Luego de la contundente La fila india (2013), Antonio Ortuño regresa para hacer lo que mejor sabe hacer: incomodar. Para ello se vale de la crítica despiadada a ciertos temas (la migración, la violencia, la precarización del trabajo) que usualmente se pasan de lado o con los cuales se tiene cierta reticencia. En Méjico (Oceano, 2015), su más reciente novela, está presente ese tema espinoso que es la migración. Ahora, Ortuño narra el desplazamiento de los milicianos españoles que llegaron a nuestro país después de la caída de la frustrada República con el franquismo. A continuación, un adelanto de la novela.
***
Guadalajara, 1997
A la segunda detonación se supo muerto.
No por herida directa, físicamente imposible pues se había ocultado como un gato bajo la cama de la habitación del fondo, sino porque era evidente que si el Mariachito estaba vivo lo trituraría. Y si no, se encargaría el Concho, ese malencarado súbdito suyo.
Ingratitud: antes de preocuparse por la suerte de Catalina decidió huir y, en pocos segundos, recordó (y así recuperó) el cajón donde guardaba una armónica heredada que no tocó nunca y el pasaporte español, carátula roja y hojas amarillentas, sin estrenar y a punto de vencerse, porque lo que urgía era irse al fin del mundo y hasta decidió desde cuál teléfono público llamaría al ejecutivo del banco –era necesario avisar del viaje para que no le bloquearan la cuenta corriente, se alarmó ya en la primerísima hora de lo que sería su intento de huida.
El dinero de la cuenta, no sobra decir, estaba a su nombre porque Catalina lo escondía para el Mariachito o quizá porque la cantidad atesorada, sin duda excesiva, era algo así como su salario, la contraprestación le llamaría un abogado, que percibía por acostarse con el tipo, y alguna clase de escrúpulo la obligó a desentenderse y ocultarlo bajo la identidad de alguien más.
¿Cómo saberlo? A Catalina le gustaba burlarse de su amante pero no decía más que lo indispensable sobre la naturaleza de sus relaciones. Algo muy turbio debía suceder entre ellos porque cualquier referencia a sus negocios terminaba entre susurros.
La tarjeta del banco era azul, brillante y su propio nombre y firma la decoraban. Aunque el dinero era el menor de los inconvenientes. El más temible sería la cólera del sirviente: ese hijo de puta acechante, siempre listo para escupir un coágulo de saliva, ese malnacido que, sin remedio, iba a romperle el culo, a machacarle el rostro, a joderlo bien jodido por haberse quedado, a la vez, huérfano de patrón y expuesto.
Porque cuando la policía diera con los cuerpos y rebuscara en los archivos de la tienda, el Concho tendría que salir por patas. A menos, claro, que la policía también estuviera en el bisnes del saqueo de trenes. O fuera completamente incapaz de echar luz en el asunto. Que imposible no era.
Se dilataba el silencio. Ni Catalina clamaba por ayuda, co-mo se hubiera esperado si respirara aún, ni el invasor se arrastraba en pos de su escondite. Abandonó al fin la guarida, tembloroso y precariamente vestido; no había sido fácil recolocarse la ropa bajo el camastro, porque estaba desnudo como un filete cuando entró el atacante y Catalina, aterrada, le rogó que se metiera en algún rincón para intentar que su mentira se mantuviera en pie.
Y ahora se sabía cadáver.
Había sucedido, la incursión del Mariachito, a una velocidad que impidió resistencia alguna. Rememoró: se había levantado de la cama para responder el teléfono. El cliente, una voz incierta en la bocina, preguntaba por un paquete y Catalina, apoyado el cuerpo en el quicio de una puerta e interrogada en voz baja y mediante una apresurada serie de ademanes, le mandó decir que lo tenía, que pasara por él a la tienda. El sobre de papel manila, cautivo en el empaque transparente del correo, reposaba aún en la mesa del comedor, junto a la maceta que hospedaba un ridículo minicactus, las llaves del negocio y alguna morralla.
Ni siquiera llegó a preguntar en voz alta por el contenido, aunque se le ocurrió y llegó a responderse que sería, aquel, un asunto de cuidado, porque el cliente llamaba a Catalina dos veces por semana y siempre a deshoras; pero lo que hizo fue caminar a su lado, dejarse abrazar, volver al lecho.
La culpa de que no llegara a enunciar duda alguna la tenía el Mariachito, se dijo, y se animó a nombrar al tipo por su apodo, el nombre despectivo y en clave con que lo identificaban: el Mariachito o el Pinche Gordo, le decía ella y repetía con saña él, porque había sido su culpa caer por la tienda el día que no le tocaba. ¿Para qué llamar y pretextar una reunión en el sindicato si iba a aparecerse luego, como hizo, antes de la medianoche a tumbar la puerta a patadas y escalar a las habitaciones de la dueña, inflamado y acezante, más Otelo que Romeo y más que amante un ogro rabioso? O quizá sospechaba ya y quiso con ese ardid desenmascararlos.
Era evidente que, al final, no se había creído las historias de ella el tipo y seguía retobando, como desde el primer día, ante la idea de que el chamaquito que ayudaba con la venta de antigüedades y con el que Catalina se trataba tan familiarmente fuera nada más que un primo, al que si le decía «cosita» y «chulo» era por parentesco y porque le llevaba más de veinte años de edad, amor: ni al caso, si es una pinche criatura y su padre era primo de mi mamá. Pero el Mariachito no había llegado a líder de los ferrocarrileros locales y no se había sostenido en la silla a fuerza de dinero y favorcitos nomás por pendejo.
Por otro lado, era innegable que la culpa de su ruina le pertenecía: si hubiera sido menos violento y torpe con Catalina o menos negado, al menos, para comportarse con decoro en la vida, la mesa y la cama, era posible que ella no hubiera terminado por meterse con el sobrinito.
O quizá, pensó Omar, paladeando entonces su propio nombre, cuyas sílabas se le escurrieron al pozo de irrealidad que se abría en lo que, a falta de mejor palabra, llamaba su mente, el horror podría haber sido eludido si él mismo, Omarcito, hubiera sido capaz de salir al mundo tan campante, otra vez, luego de apartarse de todo (un todo que podríamos resumir como alcohol y sustancias pero que desagregado sonaba pobre, como cualquier enumeración de vicios aunque uno llegara a destacar en prácticas tan complejas como orinar chicas o meterse rábanos por el trasero); si se hubiera apartado, pues, de esas costumbres que lo habían convertido en un apestado apenas a los diecinueve; si no se hubiera resignado al empleo de mierda en la tienda de antigüedades de Catalina; si hubiera frecuentado mejores personas y pretendido chicas jóvenes y saludables en vez de coquetear con la hija mayor de la prima segunda de su padre (la letanía, absurda a fuerza de repeticiones, lo convencía cada vez de que el lazo sanguíneo era débil y su deseo estaba, por tanto, más o menos a salvo de ser una absoluta cochinada).
O quizá todo hubiera podido evitarse de ser el Mariachito menos receloso. Porque, si no la consanguineidad, el abismo de edades debió convencerlo de la coartada: después de todo, Catalina se había casado justo el año en que Omar nació y era feliz divorciada desde que él cursaba la primaria. Pero no hay modo de que las razones pensadas después de un choque lo eviten.
Se arrastró y consiguió incorporarse pese al temblor de piernas. Ganó el pasillo, se metió a la recámara principal con una valentía post mortem risible y la esperanza de encontrarlos vivos, o en realidad sólo a ella, aunque ningún ruido fuera ostensible luego de los disparos.
No lo estaban, claro.
Catalina había caído replegada, el pecho roto, los ojos entrecerrados. Derrumbado sobre el vientre de la mujer, el Mariachito lucía incluso peor: la nuca le humeaba y Omar supo intuir que su cara sería una confusión a la que no quiso asomarse. Cómo saber si el arma, olvidada en medio de los dedos de ambos, había sido empuñada y accionada por uno u otro y en el forcejeo se disparó, o si el tipo la abatió a ella primero y, ofuscado por miedo, vergüenza o asco, se asestó un tiro después; o si ella, aunque Omar nunca supo que Catalina poseyera pistola ni llegó a tener siquiera tal sospecha y seguro que era cosa del Mariachito su aparición en escena, le voló a él la cabeza y luego, impresionada o arrepentida, se llevó el cañón a la mitad del pecho y lo accionó.
Putamadre:
En su mente, la voz nasal de Catalina decía: oye, chiquito, qué bueno que te llevaste tus cosas porque el pinche Mariachito pone una cara cuando se encuentra una sudadera tuya o tus tenis; oye, cosita, súbeme el cierre, ¿sí?; oye, mi chulo, un besito, oye; oye, mi chiquito, no te me canses, ¿eh?; oye, súbeme un vaso de agua, ¿quieres?; oye, oye, ¿así te gusta, sí, así despacito?; oye, no me hagas esperar, cochinito, para esperas tengo al Pinche Gordo, ay; oye, oye ¿ahí, cochinito, sí?
El minicactus le arañó la mano cuando metió el paquete del cliente a su mochila. Le dio un manotazo a la maceta, la vio caer y despedazarse contra los mosaicos del suelo.
La náusea lo empujó a la puerta y la calle.
No le quedaba claro a quién llamar. Su madre murió de cáncer años atrás y luego de dos meses del funeral lo hizo su padre, de pura pena y languidez. No tenía hermanos y la mejor parte de sus amigos se le habían apartado cuando pasó lo del Richie.
En treinta meses a la redonda la única mujer con la que había establecido una relación más allá de buenos días y buenas tardes era Catalina y acababa de dejarla en su recámara, reventada bajo la cabeza de su amante (o novio, en realidad, porque el amante, en rigor, era él, aunque en su propia consideración tuviera primacía sobre el Mariachito debido a la tendencia de Catalina de exagerar sus destrezas eróticas para contrastarlas con la crudeza del sindicalista y su voz de miel bronca lo había convencido de ello).
Si la policía fuera capaz de reproducir las técnicas de indagación científica de los shows televisivos, estaba jodido: sus huellas serían localizables por toda la casa y su abundante marca genética habría de ser rastreada en los orificios de la fenecida. Al menos, se dijo, nadie podría asociarlo a la pistola, que no había visto antes ni mucho menos empuñado. A la carcasa del Mariachito tampoco se le acercó un milímetro, pensó con alivio.
Si la policía fuera honesta: tuvo que reírse aunque lo que dibujaron su boca y mejillas fue un espasmo. La policía era capaz de muchas cosas pero ninguna podía ser llamada científica, salvo que el concepto de ciencia fuera aquel que permite someter y atormentar personas y bestias con la finalidad de comprobar las virtudes de alaciado de un champú. Decir la honesta policía era decir el caritativo verdugo, el impecable asesino, el buen destripador.
La noche anterior Catalina le pidió quedarse, ¿dormimos aquí, chulo? La llamada del Pinche Gordo funcionó, tal como se esperaba, de anzuelo y ellos, necios, se engancharon. Hacía semanas que vivían en tirantez perpetua y pasar la noche juntos le pareció a Omar un oasis.
Primero fueron a la cama; el plan era cenar y mirar la televisión pero, sobre todo, conversar. Catalina machacó el punto porque a medida que los celos del Mariachito aumentaron sus diálogos desaparecieron e incluso la cháchara en las horas de trabajo se hizo esporádica, inconexa, muy diferente del parloteo que los acercó desde el primer día que Omar puso el pie en la tienda. Iban a hablar, pues, pero apenas se habían destrenzado el uno del otro cuando el teléfono los separó y luego hizo su entrada el animal, la bestia bramadora, a los gritos: ¡Dónde lo tienes, hija de tu puerca madre!
Desnudos y acobardados corrieron en direcciones opuestas: Catalina a la escalera, para bloquearla; Omar, obedeciéndole las postreras instrucciones, en busca de una ruta que lo llevara hacia los escalones de servicio y la salida lateral, ya en la planta baja.
Pero los berridos recios, teatrales, lo hicieron cagarse encima: ¡Cabrona puta mierda hija de tu rechingada madre eres una puta puta puta de mierda cabrona! Y prefirió deslizarse bajo la cama del cuartito del fondo y encogerse como un caracol, uno de esos que viven bajo una piedra y tiemblan cuando su escondite es levantado sobre sus cabezas.
¡Puta mil veces puta!, mientras Omar se ponía un calcetín y se contoneaba para meterse en sus propios calzones. Jamás pensó en socorrerla o intervenir, sino en escaparse, y le inquietaba más que el Concho estuviera esperándolo fuera, un gargajo en la punta de la lengua y los puños listos para estamparse en su cara, a que el Mariachito le cayera a golpes a la mujer. A su mujer. Porque Catalina sería su jefa y la prima segunda de su padre pero antes que nada era suya: boca, piernas y guarida.
A cada grito más confundido consiguió cubrirse pero no desentumir sus miembros apencados lo suficiente como para salir a su defensa. No lo pensó siquiera. Dio por sentado que ella, fuerte, imperiosa, lograría erguirse, aun culpable, y detener al búfalo que amagaba con destruirla.
Pero el valor nunca ha parado las olas o las tormentas y así fue que sonaron los disparos: huecos y finales. Catalina fue arrastrada y muerta mientras Omar, pusilánime, se torcía bajo la cama. La charla se quedó en promesa.
Salió por la puerta lateral sacudido por arcadas, la boca antes exhausta de arremeter contra el cuerpo de ella sabiéndole ahora a vómito, las manos lacias como madejas de cabello. Se congratuló, egoísta en aquella hora de sangre, por haber sacado sus cosas de allí días antes, cuando las sospechas del Mariachito rebasaron el cauce y la acusó por vez primera de andarse cogiendo al pinche muchachito de la tienda, al que ahora le fallaban las piernas y para el que cada paso era un esfuerzo comparable al del braceo en altamar.
Todavía, al alejarse por la avenida, miró una sombra apresurarse hacia la puerta del negocio.
Volvió a saberse muerto.
No podía ser, el intruso, nadie más que el Concho, mayordomo, valet y sombra del invasor: concurrió tarde para salvar al Pinche Gordo pero a tiempo como para, apenas dado un vistazo a los cuerpos ya tiesos, precipitarse a la ventana, reconocer a Omar en la silueta que desaparecía calle abajo y luego, con pasos adoloridos, desandar el camino y detenerse cabizbajo ante los cadáveres.
Y arrodillarse, rezar, llenarse de sangre las rodillas y la boca de una saliva turbia que escupió, maculando el rostro de la muerta, pero ya no importaba.
Ya no.
La entrada a su propio departamento, cercano, alquilado, casi indigente, le provocó a Omar un acceso de escalofríos, aunque sus pertenencias guardaban el orden esperado: incluso el bulto que compuso Catalina con las cosas que debió sacar de su casa (y que sacó) seguía quieto, en el mismo lugar en que lo había depositado, y comenzaba a acumular polvo.
Encendió la luz, alcanzó el retrete y orinó copiosamente antes de cimbrarse y expeler el recubrimiento del tracto digestivo (hebras de carne rosa en mitad del líquido traslúcido de los jugos estomacales) sobre la tapa del mueble y sus pies, pecho y alrededores, arrodillado lo mismo que su némesis, el Concho, el vasallo del Pinche Gordo, quien, a muchas calles de distancia, concluía las plegarias fúnebres y se persignaba con mano firme y deliberación espantosa.
Tenía el Concho la cara en paz pero deformada por una cicatriz bajo el ojo izquierdo. El bigote recortado y los pómulos afeitados le daban una apariencia pulcra, aristocrática. Mientras Omar se reponía del vómito y, llamada por llamada, agencia por agencia de viajes, buscaba un avión que lo sacara del país, el Concho se puso en pie y concedió otra mirada a los cuerpos quietos, perforados.
Se guardó la pistola en el bolsillo luego de limpiarla con el pañuelo. Resopló, cansado con anticipación por la tarea en la que estaba a punto de empeñarse, y se puso en movimiento. En pocos minutos limpió la recámara e introdujo los cuerpos en unas bolsas de dormir que extrajo de la cajuela del automóvil –estacionado en un principio de cualquier modo junto a la puerta pero acomodado ahora con mimo, como para no llamar la atención de una hipotética patrulla o un vecino inquieto por los tiros o los gritos.
Depositó al Mariachito, con reverencia, en el vasto asiento trasero; a Catalina la arrojó a la cajuela sin mayor ceremonia.
Omar constató con pánico que al pasaporte español le quedaban sólo seis meses de vigencia.
Marcó el número de una, dos, tres agencias más. No encontró asiento en ningún vuelo a Madrid.
***
Una playa de Veracruz, 1946
Al abrir los ojos tuvo que ver al gordo. Enrojecido por el sol salía de las aguas, chorreante como un Neptuno, una capa de pelo cano, hirsuto, recubriéndole el cuerpo y afeándole brazos y espalda. El calzón de baño negro no lograba contenerle el blando animal del abdomen. Lo escoltaban dos muchachas sonrientes; el gordo les hacía afirmaciones tajantes, inaudibles a la distancia: las muchachas aplaudían. El día en la playa era cálido y ventoso, ideal para los bañistas. Infernal.
—¡Pero si ahí está el rey del exilio! –gruñó María y lanzó al gordo la mirada más rencorosa de su arsenal–. ¡El hijo de puta! ¿Lo ves, Yago? Nuestro rey. ¡Míralo!
Yago debió contorsionarse, arrastrándose sobre la pierna medio inútil y seca, para obedecer a su esposa. Miró a don Indalecio Prieto, honorable presidente de la Junta de Ayuda a los Republicanos Españoles, con el tibio asombro de quien ve materializarse un retrato del periódico. Le pareció más hinchado que en los últimos cromos que había visto de él, mucho tiempo atrás, en un ABC.
—Y qué importa.
Volvió a recostarse y ocultó el rostro en la toalla. Prefería mirar las piernas de su esposa o el cielo antes que el vientre invencible de don Indalecio. O, mejor: mirar nada, pensar nada, escuchar el redoble de olas grasientas y dormir al sol.
Los niños se habían fijado en el gordo, quien, ahora, ponía los brazos en jarras e infligía algún bondadoso reclamo a sus acompañantes. Lo señalaron. María les ordenó que regresaran a la sombra del toldo: les estaba prohibido acercarse al agua hasta que no hubieran pasado tres horas desde el desayuno y el decreto tenía apenas veinte minutos de promulgado.
—Deberías ir –sugirió ella–. Dile algo. In-vén-ta-le, Yago.
Dile que eres gente de Franco y verás que se caga… Dile que su Junta de mierda no hizo nada por nadie, que no ha sido para darnos una puta lata de leche –la rabia le detuvo la voz.
Y una mierda de Franco, quiso replicar Yago. La pereza lo contuvo. No le hablaría a don Indalecio. Para qué. Pero tampoco dormiría: María no iba a permitirlo. Se talló el rostro contra la toalla alquilada y se puso de pie con dificultad. La cojera, siempre la cojera. Se encimó la camisa y el sombrero de paja que había comprado la mañana anterior al llegar a Veracruz.
—A caminar –les dijo a los niños.
María se recostó en la toalla, crispada estatua, y estiró las piernas. Los dejó ir.
Sus piernas, pensó Yago. Por sus piernas nos jodieron los fascistas de mierda y los comunistas de mierda, los franceses hijos de puta y los tipos del barco, todos los locos en España, Santo Domingo y Méjico. Por ellas, el hambre y la metralla que me arruinó. Pero, quizá, de no ser por sus piernas habría sucedido algo peor y estaría muerto, sepultado bajo dos metros de jodida tierra. Allí está, echada, como Helena de Troya: el cuerpo tibio por el que hui de la guerra.
Yago tomó a la niña del hombro y se apoyó en ella a modo de bastón. Al niño lo dejó trotar por delante, como un perrito que paseara. Era domingo y decenas de bañistas ha-
bían desnudado sus cuerpos al sol. Carnes en exhibición, sí, pero con el recato propio de la moral mejicana.
Debieron esquivarlos en un zigzag cansino, secuela de la maldita cojera, porque los niños querían acercarse al agua. Pero permitir que se mojaran los pies significaba alejarse de la mirada de María o enfrentar su ira. La playa estaba abarrotada, sucia, el olor a pescado revolvía el estómago. A Yago no le gustaba el mar ni sabía nadar. La última vez que había tenido el agua hasta el cuello fue en mitad de una escapatoria. Una más. El agua le traía mala suerte. Siempre. Mala suerte, pésima.
Tardó en reconocer al tipo.
Yacía a la sombra de un toldo, camisa de manga corta, como exigía el protocolo del sol, pantalones de calle y zapatos. Fumaba y lo miraba sin comodidad. Y sin pausa. Rubio y mal rasurado, con el aire rapaz de siempre, Benjamín Lara jugueteaba con una pistola, armado incluso en aquella improbable playa de Veracruz. Yago alcanzó toscamente a los niños y los retuvo. Fue una torpeza: ellos notaron su temor y se alarmaron. Lara se puso en pie con cansancio. Se guardó la pistola en los pantalones con alguna flema, como quien se enfunda el miembro luego de orinar. Yago jaló a los niños hacia su espalda, las piernas bien abiertas para evitar que algo repentino los atacara. Como si pudiera, el cojito, protegerlos de lo que fuera.
—Qué tal.
Lara increpaba con la mirada. Los ojos limpios. La quijada en reposo. Un vestigio de labios, otro de barba en las mejillas. —Y tú eres el que cuida a Prieto o qué. ¿No estás ya con los comunistas? –respondió él.
Lara inclinó la cabeza para asentir y luego se encogió de hombros. Había estado con mucha gente antes y estaría con mucha más, declaró. A unas docenas de pasos, Indalecio Prieto, el honorable presidente de la Junta de Ayuda a Republicanos Españoles, saludaba a una pareja de veracruzanos sonrientes, mofletudos como él, rodeados todos por unos españolitos asilados, escuálidos y mugrosos.
—¿Y qué sabes de tu hermano, dime? –Lara dejó que el cigarro le colgara del labio inferior con el aire canalla que procuraba.
—Nada. ¿Tú?
Por respuesta, un bufido que había que entender como risa.
—Y qué coño voy a saber. Que se robó el oro que llevábamos a Barcelona y que, si llegamos a verlo, le metemos dos tiros.
—Ya. Pues eso sé yo.
Yago entendió que los niños comenzarían a asustarse de verdad si prolongaba el encuentro. Los hizo caminar y se acercó a la vez a Lara, sosteniéndole la mirada para que no tuviera tiempo de fijarse en ellos.
—Lo saludo, si lo veo.
—Claro. Y a la parienta, recuerdos, ¿eh?
Las sombras alargadas en la arena: espadas entrecruzadas. Yago arreó a los niños y se alejó. Caminaría unos metros y luego giraría en redondo para buscar a la María. Mejor irse antes de que su enemigo se desembarazara del honorable don Indalecio y tratara de seguirlos. Lo urgente era dejar atrás al tipo, su silueta armada. Pero había vuelto a la sombra. Ni siquiera se esforzó en cazarlos con la vista. No había que ser un genio para averiguar que sonreía.
Un pájaro, pequeño y desplumado, cruzó el cielo y se posó en mitad de la playa. Yago se afanó en desandar el camino. La cojera, la pierna demasiado lenta para defender a nadie. A unos pasos de la María se atrevió a observar a los niños: cuatro ojos redondos le devolvieron la mirada.
—Es Lara. El de Madrid –la niña ya tenía edad suficiente para recordar la historia, mil veces referida.
María los esperaba, de pie. Había empacado las cosas y devuelto las toallas a la caseta, lista para la escapatoria. Su mirada era aguda, decididamente.