Catálogo de formas había una crítica muy fuerte de la modernidad mexicana y la crisis de las vanguardias, pero siempre hay majestuosidad: arquitectónica y del espacio. En cambio, en Las moradas lo que hay es lugares sombríos y soledad. ¿También fue una forma de representar el contexto mexicano actual?
Debo decir que la escritura de ambos libros fue paralela en algún momento, aunque puedan leerse como casi contrapuestos. La modernidad fue un proyecto apasionante en buena medida por las fuerzas contradictorias que movilizó. Es indisociable del desarrollo capitalista, pero al mismo tiempo fue habitada por una reinvención radical de las artes y múltiples estrategias de emancipación.
La imaginación “finalista” de algunos textos de Las moradas responde al momento de su escritura, y se relaciona probablemente con algunas ficciones populares –literarias pero también cinematográficas o televisivas. No creo, sin embargo, que un libro que aspira a dialogar con las vanguardias pueda ser del todo pesimista. Pero es verdad que hay un ánimo sombrío, si bien no determinado de manera exclusiva por el presente mexicano.
Después de dos décadas al frente de La Tempestad, ¿cuáles son los retos que ves en el plano editorial y de las revistas en 2018?
Los medios impresos se encuentran en una situación compleja, el modelo tradicional está en crisis. En el siglo XIX un medio vendía información a un lector; en el siglo XX vendía consumidores potenciales a un anunciante. Internet ha creado una cultura del contenido gratuito, sólo sostenible si los anunciantes acompañan esa aventura, pero no está claro que vaya a ser así permanentemente. Creo, por ello, que nos dirigimos a un nuevo modelo en el que el lector habrá de sostener los proyectos que le interesan, como ocurría en el siglo XIX pero con una competencia infinitamente mayor. En ese sentido, el reto de una revista como La Tempestad es formar una comunidad crítica capaz de sostenerla a partir de un conjunto de intereses.
¿De qué trata tu próximo proyecto editorial?
¿Qué tipo de obras y narrativas son las que te han llamado la atención para incorporarlas a tu proyecto de escritura?
Respondo a ambas preguntas: en los últimos años he trabajado en una colección de ensayos sobre la ficción literaria y su relación con las problemáticas del presente, que espero terminar este año. Ahí relaciono ciertas narraciones y autores de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI a temas como la comunicación, la política, el habitar, la temporalidad, etc. La enumeración es larga, pero digamos que va de Samuel Beckett o Antonio Di Benedetto –si bien hay excursiones a autores anteriores como Kafka y Joyce– a Elfriede Jelinek o Gonçalo M. Tavares.